martes, 8 de diciembre de 2009
DIEZ PALABRAS QUE MARCARON LA OBRA DE ROA BASTOS
EXILIO:
“En este largo exilio [de casi 50 años debido a la dictadura militar en Paraguay] hice toda mi obra”.
LITERATURA:
"La literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura un mero y solitario pasatiempo para los que escriben y para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino también un modo de influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imaginación que en la realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes".
ESCRITOR:
"De Cervantes aprendí a evitar la facilidad de ser un escritor profesional, en el sentido de un productor regular de textos; a escribir menos por industria que por necesidad interior, menos por ocupar espacio en la escena pública que por mandato de esos llamados hondos de la propia fisiología creativa que parecieran trabajar por fotosíntesis, como en la naturaleza. ¿Serán estos llamados los que también a veces por soberbia desoímos?"
MADUREZ:
"De todos modos no están sujetos estos llamados a la puntual regularidad de las estaciones de cualquier especie que fueren, sino a los centros de luz y de calor de cada época de la vida; a la madurez de cada etapa en la literatura de un autor. Entre estos momentos creativos intermitentes del escritor no profesional se interponen los obstáculos del propio vivir, los imperativos de la subsistencia".
VACÍO:
"Hay también esos vacíos interiores, esos silencios tenaces que pueden durar toda una vida, puesto que se confunden con ella; silencios involuntarios, eclipses de la voluntad, visitados siempre por el remordimiento de una culpa no elegida, pero tampoco ineludible".
OFICIO:
"A causa de estas alternativas involuntarias, no puedo considerarme más que un artesano. Lo que también es mucho decir. Un artesano entregado, cuando puede al oficio de modelar en símbolos historias fingidas, relatos a medias inventados; historias imaginarias de sueños reales, de lejanas y recurrentes pesadillas".
EXISTENCIA:
"Estas incursiones de la escritura tratan de penetrar lo más profundamente posible bajo la piel del destino humano, de las experiencias vividas, del siempre renovado enigma de la existencia, creando su propia realidad sin perder por ello su carácter imaginario de "historias fingidas", como decía Cervantes, de las que él mismo escribía".
REALIDAD:
"Escribir un relato no es describir la realidad con palabras, sino hacer que la palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los mundos imaginarios de la fábula".
FANTASÍA:
"Esta combinatoria de espejos [en referencia a Don Quijote de la Mancha] nos muestra, en la primera novela de los tiempos modernos, la escena dentro de la escena: Don Quijote va a la imprenta a ver cómo salen en letras de molde sus próximas aventuras. Innumerables figuras atraviesan los espejos y funden la ficción con la realidad en el azogue verberante de la fantasía".
PERSONAJES:
"De allí salen, sin embargo, esos personajes, tan reales, a quienes uno siente que podría darles la mano en cualquier esquina del universo. Mirar las cosas del revés es como mirarlas al trasluz de la propia vida interior, llena de ojos invisibles pero visionarios. Mirar las cosas del revés, pero en su justo derecho, es lo que supo hacer Cervantes".
Fuente:
Fragmentos del discurso de Roa Bastos en la entrega del Premio Cervantes de las Letras en 1989.
sábado, 17 de octubre de 2009
TIENE LA PALABRA: TRUMAN CAPOTE
Mi vida – como artista, por lo menos – puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me había narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas practicaban el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oir” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ese hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly. Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante diez años experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes, la mayoría para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero en The New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Corage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorios, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como su fuera una novela: ¿ganaría o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema –un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas- y finalmente, en 1996, pude publicar el resultado: A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al poker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero y seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la Noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965. Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento –o argumentos, más bien- eran verídicos, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y / o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered Prayers en setiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma –digamos el cuento- todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos, nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir tros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.
Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.
¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.
CAPOTE, Truman, Prefacio de Música para camaleones, RBA Editores, Barcelona, 1994, pág. 5.
martes, 6 de octubre de 2009
LOS SEIS CONSEJOS DE JOHN STEINBECK
1) Abandona la idea de que terminarás algún día. Pierde la cuenta de las 400 páginas y escribe una página diaria, eso ayuda. Después, cuando hayas terminado, siempre te sorprenderás.
2) Escribe libremente y tan rápido como sea posible, echando todo el papel. No corrijas o reescribas hasta que hayas escrito todo el libro. Las correcciones hechas durante el principio de la creación son, por lo general, excusas para no seguir adelante. Además, influyen en el flujo y el ritmo, que solo pueden ser fruto de una especie de asociación inconsciente con el tema.
3) Olvida a tu auditorio general. Primero, ese auditorio anónimo y sin rostro te atemorizará terriblemente y, segundo, a diferencia del teatro, ese auditorio no existe. Al escribir, tu auditorio es un lector único; he descubierto que a veces resulta útil escoger a una persona: una persona real a la que conoces o una persona imaginaria y escribir dirigiéndose a ella.
4) Si una escena o parte te parece difícil y aun así piensas que la quieres incluir, déjala y continúa. Cuando termines de escribir la totalidad podrás regresar y quizá encuentres que había presentado tantas dificultades porque no se encontraba en su lugar.
5) Desconfía de una escena que te guste demasiado, más que las otras. Por lo general resulta ser una imposición.
6) Si escribes diálogos, repítelos en voz alta a medida que los vayas escribiendo. Sólo entonces obtendrás el sonido del diálogo.
jueves, 1 de octubre de 2009
EL MÉTODO DE TRABAJO DE CLAUDIA PIÑEIRO
“En mi caso, lo primero es una imagen que se va cargando de sentido a medida que se pone en movimiento a través del lenguaje y la escritura. Y en esa situación empezás a darles vida, sustento, cuerpo y un montón de cosas a los personajes.”
“La imagen tiene que estar mucho tiempo en la cabeza. Mauricio Kartún, que fue mi maestro de dramaturgia, me hacía escribir un pequeño resumen de la obra, de cuatro renglones, y dejarlo macerar. A las semanas se va cargando de muchas cosas. A veces se empieza a escribir inmediatamente y otras pasa un tiempo hasta que tiene un cuerpo como para que uno diga ‘ya estoy para lanzarme’.”
“Amos Oz plantea que cuando uno empieza una novela se hace un contrato, se planta un mundo y se dice: ‘Esto es lo que te voy a contar’. Lo que sigue tiene que honrar ese contrato. Esa imagen es fundacional y se es libre sólo en términos de ese mundo.”
“Escribir es un trabajo. Pensar que es un momento de inspiración, y que si no estás inspirado no se puede, es una fantasía de los que no escriben. Se pasa mucho tiempo escribiendo. A veces sirve, y otras hay que tirarlo. A veces no se te ocurre nada, entonces corregís. Pero siempre es un proceso en función de un trabajo. Hay ciertos momentos en los que cierta inspiración puede dar un toque que lo haga más interesante para el que lo lea. Pero el trabajo de la novela es de todos los días.”
“Vivo con mis tres hijos, y uno aprende a escribir en esa situación. Hay un cuento de Raymond Carver en el que hay una mujer que trabaja en una hotline y acaba de tener un bebé. Entonces está dándole el pecho al nene mientras, por teléfono, dice las cosas que tiene que decir. Y yo a veces estoy escribiendo, pasa por atrás uno de mis hijos y yo quizás estoy matando a un personaje, y me siento como esa mujer. En general escribo en la cocina, que es mi lugar favorito. Y trabajo desde las ocho de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde, cuando los chicos vuelven del colegio.”
“Soy muy obsesiva y me costaría escribir sin saber adónde quiero ir. Lo que me sucedió con las tres novelas es que los finales supuestos que tenía se fueron modificando porque cuando vos empezás a darles vida a esos personajes, lo que ellos hacen a lo largo de la novela no te permite que terminen como te habías propuesto.”
Fuente:
www.criticadigital.com
martes, 1 de septiembre de 2009
LA LECCIÓN DEL MAESTRO: LOS CLÁSICOS SEGÚN ÍTALO CALVINO
"Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera."
"Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura."
"Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir."
"Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). "
"Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima."
"El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también
una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. "
"Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad."
"Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor."
miércoles, 27 de mayo de 2009
LEER PARA ESCRIBIR 2
Gabriel García Márquez: El origen de un mundo ficticio.
El espacio es un elemento sumamente productivo en toda la obra de García Márquez. Cada ámbito en el que sitúa la acción da cuenta de otros aspectos. La casa implica el esplendor y la decadencia de una estirpe. Es una casa poblada de:
a)seres fantasmales.
b)premoniciones y supersticiones.
En Cien Años de Soledad, la casa es el núcleo alrededor del cual gira toda la novela: punto de llegada y punto de partida.
Su pueblo: Aracataca, donde lo más extraño era vivido por sus habitantes como lo más natural. Así, García Márquez suele contar que muchas escenas de Cien Años de Soledad provienen de anéctodas reales. Por ejemplo, la de Remedios la Bella que se eleva:
“—¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la Bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
—Al contrario—dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó con toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en las encajes de sus polleritas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la Bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la Bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella…”
Cuenta que este episodio proviene de la respuesta dada por un padre y una madre como algo muy natural al resto del pueblo. Su hija se había ido con un hombre sin casarse y, como se sentían avergonzados frente a los vecinos, cuando alguien les preguntaba por ella, respondían: “pues… estaba en el jardín doblando unas sábanas, y de pronto se voló”; justificando así la ausencia.
García Márquez no sólo rescata conversaciones de su mundo juvenil, sino que convierte a sus abuelos en personajes.
a) Don Nicolás
Primero fue combatiente y luego relator de las guerras civiles colombianas, gran proveedor de su materia narrativa. Es testigo de la época del oro, durante el auge del cultivo del banano en su pueblo.
b) Doña Tranquilina
Mujer crédula que le cuenta leyendas, fábulas y fabulosas mentiras evocadoras del antiguo esplendor de la región y que es el prototipo de una serie de personajes femeninos del autor.
jueves, 23 de abril de 2009
LEER PARA ESCRIBIR 1
- Miguel de Cervantes: un tratado de la invención.
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, es la primera novela moderna. Para justificar sus novedosos procedimientos el autor explica cuáles son las leyes de la novela, da cuenta de su invención. Así, constituye para quienes escriben un verdadero ensayo de teoría literaria. Les ofrece una cantidad de pistas motivadoras y de ideas. Incita a la creación y es además un muestrario de cómo se desarrolla el humor, motor indiscutible de la ficción. Su recurso habitual es proponer o insinuar los hechos.
Por otra parte, una característica con la que se anticipa Cervantes a su época es que dicha teoría la manifiestan los personajes y no la impone desde fuera un narrador.
Los mecanismos:
Desde el prólogo, Cervantes plantea su preocupación por la composición y la estructura. Utilizando la parodia dice: “ Muchas veces tomé la pluma… Y muchas veces la dejé, por no saber lo que escribiría…”
A lo largo de todo el libro insiste con el tema: la lucha que implica el proceso creativo, pero, también la felicidad.
Va señalando sutilmente los matices que contribuyen a que el texto esté formado por narrador y lector:
En el prólogo de la primera parte, Cervantes dice que Don Quijote está “ lleno de pensamientos varios y nunca imaginados en otro alguno.”
En el título del capítulo XXXIII dice: “ De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note.”
Y en el capítulo XXVII: “De cosas que dice Benengeli, que las sabrá quien las leyere, si las lee con atención.”
La repetición es uno de sus mecanismos habituales. Si bien sugiere, lo hace reiterando.
El pretexto:
El Quijote se desencadena a partir de un pretexto: acabar con los libros de caballerías. Dice:
“… el se enfrascó tanto en su lectura, que se las pasaba las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros (…)”
Cervantes trama la novela a partir de la parodia. Enfoca en clave de humor lo que puede producir la lectura de las novelas de caballerías.
La técnica que da lugar a la novela es la ironía. O sea:
Para el hilo argumental no es tan importante la acción, que a veces incluso deja interrumpida, por ejemplo la aventura de Don Quijote con el vizcaíno queda suspendida precisamente cuando ambos “ puestas las espadas en alto” están a punto de iniciar la contienda; lo que más importa es la técnica de la ironía.
Los personajes:
Tenemos un personaje central, Don quijote, y otro que lo acompaña, Sancho Panza. Ambos personajes están muy bien diferenciados:
· Son singulares: están caracterizados tanto física como psicológicamente de modo diferente.
· Son creíbles: los presenta en continúa evolución. La credibilidad la consigue, en gran medida, porque cambian hasta el punto de influir uno sobre el otro: el caballero andante retorna a la cordura, se “ sanchifica”, y el escudero está loco e incita a su amo a salir una vez más de aventuras cuando éste está a punto de morir y se niega a hacerle caso.
Lo destacable es que dicha evolución se ha dado paulatinamente, de ahí su efecto.
ISABEL ALLENDE: SOBRE LA GESTACIÓN DE UN LIBRO
¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calceta.
Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato; descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa.
Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después Shakespeare e incorporar la tragedia a mi repertorio, quería ser esos personajes espléndidos que después de vivir exagerando, morían en el último acto.
La idea de convertirme en monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.
En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba verme como los demás, me parecía que los objetos y las personas volvían transparentes y que las historias de los libros eran más ciertas que la realidad.
A veces me asaltaban ratos de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo y pasaba a otras dimensiones.
A los cuarenta años ya era tarde para sorpresas, mi plazo se acortaba de prisa, lo único cierto eran la mala calidad de mi vida y el aburrimiento, pero la soberbia me impedía admitirlo.
De los chales con flecos, las faldas largas y las flores en el pelo nada quedaba, sin embargo solía sacarlas sigilosamente del fondo de una maleta para lucirlas por unos minutos frente al espejo.
Eran ideas razonables, de todos modos dentro de unos veinte o treinta años, una vez secas mis pasiones, cuando ya ni siquiera recordara el mal gusto del amor frustrado o del tedio, podría retirarme tranquila.
Ese plan razonable no alcanzó a durar más de una semana.
El 8 de enero llamaron por teléfono de Santiago anunciando que mi abuelo estaba muy enfermo y esa noticia anuló mis promesas de buen comportamiento y me lanzó en una dirección inesperada.
El Tata iba ya para los cien años, estaba convertido en un esqueleto de pájaro, semiinválido y triste, pero perfectamente lúcido.
Cuando terminó de leer la última letra de la Enciclopedia Británica y aprenderse de memoria el Diccionario de la Real Academia, y cuando perdió todo interés en las desgracias ajenas de las telenovelas, comprendió que era hora de morirse y quiso hacerlo con dignidad.
Se instaló en su sillón vestido con su gastado traje negro y el bastón entre las rodillas, invocando al fantasma de mi abuela para que lo ayudara en ese trance.
Durante esos años nos habíamos mantenido en contacto mediante mis cartas tenaces y sus respuestas esporádicas.
Decidí escribirle por última vez para decirle que podía irse en paz porque yo jamás lo olvidaría y pensaba legar su memoria a mis hijos y a los hijos de mis hijos.
Para probarlo empecé la carta con una anécdota de mi tía - abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura.
Años más tarde el Tata se casó con la hermana menor de Rosa, mi abuela.
Desde las primeras líneas otras voluntades se adueñaron de la carta conduciéndome lejos de la incierta historia de la familia para explorar el mundo seguro de la ficción.
En el viaje se me confundieron los motivos y se borraron los limites entre la verdad y la invención, los personajes cobraron vida y llegaron a ser más exigentes que mis propios hijos.
Con la cabeza en el limbo cumplía doble horario en el colegio, mientras toda mi atención estaba volcada en una bolsa de lona donde cargaba las páginas que garrapateaba de noche.
Mi cuerpo cumplía sus funciones como autómata y mi mente estaba perdida en ese mundo que nacía palabra a palabra.
Llegaba a casa cuando comenzaba a oscurecer, cenaba con la familia, me daba una ducha y luego me sentaba en la cocina o en el comedor frente a una pequeña máquina portátil, hasta que la fatiga me obligaba a partir a la cama.
Escribía sin esfuerzo alguno, sin pensar, porque mi abuela clarividente me dictaba.
A las seis de la madrugada debía levantarme para ir al trabajo, pero esas pocas horas de sueño eran suficientes; andaba en trance, me sobraba energía, como si llevara una lámpara encendida por dentro.
La familia oía el golpeteo de las teclas y me veía perdida en las nubes, pero nadie hizo preguntas, tal vez adivinaron que yo no tenía respuesta, en verdad no sabía con certeza qué estaba haciendo, porque la intención de enviar una carta a mi abuelo se desdibujó rápidamente y no admití que me había lanzado en una novela, esa idea me parecía petulante.
Llevaba más de veinte años en la periferia de la literatura -periodismo, cuentos, teatro, guiones de televisión y centenares de cartas- sin atreverme a confesar mi verdadera vocación; necesitaría publicar tres novelas en varios idiomas antes de poner "escritora" como oficio al llenar un formulario.
Cargaba mis papeles para todas partes por temor a que se extraviaran o se incendiara la casa; esa pila de hojas amarradas con una cinta era para mí como un hijo recién nacido.
Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un liquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas, bendita computadora, que hoy me permite corregir siempre en limpio.
No tenía a quién mandar esa extensa carta, mi abuelo ya no estaba en este mundo.
Cuando recibimos la noticia de su muerte sentí una especie de alegría, eso era lo que él deseaba desde hacía años, y seguí escribiendo con más confianza, porque ese viejo espléndido se había encontrado por fin con la Memé y los dos leían por encima de mi hombro.
Los comentarios fantásticos de mi abuela y la risa socarrona del Tata me acompañaron cada noche.
El epílogo fue lo más difícil, lo escribí muchas veces sin dar con el tono, me quedaba sentimental, o bien como un sermón o un panfleto político, sabía qué quería contar, pero no sabía cómo expresarlo, hasta que una vez más los fantasmas vinieron en mi ayuda.
Una noche soñé que mi abuelo yacía de espalda en su cama, con los ojos cerrados, tal como estaba esa madrugada de mi infancia cuando entré a su cuarto a robar el espejo de plata.
En el sueño yo levantaba la sábana, lo veía vestido de luto, con corbata y zapatos, y comprendía que estaba muerto, entonces me sentaba a su lado entre los muebles negros de su pieza a leerle el libro que acababa de escribir, y a medida que mi voz narraba la historia los muebles se convertían en madera clara, la cama se llenaba de velos azules y entraba el sol por la ventana.
Desperté sobresaltada, a las tres de la madrugada, con la solución: Alba, la nieta, escribe la historia de la familia junto al cadáver de su abuelo, Esteban Trueba, mientras aguarda la mañana para enterrarlo.
Fui a la cocina, me senté ante la máquina y en menos de dos horas escribí sin vacilar las diez páginas del epílogo.
Dicen que nunca se termina un libro, que simplemente el autor se da por vencido; en este caso mis abuelos, molestos tal vez al ver sus memorias tan traicionadas, me obligaron a poner la palabra fin.
Había escrito mi primer libro.
No sabía que esas páginas me cambiarían la vida, pero sentí que había terminado un largo tiempo de parálisis y mudez.
Até la pila de hojas con la misma cinta que había usado durante un año y se la pasé tímidamente a mi madre, quien volvió a los pocos días preguntando, con expresión de horror, cómo me atrevía a revelar secretos familiares y a describir a mi padre como un degenerado, dándole además su propio apellido.
En esas páginas yo había introducido a un conde francés con un nombre escogido al azar: Bilbaire.
Supongo que lo oí alguna vez, lo guardé, en un comportamiento olvidado y al crear al personaje lo llamé así sin la menor conciencia de haber utilizado el apellido materno de mi progenitor.
Con la reacción de mi madre renacieron algunas sospechas sobre mi padre que atormentaron mi niñez.
Para complacerla decidí cambiar el apellido y después de mucho buscar encontré una palabra francesa con una letra menos, para que cupiera con holgura en el mismo espacio, pude borrar Bilbaire con corrector en el original y escribir encima Satigny, tarea que me tomó varios días revisando página por página, metiendo cada hoja en el rodillo de la máquina portátil y consolándome de ese trabajo artesanal con la idea de que Cervantes escribió El Quijote con una pluma de pájaro, a la luz de una vela, en prisión y con la única mano que le quedaba.
A partir de ese cambio mi madre entró con entusiasmo en el juego de la ficción, participó en la elección del título La casa de los espíritus y aportó ideas estupendas, incluso algunas para ese conde controversial.
A ella, que tiene una imaginación morbosa, se le ocurrió que entre las fotografías escabrosas que coleccionaba ese personaje había una llama embalsamada cabalgando sobre una mucama coja.
Desde entonces mi madre es mi editora y la única persona que corrige mis libros, porque alguien con capacidad de crear algo tan retorcido merece toda mi confianza.
También fue ella quien insistió en publicarlo, se puso en contacto con editores argentinos, chilenos y venezolanos, mandó cartas a diestra y siniestra y no perdió la esperanza, a pesar de que nadie se dio la molestia de leer el manuscrito o de contestarnos.
Un día conseguimos el nombre de una persona que podía ayudarnos en España.
Yo no sabía que existieran agentes literarios, la verdad es que, como la mayor parte de los seres normales, tampoco había leído critica y no sospechaba que los libros se analizan en universidades con la misma seriedad con que se estudian los astros en el firmamento.
De haberlo sabido, no me habría atrevido a publicar ese montón de páginas manchadas de sopa y corrector liquido, que el correo se encargó de colocar sobre el escritorio de Carmen Balcells en Barcelona.
Esa catalana magnífica, madraza de casi todos los grandes escritores latinoamericanos de las últimas tres décadas, se dio el trabajo de leer mi libro y a las pocas semanas me llamó para anunciarme que estaba dispuesta a ser mi agente y advertirme que si bien mi novela no estaba mal, eso no significaba nada, cualquiera puede acertar con un primer libro, sólo el segundo probaría que yo era una escritora.
Seis meses más tarde fui invitada a España para la publicación de la novela.
El día antes de partir mi madre ofreció a la familia una cena para celebrar el acontecimiento.
A la hora de los postres el tío Ramón me entregó un paquete y al abrirlo apareció ante mis ojos maravillados el primer ejemplar recién salido de las máquinas, que consiguió con malabarismos de viejo negociante, suplicando a los editores, movilizando a los Embajadores de dos continentes y utilizando la valija diplomática para que me llegara a tiempo.
Es imposible describir la emoción de ese momento, basta decir que nunca más he vuelto a sentirla con otros libros, con traducciones a idiomas que creía ya muertos, o con las adaptaciones al cine o al teatro, ese ejemplar de La casa de los espíritus con una franja rosada y una mujer con pelo verde tocó mi corazón profundamente.
Aún recuerdo la pregunta inicial en la entrevista que me hizo el más renombrado crítico literario del momento: ¿Puede explicar la estructura cíclica de su novela ? Debo haberlo mirado con expresión bovina porque no sabía de qué diablos me hablaba, creía que sólo los edificios tienen estructura y lo único cíclico de mi repertorio eran la luna y la menstruación.
Poco después los mejores editores europeos, desde Finlandia hasta Grecia, compraron la traducción y así se disparó el libro en una carrera meteórica.
Se había producido uno de esos raros milagros que todo autor sueña, pero yo no alcancé a darme cuenta del éxito escandaloso hasta año y medio más tarde, cuando ya estaba a punto de terminar una segunda novela nada más que para probar a Carmen Balcells mi condición de escritora.
En ese tiempo sin amor encontré evasión en la escritura.
Mientras en Europa mi primera novela se abría camino, yo seguía escribiendo de noche en la cocina de nuestra casa en Caracas, pero me había modernizado, ahora lo hacía en una máquina eléctrica.
Comencé De amor y de sombra el 8 de enero de 1983 porque ese día me había traído suerte con La casa de los espíritus, iniciando así una tradición que todavía mantengo y no me atrevo a cambiar, siempre escribo la primera línea de mis libros en esa fecha.
Ese día trato de estar sola y en silencio por largas horas, necesito mucho tiempo para sacarme de la cabeza el ruido de la calle y limpiar mi memoria del desorden de la vida.
Enciendo velas para llamar a las musas y a los espíritus protectores, coloco flores sobre mi escritorio para espantar el tedio y las obras completas de Pablo Neruda bajo la computadora con la esperanza de que me inspiren por ósmosis; si estas m quinas se infectan de virus no hay razón para que no las refresque un soplo poético.
Mediante una ceremonia secreta dispongo la mente y el alma para recibir la primera frase en trance, así se entreabre una puerta que me permite atisbar al otro lado y percibir los borrosos contornos de la historia que espera por mí.
En los meses siguientes cruzaré el umbral para explorar esos espacios y poco a poco, si tengo suerte, los personajes cobrarán vida, se harán cada vez más precisos y reales, y se me irá revelando el cuento.
Ignoro cómo y por qué, escribo, mis libros no nacen en la mente, se gestan en el vientre, son criaturas caprichosas con vida propia, siempre dispuestas a traicionarme.
No decido el tema, el tema me escoge a mí, mi labor consiste simplemente en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina para que se escriba solo.
Así sucedió con mi segunda novela.
En 1978 fueron descubiertos en Chile, en la localidad de Lonquén a pocos kilómetros de Santiago, los cuerpos de quince campesinos asesinados por la dictadura y ocultos en unos hornos de cal abandonados.
La Iglesia Católica denunció el hallazgo y estallo el escándalo antes que las autoridades pudieran acallarlo, era la primera vez que aparecían los restos de algunos desaparecidos y el dedo tembleque de la justicia chilena no tuvo más remedio que señalar a las Fuerzas Armadas.
Varios carabineros fueron acusados, llevados a juicio, condenados.
Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra.
Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción.
En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas.
No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una.
Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura.
Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias.
Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.
Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda.
Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas.
Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba.
Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura.
No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué.
El libro fue publicado en 1984.
Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet.
Una noche son el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado.
En un rincón de la terraza me conté que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, haba ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.
-Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo.
Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido.
¿ Cómo lo supo usted ? -me preguntó .
-Me lo soplaron los muertos -repliqué, pero no me creyó.
domingo, 1 de marzo de 2009
LA CENA
Lucio llegó a su departamento pasadas las seis de la tarde. Traía todo lo que iba a necesitar para preparar la cena. Estaba feliz. No todos los días, un hombre como él, tenía la posibilidad de agasajar a una mujer como Carina.
Podría perfectamente haberla invitado al restó, pero le pareció mucho más adecuado que el encuentro fuera en su casa.
Ella era periodista. Se conocieron a raíz de lo que la prensa bautizó como los asesinatos del cocinero.
El reportaje que Carina escribió contaba una historia que comenzó a hervir como agua en una olla seis meses antes que la nota viera la luz.
Tres mujeres de entre veinticinco y cuarenta años habían fallecido. Las causas aparentes eran edemas pulmonares en unas y fallas cardiacas o en el hígado en otras. Todas eran solteras con muy buena posición económica y todas habían sido alumnas de Pierre Le Blanc, un personaje cuyo contacto con el Sena se reducía a haberlo visto en un póster que colgaba en una de las paredes del comedor de la pensión en la que vivía junto a su hermano, dos años menor.
El verdadero nombre de Pierre era Pedro Blanco había llegado ya a los treinta y cinco y nada hacía vislumbrar que la vida fuera a sonreírle sino se decidía a dar un golpe drástico de timón. No concebía pasar horas y horas detrás del mostrador de un mercadito aguantando todo tipo de comentarios de señoras que sólo tenían espíritu para pensar que harían para el almuerzo o la cena, como lo hacía, sin al parecer molestarle, con el perpetuo cigarrillo detrás de la oreja, Miguel.
Pedro se había cansado ya de las estafas cuyos beneficios le alcanzaban a duras penas para mal vivir por unos pocos días. Quería darse los gustos sin tener que medir cada centavo, pero por sobre todo anhelaba poner el mundo a los pies de su enamorada. Eso sólo podría lograrlo con mucha, pero mucha plata. Cosa que no conseguiría mediante un trabajo honesto.
La misma facilidad que tenía para pretender ser otro, la tenía para la cocina.
Lo que según él sería su pase a jugar de una buena vez en primera le llegó casi por casualidad de la mano de un muchacho flaquito, un conocido de su novia, que confió en la obtención de suculentos ingresos y consiguió publicar, en una revista dedicada a la mujer, un reportaje que hablaba de un experto cocinero recién llegado de la capital francesa; con fotos en plena tarea y todo lo demás. No pasó demasiado tiempo para que los curiosos llamados empezaran. Rechazó las ofertas para trabajar en restaurantes, no era lo que buscaba. Organizó con eficacia dos o tres fiestas privadas. Entabló algunas relaciones y respondió con gusto a los pedidos de dar clases de cocina. Eso sí era lo que buscaba.
Tras una breve reunión, que le servía para calcular después de una rápida mirada las ganancias futuras, optó por tres candidatas. Además de poseer dinero no estaban nada mal. Eso era algo que Pierre decidió tomar muy en cuenta.
Las discípulas mezclaban, batían, freían, hervían toda clase de ingredientes. En poco tiempo eran las admiradoras más devotas de Pierre. Querían recomendarlo a todo el mundo. Por desgracia su tiempo estaba completo, al menos por el momento.
El afrancesado encanto del maestro dio los frutos. Primero unos besos tenues, algunos paseos, salidas al cine, a cenar y a bailar que el docente costeaba con sus actividades extras. No hacía falta mucho más para que Pierre fuera lanzado con la velocidad de una flecha a las camas de aquellas mujeres deslumbradas.
Completada la faena les ofrecía traer algo para tomar. En las copas de sus compañeras aparte de la bebida elegida dejaba caer una semilla de ricino, un veneno mortal casi imposible de detectar.
El resto del trámite se desarrollaba con sencillez. Aparecían los síntomas, un ardor de fuego en el estomago mareo y hasta vómitos. El asustado amante llamaba a una ambulancia, para cuando hablaba con el médico ya había recuperado su acento natal que declaraba ser un amigo reciente al que habían invitado a cenar.
Como buena persona y con su mejor cara de desconsuelo seguía a la ambulancia hasta el hospital en el auto de la víctima. Una vez que había ingerido la bebida le restaban setenta y dos horas de vida. El cocinero se alejaba en el primer descuido.
El robo en si no demoraba. Desconectaba la alarma cuya clave en casi todos los casos era la fecha de nacimiento. Recolectaba las joyas junto con el dinero y hasta siempre.
Tal prolija fortuna lo acompañó con las dos primeras elegidas. El tercer lado del triangulo constituyó un problema que lo haría enfrentarse a las balas de un tirador experto que supo dar en el blanco.
La rubia era algo tan apetitoso como una Selva Negra con el doble del chocolate permitido. Le encantaba practicar deportes. Corría dos vueltas diarias al lago del parque, seguidas de una hora de natación en el club. Razones por las cuales se permitía comer de todo y jamás se privaba de lo que le gustaba, le había dicho antes de besarlo sin un ápice de la dulzura que mostraran las anteriores. Lo llevó casi a los empujones hasta la habitación. La ropa fue cayendo sin el orden habitual que él le procuraba. Los pantalones volaron como un barrilete a merced del viento, fue entonces cuando lo que guardaba en los bolsillos quedó al descubierto. La mujer que aún creía estar participando de un juego siguió el trayecto de la jeringa hasta que aterrizó en la alfombra. Ésta era el último recurso de Pierre. Contenía cincuenta microgramos de la toxina, una dosis mortal si era inoculada de forma inyectable. El asesino había realizado el cálculo en base al peso estimado de las mujeres de acuerdo con los datos que obtuvo en Internet al averiguar sobre venenos naturales.
La rubia lo trató de pícaro. Le preguntó con una sonrisa, que intentaba ser maliciosa, si la idea era drogarla. Sorprendido no alcanzó a urdir una respuesta. Tuvo a la nadadora desnuda encima apretándolo con sus torneadas piernas de tenazas en un segundo. Los planes ahora eran otros, le anunció la mujer que sin dudas estaba disfrutando como nunca en su vida. La aguja quedó despojada del capuchón que la protegía. El miedo decidió a Pierre a dejar de lado cualquier disfraz. La abofeteó con la mano izquierda, la que le quedaba libre. El impacto sirvió para dejar a la rubia tendida en la alfombra insultando de manera feroz. Le sangraba la nariz. Se refugió en el baño asegurándole que si no se iba en el acto llamaría a la policía y que se olvidara de volver a verla.
Pierre escuchó cómo el sonido del agua corriendo se confundía con los insultos. No había nada más para hacer que lo que haría. Se movió rápido. Sabía por sus visitas pasadas que las puertas interiores no tenían llaves. Recogió la jeringa, entró al baño y sin pausa asestó un segundo golpe, ahora con el puño cerrado. La rubia perdió el equilibrio terminando dentro del jacuzzi. Aquel instante de zozobra fue suficiente para aplicar la poción detrás de la rodilla derecha. Tenía una hora antes de que hiciera efecto. Se lavó las manos con abundante jabón, también la cara y humedeció el espeso cabello, que comenzaba a encanecer, para poder peinarlo. Una vez que se hubo vestido recolectó el botín, agregando a los acostumbrados trofeos el reproductor de DVD. Todo fue a parar a uno de los tantos bolsos deportivos que encontró. Repasó cada cosa que pudo haber tocado con sumo cuidado. Después se guardó la gamuza en el bolsillo del pantalón.
Acomodó el inerte cuerpo de manera que pareciese que el moretón fue producto de un desmayo. Apagó las luces sin contar la del baño. Se apoderó del bolso y se fue.
La suerte lo acompañaba. Nadie lo vio salir. No contó con que la investigación estaría a cargo del comisario Lucio Mazara.
El policía, era un raro ejemplar entre la telaraña de gatillos fáciles y bandas mixtas de supuestos buenos y malos. Con cuarenta y tres años, viudo y sin hijos, dedicaba las horas a la profesión. Tenía menos amigos que dedos en la mano y su roce social se circunscribía a las veladas de los viernes en la noche para jugar algunos partidos de truco. De vez en cuando asomaba por el Siciljazz, el restauran propiedad de su hermano que se especializaba en combinar la gastronomía de la isla con la música cuyas raíces provienen del corazón de África.
Carina Knorr apareció en la clínica Santa Ángela lejos de las horas de visita. Lucio leía un libro. Tiempo después supo que había sido un regalo de Sonny, su hermano menor. Tenía un semblante distinto al que se imaginó para alguien que había sido sometido a una complicada cirugía, luego de recibir dos balas. Una de las cuales iría a todos lados con él por lo que le quedaba de vida. Lo encontró semi sentado, en camiseta, tapado apenas por una sábana celeste. Como en todo hospital la calefacción era exagerada. El envase con suero que pendía de un gancho metálico que caía desde el techo era el único indicio que hacía saber a los desprevenidos que ese ser no estaba allí de vacaciones.
El comisario Mazara escuchaba algo a través de unos pequeños audífonos. Al verla se los quitó.
Carina se disculpó por interrumpirlo. Acto seguido se presentó. Lucio sonrió dejando los auriculares sobre la mesa de luz. El libro en el que podía verse una foto en primer plano de un hombre de raza negra que miraba de soslayo cubriéndose la boca con los dedos índice y medio de una mano quedó sobre sus piernas.
Con más intenciones de parecer simpática que de conocer la respuesta se interesó por la lectura. No tenía idea de quién era y en su vida había escuchado a Miles Davis tocar la trompeta, comentó luego de oírla.
Lucio, con un aire serio de profesor universitario, le anunció que estaba perdiéndose algo de verdad muy bueno.
La periodista se acomodó en una silla y fue directo al punto como el boxeador que se concentra en castigar el ojo casi ciego por la hinchazón de su contrincante. Eso le encantó al convaleciente.
No se puede decir que el encuentro fue una entrevista. La muchacha se limitó a prestar atención y cada tanto tomaba alguna nota. Al saber que la pista fundamental que llevó a Lucio a dar con el asesino había sido un cabello perdido en uno de los dientes del peine, no pudo menos que sonreír al imaginar los posibles títulos que el reportaje llevaría. Los dos jugaron con frases tales como: por un pelo no se escapó o… nos vino al pelo y cosas por el estilo.
Después el relató llegó al punto en que el policía fue detrás del cocinero que permanecía seguro en el anonimato. La resistencia, los tiros, la muerte de Blanco y el fin de su carrera en la fuerza.
El punto final lo puso la enfermera al entrar. Era hora de los antibióticos además, el paciente tenía que descansar.
Una semana más tarde Lucio fue dado de alta. La noche siguiente, Sonny organizó una reunión en el Siciljazz. El invitado de honor no caminó solo por el medio del salón. A su lado, hermosa luciendo un pantalón liviano de lino color durazno con una blusa negra de seda que terminaba en un cuello mao y un par de zapatos oscuros de taco bajo, iba Carina Knorr
Mientras se ataba detrás de la espalda el delantal rojo que le cubría desde el pecho hasta poco más debajo de las rodillas repasaba la multitud de cosas que había vivido desde que abandonó el hospital. Dejó la policía sin el pesar que pensó que tal cambio le ocasionaría. Aceptó trabajar en el Siciljazz, después de todo en que otro lugar podría estar mejor. Su hermano tocaba la trompeta con el swing de Clifford Brown y había logrado formar un aceitado quinteto. Se sentía feliz por su próximo viaje a Nueva York. Si alguien le hubiese dicho, meses hacia atrás, que en la mitad del camino estaría dedicado por completo al arte de complacer paladares, se habría limitado a comentar como por decir algo: quién te dice por ahí sí, que sé yo. Estaba claro que no se puede escapar a lo que el destino nos ha reservado. Los Mazara eran un clan de cocineros, todos lo habían sido. La comida ocupaba un lugar importante.
Desde uno de los sitios sagrados del restó, el otro era el escenario con su piano de media cola y aquella batería que según decían fue un obsequio de Al Foster para el trompetista cuyano, Lucio intentaba hacer honor a la tradición. Los sicilianos cocinan amparados en la subjetividad. Cada preparación tiene o debe tener el toque personal de las manos que la elaboran. No se usan medidas exactas. Si sale bien, sale bien.
El otrora comisario no tenía intenciones de quebrar los ritos milenarios del lugar en donde surgió la cosa nostra. Sólo ambicionaba conseguir los mismos olores y sabores que la nona María y años después su madre, dejaban escapar de la cocina de la casa en la calle Tucumán donde vivieran siempre. Fue por tales motivos que comenzó a preocuparse lo mismo que un alquimista en las proporciones empleadas. Los fracasos fueron muchos aunque nadie se quejó. De a poco las fórmulas aparecieron y a fin de eternizarlas las plasmó sobre las hojas de un cuaderno clasificándolas por número.
Cada día recordaba como una de las poesías que había aprendido de memoria para ese acto en el que recitó frente a toda la escuela lo que los médicos dijeron sobre su caso. Todo un milagro. Un centímetro más a la derecha y chau. Al mismo tiempo que ponía todo a punto para la cena hacía un balance y se sentía afortunado. Tenía un trabajo que lo reconfortaba. Le había ganado una pelea dura a la muerte y había conocido a Carina. Puso un cd en la bandeja del equipo y levantó el volumen hasta la mitad, el “Autumn Leaves” de Miles llenó el lugar.
Encendió el horno. Lo precisaba muy caliente. No era lo más oportuno para un día que había superado sin temor los treinta y tres grados, pero siempre se podía apelar a las delicias del aire acondicionado.
Dispuso los ingredientes para la masa. Era por donde había que empezar para preparar una buena “sfinciuni”, como él decía, la verdadera pizza.
Las manos iban y venían dentro del bol confundiendo con poca delicadeza harina, levadura, aceite de oliva, un diente de ajo triturado y el sello siciliano unas gotas de jugo de limón. El timbre del teléfono lo sacó de ritmo. Era Santino, nunca lo pensaba como Sonny. Llamaba para desearle suerte y decirle que no se preocupara, que la cocina estaría muy bien sin él.
Completó la unión de los ingredientes y estiró la masa en una fuente cuadrada, la cual cubrió con un repasador. Eligió la opción, repetir en el centro musical, subió unos puntos más el sonido y se dispuso a ducharse.
Como si se hubiese tratado de algo ensayado escuchó el timbre del portero eléctrico en el preciso momento que cerraba el agua. Se rodeó la cintura con una toalla y con toda la velocidad que ahora poseía fue a atender.
La voz esperada le anunció su llegada. Todavía faltaba bastante para la hora que habían acordado. Le alegró que así fuera.
-Te abro.-contestó.
Aún con el tubo en la mano oyó un, pará, soltá, qué carajo te pasa. Seguido de un grito de Carina al que acompañó el estallido de unos vidrios.
Sin prestar atención a su desnudez casi total, atrapó el bastón y se lanzó hacía el ascensor. El aparato demoró hasta desesperarlo para llegar desde la planta baja, en donde lo abandonarán, hasta el octavo piso. El camino de regreso no fue menos largo.
Ya en la entrada tropezó con la pareja de recién casados del primero “A” que contemplaban los restos de lo que fuera una botella de vino tinto. Manuel, el encargado lavaba el piso quejándose, como lo hacía todo. Ninguno escuchó, vio o pudo decirle nada. La persona que estaba esperando había desaparecido.
Antes de ponerse cualquier ropa, llamó a la policía. En eso estaba cuando un Take five algo metálico surgió de su celular.
Una voz de hombre que ama el cigarrillo preguntó si hablaba con él.
—Sí querés ver a tu mina entera de vuelta, vení antes de media hora a la vieja estación de trenes.
El tiempo de las preguntas no existió.
Se vistió con prendas oscuras. Sacó la reglamentaría que estaba sobre el ropero en la habitación, la cargó y la enganchó en el cinturón.
Acababa de apretar otra vez el botón para traer al ascensor cuando recordó el horno.
—¡Pero será posible, la puta madre que los parió!—por poco rugió en medio del desolado pasillo.
Giró la llave del gas. Había llegado a pasos de la puerta cuando regresó. Deslizó hacia afuera el primer cajón, el de los cubiertos, y metiendo la mano por debajo encontró lo que buscaba, un cuchillo militar Botero Black. Nunca supo bien por qué lo había comprado. Tal vez esta noche obtuviera una respuesta a tal pregunta.
Sobre la mesada de granito quedaron los tomates frescos, las cebollas, los filetes de anchoas y un recipiente hermético que cobijaba dos grandes trozos de queso parmigiano y pecorino. El helado de chocolate con almendras y dulce de leche llegaría más tarde desde la esquina. A eso de las doce, doce y media.
Durante el viaje, quince minutos más o menos, todavía sentía la sensación el cosquilleo de la masa entre los dedos. Pronto tendría que cambiarla por el frío de una Colt 45.
Desde que el último vagón se alejara para no volver, la estación de trenes se transformó en un refugio para vagabundos. Unos eran hombres y mujeres, los otros perros.
Lucio agradeció la noche clara y la luna enorme. Caminó por el medio del andén, quería que lo vieran de todas partes. Bastón, pierna, bastón, la otra pierna. Gritó un: ¡Eh! anunciante de su llegada.
Las luces de un auto lo cegaron. Una sombra descendió.
—No sé te ocurra dar un paso más. —la orden la había escupido la misma boca que antes hablara por teléfono.
—Acá me tienen. ¿Qué mierda quieren de mí?
Lucio mantenía la pistola pegada a la derecha del cuerpo. Estaba listo para lo que fuera que ocurriera. El pensar que algo le podría pasar a Carina había traído de regreso al hombre que creyó haber dejado en el pasado.
—Te traemos un mensaje del Gordo Soriano.
—¡Del Gordo! Y por qué no me habló él, sin armar tanto quilombo.—cada minuto que pasaba, mas confundido estaba.
—Está con algunos problemitas. Sabía que si no era por las malas no ibas a aceptar escucharlo.
—Hablemos todo lo que quieran, pero dejen que ella se vaya. No tiene nada que ver con esto. La cosa es entre Soriano y yo.
—No le gustó nada que lo vendieras, sabés. Es un tipo muy sensible cuando se trata de temas de guita.
—Yo hice mi laburo. El Gordo es una lacra que nos ensució a todos.
El caso Soriano había sido muy comentado. Estuvo en todo los medios por más de un mes. La resonancia que alcanzó fue tanta que hasta corrió el rumor sobre el rodaje de una película basada en las andanzas del policía corrupto que estaba a la cabeza de una poderosa banda de piratas del asfalto. Lucio se infiltró en el grupo, estuvo con él cerca de un año. Llegó a ser uno de sus generales y después de haber declarado en el juicio escuchó cómo era sentenciado a veinte años. No hubo diario, revista, radio o programa de televisión que no quisiera entrevistar al siciliano, como lo apodaban. Uno de los tantos grabadores que le quitaban el aire en todos lados era sujetado por aquellos días por una inexperta Carina Knorr.
—El Gordo sabe que así es esta joda, pero ahora se vino viejo y enfermo. Dice que tenés una guita que es de él y quiere que se la devuelvas.
Quedarse con el botín de Soriano había sido la espada que pendió sobre su cabeza por mucho tiempo. Fue la salida que encontró para ayudar a Santino. Era su sangre. Un buen tipo cuyo terrible crimen había sido querer ser un músico de jazz. La suerte no siempre sabe de música, pero sin duda conoce sobre billetes. El Siciljazz así lo demostraba.
—Sacála del auto y dejáme que la vea. —dijo con el tono que antes utilizara con sus subalternos.
La puerta de atrás del vehículo se abrió para dejar salir un tipo flaquito que dio la vuelta pasando delante del haz de claridad. Sacó a la periodista tirándola del brazo. La colocaron dentro de la isla que creaban los faros. Tenía las manos atadas en la espalda.
—¿Estás bien?—preguntó el hombre que para esta hora tendría que estar proponiéndole matrimonio. Tal era el motivo de la cena.
—Sí, pero tengo miedo.—respondió la mujer.
Todo va a salir bien.—la tranquilizó.
El que tenía aspecto de liderar dijo que ya la había visto. Que querían el dinero ahora mismo.
—No lo tengo, pero decíle al Gordo que me dé un par de días. Lo voy a conseguir.
—Me parece que no entendés lo que significa apuro…
El sonido del disparo le impidió terminar la frase. Cayó de rodillas herido en el hombro derecho. El flaquito corrió a refugiarse debajo del auto.
Lucio permanecía con el brazo extendido mientras con dificultad, el suelo no era lo mejor para su bastón, se acercaba a Carina.
La mujer se apartó del hombre que se quejaba de rodillas para correr al resguardo de su futuro esposo.
—¡Carina dejáte de joder y matálo de una puta vez!—gritó enojado, sin dejar de apretarse la zona afectada.
Lucio pareció quedar clavado como tiempo atrás lo estuvieran los durmientes. La sorpresa venció sin problemas a dos décadas de oficio.
Cómo podía ser posible. No ella por el amor de Dios. Carina empuñaba un 22 corto y disparó.
La bala se le incrustó en el estomago y lo tendió de cara a la tierra. Estaba aturdido.
—Te manda saludos Pedro Blanco.—dijo la periodista al tiempo que hacía fuerza para ponerlo boca arriba.
—Y pensar que yo te lo hubiera dado todo.
Tales fueron las últimas palabras que pudo escuchar Carina Knorr antes que la hoja de doce centímetros del Botero Black le atravesara con limpieza la garganta.
© Rodolfo Tornello, junio de 2006.
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viernes, 27 de febrero de 2009
LOS QUE ESCRIBEN 1
Isabel Allende:
En el mejor de los casos la escritura intenta dar voz a quienes no la tienen o a quienes han sido silenciados, pero cuando lo hago no me impongo la tarea de representar a nadie, trascender, dar un mensaje o explicar los misterios del universo, simplemente trato de contar en el tono de las conversaciones privadas, procurando que no se me olviden el humor y la compasión, dos ingredientes necesarios para dar vida a los personajes.
No escojo el tema, el tema me escoge a mí. Mi trabajo consiste en dedicar suficiente tiempo, silencio y disciplina a la escritura para que los personajes aparezcan de cuerpo entero y hablen por sí mismos.
Carezco de un plan, no sé lo que ocurrirá. Una frase inicial entreabre una puerta por donde me asomo tímidamente a otro mundo. En los meses siguientes explorará ese territorio palabra a palabra. Los personajes, que al principio son muy borrosos, irán revelándose con sus contornos precisos, cada uno con su propia voz, su biografía, su carácter, sus mañas y grandezas, tan reales e independientes que sería inútil de mi parte tratar de controlarlos. La historia se desdoblará lentamente, un pliegue a la vez, hasta llegar a los estratos más profundos.
Ken Follet:
Algunos autores empiezan por los personajes, pero la mayoría de los escritores populares funcionamos al revés: pensamos en una historia, una idea, y luego pensamos en qué ha sucedido antes y después y quienes son estas personas, lo que quieren y desean, y así crece la historia.
No se le debe permitir al lector ni un momento de respiro. Los personajes resuelven un problema surge otro, y eso hace que los lectores den vuelta la página.
George Orwell:
Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:
1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.
2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.
3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
4. Propósito político, y empleo la palabra “político” en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.
Clarice Lispector:
Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra.
Horacio Quiroga:
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
Augusto Monterroso:
Pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y
aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.
Gabriel García Márquez:
Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector.
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
Stephen King:
Asesina las palabras y frases superfluas. Pero tampoco te pases.
Es preciso que los personajes no suenen postizos, que sean y suenen honestos, con sus lados buenos y sus lados malos. Eso hará que la gente los vea humanos, y pueda crear conexiones con ellos.
Si haces caso de los críticos, no conseguirás demasiado. Tu escritura se volverá peor y además aburrirá.
Lleva siempre un libro encima. Lee de todo. Expande horizontes. Conoce.
Escribe, escribe y escribe. No esperes que venga la invitación a escribir por parte de alguna musa anónima.
Friedrich Nietzsche:
Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.
El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.