¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calceta.
Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato; descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa.
Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después Shakespeare e incorporar la tragedia a mi repertorio, quería ser esos personajes espléndidos que después de vivir exagerando, morían en el último acto.
La idea de convertirme en monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.
En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba verme como los demás, me parecía que los objetos y las personas volvían transparentes y que las historias de los libros eran más ciertas que la realidad.
A veces me asaltaban ratos de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo y pasaba a otras dimensiones.
A los cuarenta años ya era tarde para sorpresas, mi plazo se acortaba de prisa, lo único cierto eran la mala calidad de mi vida y el aburrimiento, pero la soberbia me impedía admitirlo.
De los chales con flecos, las faldas largas y las flores en el pelo nada quedaba, sin embargo solía sacarlas sigilosamente del fondo de una maleta para lucirlas por unos minutos frente al espejo.
Eran ideas razonables, de todos modos dentro de unos veinte o treinta años, una vez secas mis pasiones, cuando ya ni siquiera recordara el mal gusto del amor frustrado o del tedio, podría retirarme tranquila.
Ese plan razonable no alcanzó a durar más de una semana.
El 8 de enero llamaron por teléfono de Santiago anunciando que mi abuelo estaba muy enfermo y esa noticia anuló mis promesas de buen comportamiento y me lanzó en una dirección inesperada.
El Tata iba ya para los cien años, estaba convertido en un esqueleto de pájaro, semiinválido y triste, pero perfectamente lúcido.
Cuando terminó de leer la última letra de la Enciclopedia Británica y aprenderse de memoria el Diccionario de la Real Academia, y cuando perdió todo interés en las desgracias ajenas de las telenovelas, comprendió que era hora de morirse y quiso hacerlo con dignidad.
Se instaló en su sillón vestido con su gastado traje negro y el bastón entre las rodillas, invocando al fantasma de mi abuela para que lo ayudara en ese trance.
Durante esos años nos habíamos mantenido en contacto mediante mis cartas tenaces y sus respuestas esporádicas.
Decidí escribirle por última vez para decirle que podía irse en paz porque yo jamás lo olvidaría y pensaba legar su memoria a mis hijos y a los hijos de mis hijos.
Para probarlo empecé la carta con una anécdota de mi tía - abuela Rosa, su primera novia, una joven de belleza casi sobrenatural muerta en misteriosas circunstancias poco antes de casarse, envenenada por error o por maldad, cuya fotografía en suave color sepia estuvo siempre sobre el piano de la casa, sonriendo con su inalterable hermosura.
Años más tarde el Tata se casó con la hermana menor de Rosa, mi abuela.
Desde las primeras líneas otras voluntades se adueñaron de la carta conduciéndome lejos de la incierta historia de la familia para explorar el mundo seguro de la ficción.
En el viaje se me confundieron los motivos y se borraron los limites entre la verdad y la invención, los personajes cobraron vida y llegaron a ser más exigentes que mis propios hijos.
Con la cabeza en el limbo cumplía doble horario en el colegio, mientras toda mi atención estaba volcada en una bolsa de lona donde cargaba las páginas que garrapateaba de noche.
Mi cuerpo cumplía sus funciones como autómata y mi mente estaba perdida en ese mundo que nacía palabra a palabra.
Llegaba a casa cuando comenzaba a oscurecer, cenaba con la familia, me daba una ducha y luego me sentaba en la cocina o en el comedor frente a una pequeña máquina portátil, hasta que la fatiga me obligaba a partir a la cama.
Escribía sin esfuerzo alguno, sin pensar, porque mi abuela clarividente me dictaba.
A las seis de la madrugada debía levantarme para ir al trabajo, pero esas pocas horas de sueño eran suficientes; andaba en trance, me sobraba energía, como si llevara una lámpara encendida por dentro.
La familia oía el golpeteo de las teclas y me veía perdida en las nubes, pero nadie hizo preguntas, tal vez adivinaron que yo no tenía respuesta, en verdad no sabía con certeza qué estaba haciendo, porque la intención de enviar una carta a mi abuelo se desdibujó rápidamente y no admití que me había lanzado en una novela, esa idea me parecía petulante.
Llevaba más de veinte años en la periferia de la literatura -periodismo, cuentos, teatro, guiones de televisión y centenares de cartas- sin atreverme a confesar mi verdadera vocación; necesitaría publicar tres novelas en varios idiomas antes de poner "escritora" como oficio al llenar un formulario.
Cargaba mis papeles para todas partes por temor a que se extraviaran o se incendiara la casa; esa pila de hojas amarradas con una cinta era para mí como un hijo recién nacido.
Un día, cuando la bolsa se había puesto muy pesada, conté quinientas páginas, tan corregidas y vueltas a corregir con un liquido blanco, que algunas habían adquirido la consistencia del cartón, otras estaban manchadas de sopa o tenían añadidos pegados con adhesivo, que se desplegaban como mapas, bendita computadora, que hoy me permite corregir siempre en limpio.
No tenía a quién mandar esa extensa carta, mi abuelo ya no estaba en este mundo.
Cuando recibimos la noticia de su muerte sentí una especie de alegría, eso era lo que él deseaba desde hacía años, y seguí escribiendo con más confianza, porque ese viejo espléndido se había encontrado por fin con la Memé y los dos leían por encima de mi hombro.
Los comentarios fantásticos de mi abuela y la risa socarrona del Tata me acompañaron cada noche.
El epílogo fue lo más difícil, lo escribí muchas veces sin dar con el tono, me quedaba sentimental, o bien como un sermón o un panfleto político, sabía qué quería contar, pero no sabía cómo expresarlo, hasta que una vez más los fantasmas vinieron en mi ayuda.
Una noche soñé que mi abuelo yacía de espalda en su cama, con los ojos cerrados, tal como estaba esa madrugada de mi infancia cuando entré a su cuarto a robar el espejo de plata.
En el sueño yo levantaba la sábana, lo veía vestido de luto, con corbata y zapatos, y comprendía que estaba muerto, entonces me sentaba a su lado entre los muebles negros de su pieza a leerle el libro que acababa de escribir, y a medida que mi voz narraba la historia los muebles se convertían en madera clara, la cama se llenaba de velos azules y entraba el sol por la ventana.
Desperté sobresaltada, a las tres de la madrugada, con la solución: Alba, la nieta, escribe la historia de la familia junto al cadáver de su abuelo, Esteban Trueba, mientras aguarda la mañana para enterrarlo.
Fui a la cocina, me senté ante la máquina y en menos de dos horas escribí sin vacilar las diez páginas del epílogo.
Dicen que nunca se termina un libro, que simplemente el autor se da por vencido; en este caso mis abuelos, molestos tal vez al ver sus memorias tan traicionadas, me obligaron a poner la palabra fin.
Había escrito mi primer libro.
No sabía que esas páginas me cambiarían la vida, pero sentí que había terminado un largo tiempo de parálisis y mudez.
Até la pila de hojas con la misma cinta que había usado durante un año y se la pasé tímidamente a mi madre, quien volvió a los pocos días preguntando, con expresión de horror, cómo me atrevía a revelar secretos familiares y a describir a mi padre como un degenerado, dándole además su propio apellido.
En esas páginas yo había introducido a un conde francés con un nombre escogido al azar: Bilbaire.
Supongo que lo oí alguna vez, lo guardé, en un comportamiento olvidado y al crear al personaje lo llamé así sin la menor conciencia de haber utilizado el apellido materno de mi progenitor.
Con la reacción de mi madre renacieron algunas sospechas sobre mi padre que atormentaron mi niñez.
Para complacerla decidí cambiar el apellido y después de mucho buscar encontré una palabra francesa con una letra menos, para que cupiera con holgura en el mismo espacio, pude borrar Bilbaire con corrector en el original y escribir encima Satigny, tarea que me tomó varios días revisando página por página, metiendo cada hoja en el rodillo de la máquina portátil y consolándome de ese trabajo artesanal con la idea de que Cervantes escribió El Quijote con una pluma de pájaro, a la luz de una vela, en prisión y con la única mano que le quedaba.
A partir de ese cambio mi madre entró con entusiasmo en el juego de la ficción, participó en la elección del título La casa de los espíritus y aportó ideas estupendas, incluso algunas para ese conde controversial.
A ella, que tiene una imaginación morbosa, se le ocurrió que entre las fotografías escabrosas que coleccionaba ese personaje había una llama embalsamada cabalgando sobre una mucama coja.
Desde entonces mi madre es mi editora y la única persona que corrige mis libros, porque alguien con capacidad de crear algo tan retorcido merece toda mi confianza.
También fue ella quien insistió en publicarlo, se puso en contacto con editores argentinos, chilenos y venezolanos, mandó cartas a diestra y siniestra y no perdió la esperanza, a pesar de que nadie se dio la molestia de leer el manuscrito o de contestarnos.
Un día conseguimos el nombre de una persona que podía ayudarnos en España.
Yo no sabía que existieran agentes literarios, la verdad es que, como la mayor parte de los seres normales, tampoco había leído critica y no sospechaba que los libros se analizan en universidades con la misma seriedad con que se estudian los astros en el firmamento.
De haberlo sabido, no me habría atrevido a publicar ese montón de páginas manchadas de sopa y corrector liquido, que el correo se encargó de colocar sobre el escritorio de Carmen Balcells en Barcelona.
Esa catalana magnífica, madraza de casi todos los grandes escritores latinoamericanos de las últimas tres décadas, se dio el trabajo de leer mi libro y a las pocas semanas me llamó para anunciarme que estaba dispuesta a ser mi agente y advertirme que si bien mi novela no estaba mal, eso no significaba nada, cualquiera puede acertar con un primer libro, sólo el segundo probaría que yo era una escritora.
Seis meses más tarde fui invitada a España para la publicación de la novela.
El día antes de partir mi madre ofreció a la familia una cena para celebrar el acontecimiento.
A la hora de los postres el tío Ramón me entregó un paquete y al abrirlo apareció ante mis ojos maravillados el primer ejemplar recién salido de las máquinas, que consiguió con malabarismos de viejo negociante, suplicando a los editores, movilizando a los Embajadores de dos continentes y utilizando la valija diplomática para que me llegara a tiempo.
Es imposible describir la emoción de ese momento, basta decir que nunca más he vuelto a sentirla con otros libros, con traducciones a idiomas que creía ya muertos, o con las adaptaciones al cine o al teatro, ese ejemplar de La casa de los espíritus con una franja rosada y una mujer con pelo verde tocó mi corazón profundamente.
Aún recuerdo la pregunta inicial en la entrevista que me hizo el más renombrado crítico literario del momento: ¿Puede explicar la estructura cíclica de su novela ? Debo haberlo mirado con expresión bovina porque no sabía de qué diablos me hablaba, creía que sólo los edificios tienen estructura y lo único cíclico de mi repertorio eran la luna y la menstruación.
Poco después los mejores editores europeos, desde Finlandia hasta Grecia, compraron la traducción y así se disparó el libro en una carrera meteórica.
Se había producido uno de esos raros milagros que todo autor sueña, pero yo no alcancé a darme cuenta del éxito escandaloso hasta año y medio más tarde, cuando ya estaba a punto de terminar una segunda novela nada más que para probar a Carmen Balcells mi condición de escritora.
En ese tiempo sin amor encontré evasión en la escritura.
Mientras en Europa mi primera novela se abría camino, yo seguía escribiendo de noche en la cocina de nuestra casa en Caracas, pero me había modernizado, ahora lo hacía en una máquina eléctrica.
Comencé De amor y de sombra el 8 de enero de 1983 porque ese día me había traído suerte con La casa de los espíritus, iniciando así una tradición que todavía mantengo y no me atrevo a cambiar, siempre escribo la primera línea de mis libros en esa fecha.
Ese día trato de estar sola y en silencio por largas horas, necesito mucho tiempo para sacarme de la cabeza el ruido de la calle y limpiar mi memoria del desorden de la vida.
Enciendo velas para llamar a las musas y a los espíritus protectores, coloco flores sobre mi escritorio para espantar el tedio y las obras completas de Pablo Neruda bajo la computadora con la esperanza de que me inspiren por ósmosis; si estas m quinas se infectan de virus no hay razón para que no las refresque un soplo poético.
Mediante una ceremonia secreta dispongo la mente y el alma para recibir la primera frase en trance, así se entreabre una puerta que me permite atisbar al otro lado y percibir los borrosos contornos de la historia que espera por mí.
En los meses siguientes cruzaré el umbral para explorar esos espacios y poco a poco, si tengo suerte, los personajes cobrarán vida, se harán cada vez más precisos y reales, y se me irá revelando el cuento.
Ignoro cómo y por qué, escribo, mis libros no nacen en la mente, se gestan en el vientre, son criaturas caprichosas con vida propia, siempre dispuestas a traicionarme.
No decido el tema, el tema me escoge a mí, mi labor consiste simplemente en dedicarle suficiente tiempo, soledad y disciplina para que se escriba solo.
Así sucedió con mi segunda novela.
En 1978 fueron descubiertos en Chile, en la localidad de Lonquén a pocos kilómetros de Santiago, los cuerpos de quince campesinos asesinados por la dictadura y ocultos en unos hornos de cal abandonados.
La Iglesia Católica denunció el hallazgo y estallo el escándalo antes que las autoridades pudieran acallarlo, era la primera vez que aparecían los restos de algunos desaparecidos y el dedo tembleque de la justicia chilena no tuvo más remedio que señalar a las Fuerzas Armadas.
Varios carabineros fueron acusados, llevados a juicio, condenados.
Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra.
Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción.
En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas.
No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una.
Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura.
Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias.
Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.
Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda.
Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas.
Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba.
Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura.
No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué.
El libro fue publicado en 1984.
Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet.
Una noche son el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado.
En un rincón de la terraza me conté que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, haba ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.
-Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo.
Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido.
¿ Cómo lo supo usted ? -me preguntó .
-Me lo soplaron los muertos -repliqué, pero no me creyó.
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