lunes, 9 de abril de 2012

Departamento H (Cuento fantástico)

La muchacha, morocha y bonita, no había visto nunca al hombre que venía a buscar. Sólo sabía que sería la persona que llevara un diario doblado debajo del brazo izquierdo. Consultó su reloj. Había llegado con tiempo de sobra. Entró y pidió un café con leche con dos medialunas. Un minuto antes de la hora fijada se abrió la puerta. Un minuto después volvió a abrirse. En las dos ocasiones fue para dar paso a hombres que llevaban un diario doblado debajo del brazo izquierdo. La muchacha tenía la misión de llevarlo con ella hasta el departamento H. Le gustaba la idea de saber que gracias a ella y su trabajo muchas personas podrían vivir mucha mejor sus vidas. Fue por ser fiel a esa idea que decidió desobedecer el último consejo que le diera su madre antes de morir.
—No uses tus poderes. Te pondrás en peligro.
La muchacha se puso de pie. Dejó un par de billetes sobre la mesa y caminó en dirección a uno de los hombres que tomaba un submarino en la barra. Cuando estuvo a escasos centímetros de él, fingió un tropiezo y para intentar no caerse se apoyó en su hombro.
— ¡Uy! Discúlpeme — exclamó la muchacha.
— Todo bien — respondió el hombre, exhibiendo una paternal sonrisa.
Una vez en la calle de dedicó a esperar. El segundo hombre era a quien había venido a buscar.


Al fin salió, pensó la muchacha. Con el correr de los días sabría que era un hombre habituado a soportar el dolor y además sabría que tenía la manera de eludir sus poderes, pero eso no la detendría porque, a pesar de todo, ella se sabía capaz de modificar el destino.
Lo vio hacer señas a un taxi para que se detuviera y lo escuchó insultar cuando el vehículo pasó a su lado ignorándolo.
— Está tremendo para conseguir un taxi a estas horas — comentó la muchacha, quien se había puesto al lado del hombre.
Este le dedicó una mirada escrutadora de pies a cabeza y sin duda alguna aprobó la exploración.
— ¿Usted también necesita un taxi? — quiso saber el hombre.
— Sí. Hace rato que esperó y para colmo de males tengo que llegar a la otra punta de la ciudad antes de una hora — terminó la frase con una sonrisa amable.
— Entiendo, entiendo. Si le parece podemos compartir uno, cuando logremos que pare.
La muchacha volvió a sonreír.
— ¡Uff! No sabe el favor que me haría.
Diez minutos después ambos ocupaban el asiento trasero de una Partner. La muchacha siempre cordial y hablando hasta por los codos comentó que tenía que hacer una parada previa para retirar varias cajas pesadas del departamento de una amiga para llevarlas hasta su trabajo. El hombre no tenía intenciones de modificar sus planes y dudó unos instantes antes de ofrecerse a ayudarla, pero luego decidió hacerlo. Entraron en un edificio antiguo cuyo ascensor era de esos que tienen dos puertas de rejas corredizas. La muchacha ingresó primero y al hacerlo fue rozada por el hombre; lo que vio la horrorizó.
— Está bien, señorita — se interesó el hombre.
— Debe ser que estoy un poco cansada y además este frio me pone mal.
— En cambio a mí, me encanta el invierno.
La muchacha recordó la imagen que acababa de ver, el hombre a su lado detrás de alguien que arrodillado esperaba una bala en la cabeza. A su alrededor nieve y más nieve por todos lados.
Subieron los siete pisos. Caminaron por un pasillo angosto con paredes que mostraban unas añejas manchas de humedad y llegaron hasta una puerta de madera bastante estropeada identificada con una gran letra H.
—La verdad no tengo palabras para agradecerle — declaró la muchacha después de hacer girar dos veces la llave en la cerradura.
— No se haga problema, hoy por ti, mañana por mí como dice el dicho.
La muchacha abrió. El lugar estaba vacío y en penumbras. Después de comprobar que no había electricidad el hombre fue hasta una de las ventanas y la abrió de par en par para dejar que la luz entre.
— Las cajas están en la habitación del fondo, por este pasillo — anunció la muchacha.
— Allá vamos, entonces — respondió el hombre ajeno a lo que estaba a punto de sucederle.
Una vez dentro, el hombre alzó la que parecía ser la más pesada de todas las cajas.
— Las más chicas están en un armario detrás de la puerta. De esas me encargo yo — comentó la muchacha volviendo a valerse de su amplia sonrisa.
— Me parece muy bien — respondió el hombre también sonriente y quizás hasta imaginando cómo pensaba cobrarse el favor.
— ¡Que extraño! —dijo la muchacha avanzando cautelosamente— ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
— ¡Dios mío! — dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Viernes...

Un viernes de enero, de esos viernes de enero que no golpeaba el calor con la fuerza tenaz con la que puede esperarse para un viernes de enero, quedaron de acuerdo para encontrarse.
Iban a verse cara a cara por primera vez. Iban a dejar de ser extraños conocidos y contando con la ayuda de la fortuna, esa diosa poco convencional y todo su sequito, tal vez pudiesen comenzar a caminar el sendero de la amistad y tal vez ese camino los llevaría mucho más lejos de donde pudieran haberlo hecho sus propios pies.
Pero como a veces sucede en las historias que hemos escuchado desde niños relatadas por todo tipo de personas las cosas no siempre ocurren como fueron planeadas y en esta, nuestra historia, así sucedió.
Sería bueno recordarles impacientes lectores que los días en los cuales se enmarca el relato que intento contarles son días en donde la tecnología les ha permitido a las personas conocer casi todo de miles de otras personas sin ni siquiera haberse cruzado jamás en una verada o haberse rozado un hombro en el colectivo repleto que se aborda para volver a casa todos los mediodías.
Así la pareja que pensaba reunirse y con algo de suerte y viento a favor transformarse en amigos ya había establecido lo que llamaremos el contacto a través de mensajes escritos utilizando los teléfonos celulares; que si bien y esto es más que justo decirlo, no tenían el encanto de la correspondencia mantenía en las épocas en que el papel y la tinta se usaban para llevar la vida de un ser hasta los ojos de otro que esperaba con vehemencia saber sobre quien remitía; eran un medio eficaz para satisfacer las primeras curiosidades mutuas de los protagonistas de nuestra historia.
La hora en la que debía comenzar la cuenta atrás se pactó para pasadas las diez de la noche. Él, nuestro protagonista, a quién llamaremos H, ya que no estamos del todo seguros, curiosos lectores, de poder hacer público su nombre; decidió dar el primer paso activando los mecanismos del futuro encuentro con un mensaje idéntico a los que ya hemos mencionado antes en esta sucesión de hechos. Ella, nuestra protagonista, será conocida por ustedes como G, por los idénticos motivos de falta de seguridad sobre si nos está permitido o vedado develar su nombre, respondió diciendo que viajaba hacia su casa y que ni bien pusiera un pie en ella le daría noticias. Algún tiempo después así lo hizo, desconociendo que la que se había hecho famosa por ser la más caprichosa de aquellas deidades que moraban en el Olimpo movería su mano derecha para que a raíz de este pequeño gesto suene el teléfono en casa de R. La conversación que mantuvo lo alejó por largos minutos de la posibilidad de responder el mensaje de G y cuando al fin pudo hacerlo, no obtuvo respuesta. La alternativa que eligió luego de maldecir a la diosa que mueve los hilos de eso que los hombres de hoy llaman suerte, fue sentarse a esperar.
Fue así como esperó, esperó y esperó sin saber qué otra cosa le estaba permitido hacer más que esperar. Antes de darse por vencido probó con escribir un nuevo mensaje. Este le fue muy pronto respondido y gracias a su lectura supo que G también esperó, esperó y esperó y en este esperar se durmió.
Los desencuentros que para pasar el rato había propiciado la diosa encargada de guiar los destinos del mundo hicieron que ese viernes de enero, de esos viernes de enero que no golpeaba el calor con la fuerza tenaz con la que puede esperarse para un viernes de enero, G y H no lograsen encontrarse, pero no se desanimen angustiados lectores, porque al parecer un martes de estos puede suceder.

jueves, 9 de febrero de 2012

ASÍ, CASI SIN QUERER...

Se miró por quinta vez en el espejo. Sin duda era él quien estaba en aquel reflejo pálido. Revolvió el cabello con su mano izquierda, acomodó los anteojos con un leve toque hacia arriba y tras dar media vuelta apagó la luz y recorrió los diez o doce pasos que lo separaban de la puerta que daba al pasillo que daba a la calle.
Era un hombre que como tantos otros no necesitaba mucho para sentirse bien. La vida lo puso a prueba más veces de las que estaba dispuesto a reconocer, pero siempre pudo, supo o quiso salir adelante. Levantar la cabeza, secarse las lágrimas y volver a ofrecer la cara al viento y a las oportunidades que estaban ahí; nada más era cuestión de estirar una mano para poder asirlas con la fuerza de una tormenta que ruge.
Así, casi sin querer, había sabido de ella y casi, sin querer, la invito a saber de él. Le contó sobre todo lo que amaba y le dijo que jamás, jamás bailaba. Supo que su nombre era María y supo que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Así, casi sin querer, fueron pasando los días, ella trabajaba y soñaba con las vacaciones que no llegaban y no llegaban. Él vacacionaba y esperaba cada mañana para escribirle un “hola” o cualquier otra frase con pretensiones de ser ingeniosa, divertida o con algún otro ingrediente que hiciese que ella, la que se llamaba María, se sintiera sorprendida y así, casi sin querer, no podría hacer otra cosa más que responder y entonces, él también respondería, siempre pensando que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Las vacaciones de ella al fin la visitaron y el trabajo de él volvió a buscarlo para ponerlo de regreso en ese mundo repleto de alaridos metálicos en el que había elegido vivir.
Un tiempo después todo estuvo dispuesto para que él develara su intriga de saber cómo era ella cuando se reía. Antes de salir, se miró por quinta vez en el espejo. Sin duda era él quien estaba en aquel reflejo pálido. Revolvió el cabello con su mano izquierda, acomodó los anteojos con un leve toque hacia arriba y tras dar media vuelta apagó la luz y recorrió los diez o doce pasos que lo separaban de la puerta que daba al pasillo que daba a la calle.
Rodolfo Tornello.

sábado, 25 de septiembre de 2010

UN POCO MÁS DE SEIS. (Cuento)

Puso el revólver encima del escritorio y lo vació. Sentado, meditativo, fingiendo empeño estuvo haciendo caer el percutor hasta que empezó a declinar la sosegada tarde de invierno. A su alrededor todo era silencio endurecido que lamían perros, gatos y las bocinas lejanas. Volvió a poner las balas en su lugar y esperó.
En una época, más de tres décadas atrás, había sido un hombre bueno, pero todo eso terminó cuando se apagaron los ojos de Marta. Terminó cuando sintió que sus manos se teñían del rojo que había dado vida a la única mujer que había amado.
La tarde, una tarde tan o más sosegada que ésta, en la que volvió del cementerio, su vida giró para no volver jamás al punto en el que se encontraba. Abrió la puerta y fue cuando lo comprendió todo. Sólo entonces comprendió que ella ya no estaría allí para sonreírle con su gesto de sueño todavía pegado en la piel de cada mañana. Que los ojos verdes más bellos que jamás nadie haya podido disfrutar no volverían a mirarlo de esa extraña y tan especial manera. Las lágrimas se escapaban sin contención durante varios días con todas sus noches. El dolor que sentía era intenso y parecía que no iba a abandonarlo a pesar de los litros y litros de whisky que ingería para ahogarlo. No fueron pocas las veces en que estuvo a punto de acabar con todo hasta que decidió hacer algo al respecto.
Era imposible que Manuel Vergara pudiera ni siquiera suponer que los actos que tuvieron comienzo un caluroso 4 de febrero iban a convertirlo en una leyenda. Cómo podía imaginar un hombre que se ganaba la vida vendiendo diarios y revistas, que era servicial y alegre por demás; cuyo anhelo más preciado había sido formar una gran familia, que por acallar los gritos de venganza que aullaban en su interior se vería lanzado hacía un mundo en el que no se sintió, como él imaginaba, un ser fuera de foco sino que se movió como alguien que conocía el terreno que pisaba a cada paso que daba. No fue un asunto difícil convertir en billetes todos los bienes que poseía. Se fue del barrio y se instaló en un monoambiente que miraba al turbio río. Por aquellos días comenzó una costumbre que lo mantendría con vida hasta mucho más allá de los ochenta, se renombró Aldo Arraga, en honor al nombre que figuraba en el documento que había tomado de la billetera de un anciano que ya había olvidado el significado de la palabra precavido. Colocar su cara en lugar de la del viejo fue de lo más sencillo. Con el correr de los años su colección de documentos de identidad y pasaportes robados se acrecentó hasta ocupar varios cajones de un viejo aparador. El mismo que la policía destrozó al dar con él.
Haberse trazado un objetivo hizo que el diariero descubriera que poseía cualidades que no hubiera soñado. Entre ellas la que más útil le resultó fue su total impiedad. Dos años después de haber quedado solo regresó al cementerio, no llevaba flores, ya no creía en esos rituales.
—No voy a quedarme mucho rato.—dijo mirando hacía la lápida en donde estaba tallado el nombre de la que fuera su esposa— Nada más vine a decirte que podés descansar en paz. —
Luego de pronunciar éstas palabras dio media vuelta y nunca se lo volvió a ver por allí.



Una mañana, mientras caminaba a la orilla del río, un auto que llevaba los vidrios oscuros se le puso a la par. La ventanilla del acompañante descendió para dejar ver la cara de un muchacho joven que de niño había tenido viruela. Se identificó como empleado del hombre al que por más de un mes había estado buscando, deambulando por el puerto y haciendo preguntas, ofreciéndose para trabajar.
Quince días después de aquel suceso, los diarios, las radios y los noticieros de televisión hacían saber a la población que el poderoso empresario metalúrgico Luis Saccardi había muerto en su casa de Punta del Este. Lo que no se decía era que el dedo que se apoyó sobre el sensible gatillo del Zastava M-76 a más de trescientos metros de distancia, provenía de la mano izquierda de un hombre triste que una vez amó a una mujer de bellos ojos verdes llamada Marta.
Los encargos que involucraban armas de fuego y absoluta discreción se sucedían con la regularidad con la que una ficha de domino golpea a su compañera para crear un raro efecto de cascada. Nunca dejaba una huella y pocas personas lo habían visto de cerca. Perfeccionó un sistema que consistía en publicar un anuncio clasificado en el Diario El Nacional de los Domingos. El texto debía solicitar información sobre un hermano extraviado y contar con un número telefónico de contacto. Una vez que este se realizaba, si el cliente aceptaba la tarifa, el que una vez respondiera al nombre de Manuel Vergara se ponía en marcha. Cuando su tarea se había completado, el dinero era depositado en una cuenta bancaria del banco Galicia, a nombre de Juan Pérez. Hubo empleadores que no vieron la necesidad de realizar la transacción una vez que quien les incomodaba, como una piedra dentro del calzado, había dejado de hacerlo. El antiguo vendedor de revistas de chismes los encontró y se ocupó por que fuera su cara lo último que pudieran ver.
El prestigio del asesino creció de tal modo que su nuevo oficio lo llevó por el mundo. Michel Vieux, un gordo y avaro empresario de Marsella, con aires de jefe de jefes, pensó que era una excelente idea no pagar los honorarios que adeudaba por un trabajo bien hecho. Tuvo la fortuna de vivir hasta que la Sureté lo encontró. Michel Vieux habló sin descanso, lo contó todo a cambio de ser incluido en un plan de protección para testigos. El arma de alquiler más buscada tenía ahora un rostro y un nombre. Tendrían que pasar muchos inviernos para que lo ubicaran en el mismo lugar en donde todo había dado inicio. Un sitio repleto de recuerdos y silencio que lamían perros y gatos acompañados por bocinas lejanas.
Manuel Vergara oyó las frenadas de los autos y contó cada una de las pisadas que había escaleras arriba. Cuando la puerta se vino en picada los esperó y les escupió las balas con absoluta certeza, pero ellos, los de la Interpol, eran un poco más de seis.
 Rodolfo Tornello

jueves, 23 de septiembre de 2010

OTRA HISTORIA DE AMOR... (Cuento)

Mil naves avanzaban con la proa mirando a la guerra. En ellas viajaban cientos de miles de hombres valientes. Muchos desconocían que, a partir de las hazañas que protagonizarían en los diez años que tendrían por delante, iban a quedar en la historia para la eternidad, que sus nombres se recordarían por siglos y siglos en el futuro, un futuro repleto de máquinas que no podían ni siquiera llegar a imaginar, su condición de héroes.
Primero vino el desembarco, después fue el tiempo se sitiar la ciudad. Allí, de a poco, los hombres fueron viendo morir frente a ellos a otros hombres durante nueve años.
Después vinieron días y días con sus noches en los que no ocurrió demasiado, o al menos nada de importancia que merezca ser incluido en este relato.
La década fuera de los hogares comenzó a hacerse sentir en el cuerpo de los guerreros, pero más que nada en sus corazones. Uno de ellos, el hijo de un rey que iba a morir gracias a que una flecha enemiga le atravesara el talón, decidió alejarse de la batalla debido a la discusión que mantuviera con el rey de la ciudad situada en la llanura de la Argólida, en el noreste del Peloponeso. Las tropas se alteraron; cada uno de los soldados, excepto uno al que llamaban Oileox, un muchacho alto y delgado como una vara, con el cabello ondulado y rebelde, tan negro como la misma noche. Él no necesitaba ningún semidios que le infundiese confianza. Él había venido a buscar algo más que honor. Él había subido a una de las mil naves que avanzaban por amor.
Cuando el hijo mayor del rey de la ciudad asediada luchó hasta morir con el comandante de los Mirmidones, el revuelo fue de tal magnitud que nadie notó al joven de aspecto tímido que se coló detrás de los muros de la ciudad, que sería incendiada para dar fin a la lucha por un puñado de hombres a las ordenes de otro rey, un rey que pasaría mil peripecias para conseguir ver de nuevo su reino y disfrutar del amor de su reina, pero esa, esa es otra historia…
No era la primera vez que Oileox había recorrido ese trayecto. Un año después del desembarco, valiéndose de los servicios de los Ojeadores, un clan que vendía sus artes en el mundo del espionaje tanto a uno como a otro bando, le hizo llegar a Telmanida, su amada, una carta en la que le hacía saber que estaba allí y que había venido por ella, para llevarla lejos de la esclavitud en la que vivía como criada de la reina.
Los jóvenes se habían conocido en una fiesta que reunió a todos los reyes de la península. Oileox, hijo de Oilemox, el famoso cocinero real, fue el encargado de servir los platos. Y apenas posó la vista en la mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas, supo que nada ni nadie lo mantendría alejado de esa mujer.
Al llegar a los aposentos de la reina, encontró a Telmanida sentada bordando. Supo que su majestad había tenido que ausentarse un momento, pero que volvería en cualquier instante. Oileox la abrazó, la besó y le explicó su plan.


Es el año 2007, en una calle céntrica de alguna de las grandes ciudades de la península las personas caminan. Caminan para ir al trabajo, caminan para ir a la escuela, caminan para hacer compras y algunas solamente caminan por caminar. Entre los miembros de este último grupo está Silvia, una mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas. Tenía el pasatiempo de mirar a la gente por la calle o cuando viajaba en el colectivo. Disfrutaba imaginando cómo serían sus vidas y siempre terminaba preguntándose si acaso se sentirían tan solos y tan tristes como ella.
Desde chica Silvia había experimentado la sensación de sentirse fuera de lugar en todos los lugares.

—Mira que sos rara vos. — le decían de manera alternada una vez su padre, una vez su madre, y de tanto en tanto alguno de sus hermanos o primos.
Buscaba algo, pero le era imposible descubrir de qué se trataba ese algo. No era para nada una persona rara. Era una persona triste. Triste por no poder dar con ese algo que buscaba. Se detuvo a ver una vidriera, en realidad muy poco interesa por las prendas que vestían los maniquíes con toda la intención de convencerla para que las comprara; fue entonces cuando sus ojos se posaron en la figura que se reflejaba en el cristal: era un hombre, más o menos de su misma edad, corpulento y con aspecto de buena gente. Para sorpresa de Silvia los ojos de él también habían encontrado los suyos. Dio media vuelta y sin pensarlo demasiado lo saludó con un “Hola” resuelto, que le fue respondido de inmediato.
Ninguno de los dos supo muy bien cómo ocurrió pero desde ese momento no volvieron a separarse, fueron tan unidos como los dedos de la mano. Sentían conocerse desde siempre. La vejez los encontró juntos y rodeados de familia. Su hijo los colmó de alegría casándose con una mujer que dio a luz a una niña preciosa, la cual con el paso de los años de los años se transformó en una mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas. De la abuela, la nieta no heredó el nombre, pues sus padres la llamaron Telmanida, pero sí ese gusto por mirar a la gente por la calle o cuando viaja en colectivo. La niña tampoco había heredado el carácter melancólico de su abuela; al contrario, era alegre y muy charlatana. En su larga vida, repleta de aventuras, que se prolongó casi por un siglo, se hizo de muchos y muy buenos amigos. El único amor que conoció fue el que le brindó sin restricciones un muchacho alto y delgado como una vara, con el cabello ondulado y rebelde, tan negro como la misma noche, hijo de un cocinero que tuvo que convertirse en soldado a la fuerza cuando en el 2038, en la ciudad situada en la llanura de la Argólida, en el noreste del Peloponeso, se produjo un conflicto armado debido a la escasez de agua.

© Rodolfo Tornello.

miércoles, 28 de abril de 2010

LOS CONSEJOS DE NANCY KRESS


  1. Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos cinco minutos por día.
  2. Escribe el tipo de ficción que amas leer.
  3. No esperes a la inspiración para comenzar.
  4. Escribir es reescribir. Siempre.
  5. Escucha todas las críticas con la mente bien abierta.
  6. Lee todo lo que puedas. Y más también.
  7. No sigas las tendencias en boga. Cuenta las historias que desees y como desees.
  8. Dedica especial atención al primer párrafo. El que pega primero, pega dos veces.
  9. Trata de “convertirte” en tus personajes mientras los escribes.
  10. No te desanimes ante un rechazo. Al noventa por ciento de los escritores más exitosos les dijeron al menos una vez que se dedicaran a otra cosa.

martes, 8 de diciembre de 2009

DIEZ PALABRAS QUE MARCARON LA OBRA DE ROA BASTOS




EXILIO:
“En este largo exilio [de casi 50 años debido a la dictadura militar en Paraguay] hice toda mi obra”.

LITERATURA:
"La literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura un mero y solitario pasatiempo para los que escriben y para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino también un modo de influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imaginación que en la realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes".

ESCRITOR:
"De Cervantes aprendí a evitar la facilidad de ser un escritor profesional, en el sentido de un productor regular de textos; a escribir menos por industria que por necesidad interior, menos por ocupar espacio en la escena pública que por mandato de esos llamados hondos de la propia fisiología creativa que parecieran trabajar por fotosíntesis, como en la naturaleza. ¿Serán estos llamados los que también a veces por soberbia desoímos?"

MADUREZ:
"De todos modos no están sujetos estos llamados a la puntual regularidad de las estaciones de cualquier especie que fueren, sino a los centros de luz y de calor de cada época de la vida; a la madurez de cada etapa en la literatura de un autor. Entre estos momentos creativos intermitentes del escritor no profesional se interponen los obstáculos del propio vivir, los imperativos de la subsistencia".

VACÍO:
"Hay también esos vacíos interiores, esos silencios tenaces que pueden durar toda una vida, puesto que se confunden con ella; silencios involuntarios, eclipses de la voluntad, visitados siempre por el remordimiento de una culpa no elegida, pero tampoco ineludible".

OFICIO:
"A causa de estas alternativas involuntarias, no puedo considerarme más que un artesano. Lo que también es mucho decir. Un artesano entregado, cuando puede al oficio de modelar en símbolos historias fingidas, relatos a medias inventados; historias imaginarias de sueños reales, de lejanas y recurrentes pesadillas".

EXISTENCIA:
"Estas incursiones de la escritura tratan de penetrar lo más profundamente posible bajo la piel del destino humano, de las experiencias vividas, del siempre renovado enigma de la existencia, creando su propia realidad sin perder por ello su carácter imaginario de "historias fingidas", como decía Cervantes, de las que él mismo escribía".

REALIDAD:
"Escribir un relato no es describir la realidad con palabras, sino hacer que la palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los mundos imaginarios de la fábula".

FANTASÍA:
"Esta combinatoria de espejos [en referencia a Don Quijote de la Mancha] nos muestra, en la primera novela de los tiempos modernos, la escena dentro de la escena: Don Quijote va a la imprenta a ver cómo salen en letras de molde sus próximas aventuras. Innumerables figuras atraviesan los espejos y funden la ficción con la realidad en el azogue verberante de la fantasía".

PERSONAJES:
"De allí salen, sin embargo, esos personajes, tan reales, a quienes uno siente que podría darles la mano en cualquier esquina del universo. Mirar las cosas del revés es como mirarlas al trasluz de la propia vida interior, llena de ojos invisibles pero visionarios. Mirar las cosas del revés, pero en su justo derecho, es lo que supo hacer Cervantes".



Fuente:
Fragmentos del discurso de Roa Bastos en la entrega del Premio Cervantes de las Letras en 1989.