viernes, 26 de diciembre de 2008

A LA CIUDAD Y AL MUNDO

Casi todos los cardenales que integrarían el cónclave ya estaban en Roma. Procedían de más de cincuenta países de todo el mundo.
Eran ciento treinta y cinco los príncipes de la Iglesia que aún no habían alcanzado la edad de ochenta años; se hallaban aptos para elegir un nuevo sucesor de Pedro, el pescador.
La ciudad- Estado del Vaticano hervía de gente. De cada cinco personas, tres vestían ropas de clérigos; muchos de ellos eran asistentes de los purpurados.
Luis Ortega era uno de esos seres que se movía entre tan espeluznante cantidad de hombres y mujeres. Se había agenciado una holgada sotana negra que le permitía ocultar una daga recién afilada y un cable de acero.
Según lo establece el derecho canónico deben transcurrir once días, una vez muerto el Papa, para que el Sacro Colegio Cardenalicio se reúna bajo llave, ese es el significado latino de la palabra cónclave, y se disponga a proclamar al siguiente vicario de Cristo. El lugar suele ser la Capilla Sixtina.
De esos once días, tres habían quedado atrás. En la mañana de la cuarta jornada un avión de Air France depositó a uno de los objetivos de Ortega en la ciudad.
Ortega era uno de los asesinos mejor preparados de todo el mundo. Su entrenamiento había sido puesto a punto en las calles del Distrito Federal. Integrando la organización que se conoce como “M”, la poderosa mafia mejicana. La conversión a agente libre fue el resultado de haber asesinado a quemarropa a un comisario que era para sus jefes algo tan incómodo como una espina que se atraviesa en la garganta. El premio por la arriesgada faena fue un nuevo rostro. El último regalo que recibió de la “M” consistió en un tiro en la espalda con una bala de esas que se usan en las películas. El episodio fue registrado por todos los servicios de seguridad.
Así fue como Luís Ortega se evaporó de todos los archivos ganándose el apodo de “Espectro”.
Si se necesitaba que alguien dejara el mundo de los vivos y por supuesto podía pagar el precio, “Espectro”, era garantía de éxito.


Su Eminencia, el Cardenal Jean Louis Coulet, oraba en sus aposentos cuando sintió un dolor terrible en el cuello. Intentó gritar; pedir auxilio, pero no pudo hacerlo.
Espectro desenrolló la bolsa que ocultaba bajo los hábitos en la que podían verse los sellos del servicio de correos del Vaticano, e introdujo al inerte purpurado. Guardó el cable de acero, se cargó la bolsa al hombro y salió. Nadie se fijó más de lo esperado en un delgado sacerdote que transportaba una bolsa con cartas. Espectro atravesó el Palacio Vaticano, recorrió los jardines y en unos momentos dejó atrás el Arco de las Campanas. Agradeció que Su Eminencia, al parecer no hubiera cometido el pecado de la gula.
El cuerpo de Jean Louis Coulet fue encontrado una semana después de que un nuevo Papa ocupara el trono de Pedro. Ya era demasiado tarde.



El Mercedes azul viajaba a poca velocidad. Llovía tanto que resultaba difícil ver hacia adelante, a pesar de que los limpiaparabrisas realizaban su labor de manera infatigable.
La luz roja lo obligó a detenerse, fue entonces cuando el Cardenal Robert Schleck, Arzobispo de Chelsea, sintió los suaves golpes en la ventanilla trasera. Pidió a su edecán, monseñor Antonio Hoyos, que no avanzara y que bajara el cristal, el cual era a prueba de balas. Un instante más tarde ambos hombres yacían muertos. Las bocinas en manos de los impacientes conductores se entremezclaban creando una molesta y monótona melodía, que tenía por objetivo conseguir que el Mercedes azul continuara su marcha.



El gigantesco 747 de TWA procedente de Colombia, cuyo destino final era la ciudad de Roma, viajaba repleto. Todo el mundo quería estar presente cuando la fumata blanca hiciese su aparición. María Gutiérrez, la bonita azafata de piel morena de veinte y pocos años, se ocupaba de recolectar las bandejas con los restos de los alimentos, cuando creyó ver en los asientos doce, trece y catorce de primera clase a personas que dormían. El resto del pasaje había bajado de la nave. Al acercarse comprobó que se trataba de tres sacerdotes. Uno de ellos a juzgar por sus vestiduras era un cardenal.
— Hemos llegado, Su Eminencia— anunció la muchacha con voz suave.

No obtuvo respuesta. Tocó en el hombro al cura esperando despertarlo. La cabeza de Miguel Núñez, Arzobispo de Bogotá, cayó hacia delante como si se tratase de una marioneta a la que nadie le maneja los hilos. La posterior autopsia reveló que la causa del deceso fue debido a una inyección de aire.
Espectro había ganado en buena ley un millón y medio de euros. No volvería a trabajar por un largo, largo tiempo.



Durante seis días los boletos de la elección fueron quemados con el agregado de paja húmeda. Por la chimenea pudo verse humo negro. Al amanecer del séptimo día, la Curia romana se encerró otra vez en la capilla que hiciera levantar su Santidad, Sixto IV. Cerca del mediodía los boletos se mezclaron con paja seca, las más de cincuenta mil personas entre las que se contaban, fieles y curiosos; que esperaban en la Plaza de San Pedro, supieron que la Santa Iglesia Católica tenía un nuevo rey. Las campanas de la Basílica comenzaron a sonar.
Unos minutos antes que el humo blanco se confundiera con el aire, el Secretario de Colegio Cardenalicio anunció el resultado del escrutinio.

-Rotzinger: nueve votos, Sendri: Ocho votos, Camalo: siete votos, Nives: cinco votos, Ferrara: sesenta y tres votos.

El Cardenal Rafael Ferrara se puso de pie e hizo la señal de la cruz.
Escuchó la pregunta de rigor:

— ¿Aceptas ejercer el oficio de Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal?
—Sí, acepto— respondió Ferrara.
— ¿Qué nombre deseas llevar?
—Rafael.


Una hora y media después de la aparición del humo claro, el Cardenal Protodiacono, el chileno Jorge Arturo Medina Estévez apareció en el balcón central de la Basílica de San Pedro, que se conoce como “La Logia de la Bendición”y pronunció la fórmula de anuncio:
—Nuntió vobis gaudium magnum: habemus Papam.

Según marca la tradición, después de su elección el nuevo Sumo Pontífice debe trasladarse con el Cardenal Camarlengo y el Maestro de Ceremonias Litúrgicas, al “Cuarto de las Lágrimas”; una pequeña habitación contigua a la capilla Sixtina, en donde se viste con el hábito blanco y llora ante la magnitud y la responsabilidad de la tarea que debe afrontar.
Rafael Ferrara se vistió con las ropas que lo identificarían como nuevo pastor de un rebaño disperso alrededor del mundo que superaba los mil cien millones de cabezas y acto seguido rió con fuerza para celebrar el primer logro de su proyecto.
Todos los cardenales esperaron con paciencia, su turno para arrodillarse ante el Obispo de Roma y besar, el anillo de Pedro. A partir de ese momento la Iglesia, tenía un nuevo monarca, Rafael, el Papa número doscientos sesenta y cinco.
Al aparecer en el balcón para dar la bendición Urbi et Orbi fue recibido por banderas de todos los colores y un sin fin de aplausos y gritos. Concluido el rito se dirigió a los presentes en la plaza en italiano, la ovación fue instantánea. No era nada extraño que el nuevo depositario de las llaves del reino de los cielos hablara, entre otras muchas lenguas, un perfecto italiano. Esa era la lengua de sus abuelos.


La noticia se desparramó más rápido que la lava de un volcán en erupción por todo el planeta. El nuevo Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano era un argentino.

A miles y miles de kilómetros del Estado más pequeño, más rico y más poderoso de todo el globo, una pareja de ancianos tomaba su desayuno, consistente en café con leche y tostadas de pan integral untadas con dulce de durazno. Había cuatro horas de diferencia entre Italia y Argentina; al dar las ocho en punto la pantalla del majestuoso televisor de veintinueve pulgadas que llevaba más de tres horas funcionando sin sonido, mostró la chimenea de la Capilla Sixtina que dejaba escapar un espeso humo de color blanco.
Mientras Vicente aumentaba el volumen, gracias al aparato de control remoto, Constanza, su esposa de toda la vida, le preparaba otra tostada al tiempo que declaraba en tono solemne:
— Tenemos Papa.
De haberlo querido ellos hubieran podido estar en el Vaticano para ser los primeros en besar el anillo del pescador, que desde ahora descansaba en el dedo del mayor de sus hijos, Rafael, pero ese no era el plan que los Ferrara habían trazado.


Vicente Ferrara era el segundo hijo de Cosme Ferrara, un siciliano que luchó en el frente alpino durante la Gran Guerra. Vino a la Argentina en compañía de Vicenta, su esposa y un robusto bebé de poco más de un año, Enzo, quien resistió los noventa días que demoró atravesar el océano con una permanente mueca de alegría. Con la familia viajaba un florentino llamado Giuseppe Torelli, su amigo más cercano.
Cosme decidió abandonar su patria, cuando estaba metido en una trinchera con el barro hasta las rodillas, medio muerto de hambre y frío. Fue en ese lugar donde conoció a Giuseppe un ser con un optimismo a prueba de todo que le contó lo que a él le habían contado sobre un bello país en el sur de América del sur: en donde uno si era trabajador y austero podía llegar a convertirse en millonario.
En 1920 desembarcaron en el puerto de Buenos Aires. Era un caluroso día de noviembre. Se sentían felices y repletos de esperanza. Los hombres guardaban en los bolsillos de sus sacos, demasiado gruesos para estas temperaturas, los manuales del inmigrante que les habían entregado antes que la goleta, “La Estrella”, zarpara hacia el nuevo mundo. Los manuales eran confeccionados por el gobierno para facilitar la llegada de todas aquellas personas que elegían la Argentina con la intención de dejar atrás los devastadores ecos de la guerra. Algunos además tenían la ilusión de formar parte de la revolución agropecuaria que con la ayuda del ferrocarril estaba llevando adelante el gobierno de Hipólito Irigoyen. Los manuales les servían a los viajeros para conocer cómo iba a ser la travesía, la llegada y la posterior vida en el país. Los instruía sobre cómo comprar un boleto de tren y cómo conseguir un empleo.
La ciudad de Buenos Aires abrazaba lo mismo que una madre cariñosa aunque algo sobre protectora a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que deseaban habitar suelo argentino. El barrio de La Boca les ofreció a los recién desembarcados un lugar en donde empezar a edificar el futuro.
El propietario del conventillo, en el que se alojaban razas tan diversas que formaban una moderna Babel, era un hombre de huesos largos, cuyo espeso cabello se parecía al trigo y un perpetuo cigarrillo de fabricación propia siempre a punto de caérsele del labio inferior. Todos lo nombraban “el ruso”, aunque en realidad era húngaro.

El ruso conoció la tierra de los gauchos dos décadas antes que Cosme, Vicenta y Giuseppe. A pesar de no poder ser considerado rico, era alguien a quien no le faltaba sin sobrarle.
Comenzó con dos candelabros de oro que habían sido de su abuela paterna. Su patrimonio se completaba con un traje gris, que jamás tuvo mejores épocas, dos camisas blancas y dos pares de botines negros.

Las doradas piezas se convirtieron en un terreno grande y muy plano. Sobre el cual fue levantando adobe por adobe, en el tiempo libre que le dejaba su puesto de estibador, modestas y limpias habitaciones; ocho en total, con un baño en común que contaba entre sus lujos, con un bonito espejo en forma de rombo.
Cuando el grupo de italianos conoció al ruso, éste hablaba un castellano sin tropiezos y a fuerza de haber tenido que lidiar, como él mismo decía, con gente de tantos y tan lejanos lugares; sabía hacerse entender por cualquiera.
Las piezas tenían un costo de dos pesos por mes. Una, la más espaciosa, la ocuparon los Ferrara. La última que quedaba libre fue para Giuseppe.


Vicenta, tenía los ojos y el cabello oscuros como el fondo de un aljibe. Provenía de una familia que durante siglos había amasado el pan más sabroso y crujiente de toda Sicilia.
Cosme, quien fuera siempre delgado, tanto que parecía que podía fracturarse si sufría alguna caída, había experimentado una pronunciada metamorfosis, fruto de su paso por el campo de batalla. Al volver su cuerpo se asemejaba al que años más tarde exhibirían los boxeadores de peso pesado. La sonrisa que antes lucía se evaporó, dejándole un rostro cuya expresión única era la de un hombre tranquilo y satisfecho consigo mismo. En los años que siguieron, años en los que construyó su sólido reino, nadie alcanzó a saber que era lo que pensaba o sentía. Hubo dos personas que lo sabían, por eso una lo amaba, la otra lo respetaba.



En el pueblo de Erice, en la provincia de Trápani, vivían dos familias que no se ganaban el sustento diario con la pesca del atún, ni tampoco cultivando vid. Se trataba de los Ferrara y los Sabatini. Unos criaban vacas de cuya leche se elaboraba queso y manteca. Los otros eran panaderos.
Vittorio Ferrara, un viudo que supo criar con amor y buenos consejos, a su hijo. Cada amanecer se ponía las ropas de trabajo, unos pantalones de pesada tela gris y una camisa celeste sobre la que reposaban unos tiradores muy añejos. Le gustaba llevar una gorra de pana negra que lo alejaba del sol del verano y del frío de la estación contraria.
Vittorio era la clase de persona que a pesar de ostentar una maciza corpulencia, hecha a fuerza de madrugar y trabajar todos y cada día de la semana, daba la impresión de ser un atleta olímpico dueño de una agilidad elástica, la cual empleaba para saltar a su carreta y una vez allí dar la orden de avanzar a un tesonero caballo blanco, el cual era el motor que movía la pesada estructura. Junto a él siempre iba su hijo Cosme.

Los Sabatini eran una pareja feliz, él un individuo de piernas cortas con una expresión alegre. Ella una señora de generosas redondeces, que no ocultaba la dicha de haberlo encontrado. Vicenta, la hija, se encargaba de repartir el pan. Le causaba una enorme alegría ver acercarse la carreta de Don Vittorio; siempre con Cosme a su lado mostrando aquella sonrisa; más lo veo más me gusta pensaba cada mañana la jovencita hija de panaderos.
Cuando las horas de los días se hicieron semanas, éstas meses y más tarde años. Cuando Vicenta adquirió esas formas que la hacían parecer una guitarra, y Cosme empezó a usar la navaja de afeitar de su padre; nadie se asombró al oír la noticia: el lechero y la panadera se casarían pronto, muy pronto.




Está a punto de concluir junio. El pueblo de Sarajevo, en Bosnia, ha pasado por alto la hora del almuerzo. Algunos han tenido el tiempo suficiente para preparar huevos duros y poner algo de jamón ahumado al resguardo de dos rodajas de pan. Los más precavidos se han munido de odres con agua. Todos esperan a los visitantes.
A la una de la tarde los curiosos que se apretujan a ambos lados de la ancha avenida principal, orgullo de la modesta ciudad, oyen muy lejos todavía el golpe de los cascos de los caballos sobre las piedras que forman la calle.
Gavrilo Princip, un estudiante universitario, no apartaba la vista del lugar desde donde se acercaba el sonido del rítmico trote. Estaba nervioso, no asustado. Su Colt 44 en perfecto estado lo haría pasar a la eternidad. Princip no lograba comprender la algarabía de la gente. Se preguntaba sobre las causas que los ponían tan dichosos. Sería acaso que sólo él sentía el peso del yugo. El estudiante aguardaba, sabía que a un kilómetro de donde se encontraba, otro miembro de su equipo, tenía la misión de atacar primero; si lo hacía con éxito, Princip no actuaría y entonces reanudaría su vida hasta que le fuese solicitada alguna otra tarea, por parte de la Mlada Bosna, la joven Bosnia. Pero los caballos estaban cada vez más cerca, los sonidos de su llegada se hacían más y más audibles segundo a segundo. Un minuto después estaban allí, tiraban de un carruaje igual a los que se describen en los cuentos de hadas. Princip apretó el revólver dentro del bolsillo de su saco marrón y se puso alerta. Él no fallaría.
El heredero al trono de Austria, saludaba levantando el brazo derecho, e inclinando de manera alternada la real testa hacia un lado u otro de la calle. A su lado, su esposa repetía los gestos agregando dos o tres sonrisas más.
La condesa Sofía Chotek no conseguía calmarse luego del estruendo que se había producido mil metros atrás; aunque no sospechaba que las granadas las había arrojado un obrero austriaco que intentaba asesinarlos.
El príncipe Francisco Fernando estaba seguro que al regresar del viaje, su tío, el Emperador, empezaría a respetarlo y a tratarlo como se lo merecía. No pudo continuar sus elucubraciones. Un nuevo estallido volvió a ensordecerlo y al instante sus ojos se cruzaron con los de un muchacho que empuñaba un revólver y le apuntaba a la cabeza. Intentó moverse, proteger a la duquesa. No lo logró. Estaba muerto.
Cuando la duquesa de Hohemberg fallecía a raíz de dos impactos de bala en el hospital Konak. Cosme y Vicenta se besaban frente al altar de la iglesia de San Alberto, el santo de Trápani, plenos de felicidad y ajenos a la danza que practicaba la guerra sobre las tumbas de los miembros de la casa de Habsburgo, la misma danza que al cabo de once meses decidiría el rumbo de sus vidas futuras.
Gavrilo Princip se ajustó con exactitud a las órdenes recibidas. Disparó, vació el tambor, dejó caer al suelo el arma y se confundió entre el mar de sacos marrones que intentaban no ser alcanzados por los disparos. Nadie lo vio, nadie lo señaló, nadie lo acusó, nadie lo detuvo. Ahora sabrán esos sucios austriacos que hablamos en serio, pensó exaltado por su proeza.
El crimen que Gavrilo cometió fue la chispa que encendió la mecha de la Gran Guerra.
El matrimonio Ferrara comenzó su vida en una casa blanca con un jardín sencillo en el frente. Obsequio de ambas familias. Lo tenían todo: amor, trabajo y muchos planes para el porvenir. Nada puede durar para siempre y ellos lo supieron aquel día de fines de mayo de 1915. Los hombres jóvenes tendrían que sumarse a la guerra.


Quién ha salido ileso después de veintiséis meses de hambre, frío, lluvia y barro en el frente alpino, ya no teme a casi nada en la vida. Los amigos enfrentaron la ciudad como los cazadores que eran, dispuestos a volver a casa con la piel del león. La bestia no es llamada en vano rey de la selva, sería más que difícil despellejarla. Con el diario La Nación doblado bajo el brazo de Giuseppe dieron inicio a la cacería. En sus caras podía verse la esperanza que dan los días lunes.
Es imposible precisar cuántas cuadras caminaron y más aún con cuántas personas hablaron. Lo que es seguro es que al entrar en la pieza de la pensión, la esperanza se había desdibujado. Se sentían decepcionados, pero no preocupados, ya que les quedaban algunos ahorros.
La escena de la llegada a la pieza con un gesto de cansancio y decepción se repitió durante varios días. Parecían actores representando la misma obra noche a noche.
Pasado el décimo fracaso se dejó de lado a los clasificados. No se podía gastar un centavo más. Cuando al caer la tarde no consiguieron la piel, estaban otra vez listos para desempeñar sus roles sobre el escenario de la pensión, mas la alegría de Vicenta lo impidió.
— Conseguí trabajo— dijo.
Los hombres se miraron por un instante y rompieron en una carcajada tan cansada e incrédula como ellos. Vicenta les contó que se había convertido en la nueva ayudante de la modista que vivía en el fondo y no daba abasto con el trabajo. La celebración se hizo con un poco de pan, algo de queso duro y vino tinto.
El buen cazador conoce las reglas para salir victorioso. Cosme y Giuseppe sabían que la paciencia y la perseverancia los harían vencer. La noche de la jornada número veintiuno se envolvieron en la gruesa piel del señor de la jungla y satisfechos entraron en la pensión.
— Desde mañana, somos empleados del correo— anunciaron a dúo.


Las noticias desde Erice eran siempre buenas y siempre concluían con la promesa de que en cualquier momento tendrían que albergar a algún pariente. No se dieron cuenta y ya estaban festejando el quinto cumpleaños de Enzo. Giuseppe se había mudado a pocas cuadras del conventillo, era muy feliz junto a María, una muchacha que conoció en el trabajo, que lo convertiría en padre en tres meses.
Las dos parejas la pasaban muy bien juntos y era por eso que todos los sábados se reunían alternando entre la pensión y la casa de los Torelli.
María sería la anfitriona de esta noche. Despertó con los pies hinchados, Se sentía enferma, sus grandes ojos verdes mostraban señales claras de haber pasado una pésima noche.
— Muy buenos días— la saludó Giuseppe, al tiempo que acomodaba las almohadas para que estuviese más cómoda.
— Espero que sea un buen día, porque la noche fue un espanto.
— Sí, parece que ha estado nervioso el amigo.
— Dále con el amigo. Ella tiene nombre, se llama Juliana.

Giuseppe la besó en la frente. Cuando se aseguró de que estaba sentada sin dificultad, salió de la habitación; para volver trayendo una bandeja de madera que se convertía en mesa al plegarle sus cuatro patas. El desayuno se componía de té y pan con dulce de ciruelas que Vicenta les había regalado.
—Vamos a suspender lo de esta noche— dijo Giuseppe— no tenés buena cara.
—Seguro que desayuno y me siento mejor.
—Si no, suspendemos y listo. Ni un problema.
—Me da no sé qué. Vicenta ya se debe haber puesto a preparar una torta para traer.
—Si es por eso, quedáte tranquila que con Cosme y Enzito mucho no va a durar.
María terminó el té, pero apenas probó el pan. A diferencia de Giuseppe no disfrutaba quedarse en la cama. Se vistió con un bonito vestido azul y recogió su largo cabello castaño detrás de la nuca. Era una mañana de verano aprovechó para quedarse descalza. Encendió la radio para oír algunos tangos, después se acomodó en el patio a leer el diario. Encontró una noticia que le interesó, se inauguraría una nueva tanguería, pedían empleados.


El Dr. Sayavedra jamás completó sus estudios de abogacía. Mucho menos obtuvo un doctorado en derecho. Quince de sus cuarenta años había sido afiliado a la Unión Cívica Radical, sus esfuerzos le fueron pagados con una candidatura a Senador Nacional. Era un hombre que amaba más que a cualquier mujer, el poder y la riqueza. Su aspecto inspiraba un respetuoso miedo, eso le gustaba, es mejor que te teman a que te amen, decía a sus acólitos con orgullo no disimulado. Usaba una barba muy bien recortada que le servía para ocultar una cicatriz en el lado izquierdo de la cara. El dueño del cuchillo se ocultaba debajo de toneladas de negra tierra y no volvería a postularse para ocupar una banca nunca más.
El tiempo en que fue servidor público lo utilizó para hacer favores y crear alianzas. Apareció en las primeras planas de los diarios de mayor circulación acompañado por famosos del deporte, el arte y la política. Pasó a ser considerado un pionero al implementar un sistema de casinos ambulantes que recorrían la ciudad, ocultos en grandes camiones con acoplados que lucían en los costados el logotipo del frigorífico Santa Laura, una empresa que contaba con varios pisos de oficinas en la zona más céntrica de la ciudad y pagaba envidiables salarios a un centenar de empleados. La creación de una empresa fantasma fue la solución que encontró el doctor para hacer frente al cierre por parte de la policía de sus casas de juegos. Para ser exactos éste fue el segundo paso. El primero consistió en identificar a las personas que actuando como sólo lo hacen los desagradecidos, pasaban la información a las autoridades. Cinco fueron los que mordieron la generosa mano que alimentaba a ellos y a sus familias. Se los encontró a todos con un disparo de escopeta en la boca, el sasso in boca, que significa que un traidor no volverá a hablar.
El correctivo disciplinario alcanzó a padres, tíos, hijos, sobrinos y primos.
La fructífera rueda de la fortuna sobre ruedas se puso en marcha en tres vehículos. El suelo se hallaba cubierto de una mullida alfombra, rojo ladrillo. Pequeñas luces ubicadas de manera estratégica ofrecían a los visitantes una atmósfera agradable. Dos bellas mujeres mantenían los vasos llenos de la bebida preferida de cada invitado, mientras en un rincón un experto pianista ponía música a la escena.
Cuando un jugador había llegado al límite de su suerte y quería retirarse; el chofer del camión, que conocía cada uno de los domicilios de los clientes de cada noche, variaba el recorrido habitual dirigiéndose a la dirección del desafortunado o desafortunada para dejarlo a él o ella en la puerta de su hogar.
El servicio era lujoso y muy privado. La única forma posible de acceder a uno de los casinos móviles Santa Laura era con una recomendación personal de un antiguo cliente. Una vez efectuada la recomendación, el futuro nuevo amigo debía esperar alrededor de diez días para que fueran comprobadas sus cartas credenciales y se descartara cualquier vinculación con algún organismo de seguridad.
El doctor Sayavedra había obtenido beneficios enormes de los casinos rodantes. Se consideraba un hombre de empresa, siempre atento a satisfacer a sus huéspedes. La demanda más frecuente se centraba en el sexo, después en la marihuana, sólo los más osados buscaban cocaína.
Fiel a su espíritu de enmascarar hizo que uno de sus ayudantes más antiguos comprara una casa grande, en la que todo un batallón de albañiles, pintores y electricistas trabajó sin descanso para poner la vivienda en las condiciones requeridas por el doctor. Catorce eran las habitaciones provistas de un mobiliario digno de reyes. Camas con sábanas de seda y pisos de madera lustrada. Cada estancia contaba con un lujoso baño en donde esperaba una bañera con patas de bronce y agua siempre tibia. También había un armario con todo tipo de jabones, sales aromáticas traídas de Asia e innumerable cantidad de esponjas y cepillos con largos y torneados mangos.
El lugar no sería conocido como una casa de mala nota, sino como un reducto de tango para hombres, que contaría con bailarinas profesionales. La orquesta se formó con siete profesores que ejecutaban guitarra, piano, flauta traversa, clarinete, violín, acordeón y canto.
Sayavedra quería dar oportunidades a gente nueva para que engrosara sus filas. Le gustaba creerse un benefactor y más le gustaba que se le debieran favores. En todos los diarios apareció su aviso solicitando personal para la nueva tanguería, las bailarinas ya habían sido elegidas. Su entrenamiento estaba a cargo de la señorita Gailac, alguien que conocía como nadie el oficio de vender amor y compañía.


La señorita Gailac era una mujer que se construyó a si misma. La belleza le abrió las puertas de los salones más prestigiosos de Buenos Aires. La hizo conocer a gente culta, rica y muy famosa. Hubiera podido ser una gran actriz de cine y el mundo no le habría negado nada, pero eso no era lo que el sino había escrito para su vida.
Tenía veinte años, su existencia era una interminable fiesta. Se había jurado llegar tan lejos como fuera posible. El amplio guardarropa que poseía era fruto de agradecidos regalos, de hombres que a su lado habían pasado muy gratos momentos. Hasta el mismo presidente de la Nación se contaba entre quienes no habían podido resistir el cabello rubio y los ojos más azules que jamás haya visto alguien.
Le era difícil seguir almacenando carteras y zapatos. Un capítulo aparte lo constituían las joyas. Una historia que se contaba de boca en boca como si se tratara de las leyendas épicas que han llegado hasta nuestros días, hablaba de una gargantilla acompañada por un par de aros de oro con rubíes y zafiros engarzados que pertenecía a la familia real de Afganistán. El heredero al trono, el Príncipe Razaf había encontrado la forma de hacerle llegar el fabuloso presente como muestra de su eterna devoción.
La señorita Gailac no podía ser más feliz. Si alguien le hubiese insinuado tan sólo que su momento de gloria estaba a punto de consumirse como el fuego al que se lo priva de oxígeno, se hubiera limitado a reírse con esa risa suya que los hombres adoraban y las mujeres anhelaban para sus propias personalidades.
El doctor Sayavedra cumplía sus bodas de plata. La Gailac fue invitada a la reunión junto con lo más selecto de la sociedad porteña.
El dueño de casa la recibió con un semblante llenó de alegría.
—Bienvenida, mi querida amiga. Como es habitual luce muy hermosa.
—Es muy amable mi buen doctor. Usted está como de costumbre muy elegante.
La mujer había elegido para la ocasión un sencillo vestido negro que dejaba todo librado a la imaginación. Llevaba zapatos de taco bajo y el atuendo se completaba con una pulsera de oro dieciocho quilates, que se combinaba con un fino collar y un par de pendientes de idéntico material. El trigueño cabello lo había atado en una cola de caballo y con excepción de un poco de pintura en los labios, no lucía maquillaje. No era de su agrado.
Durante la cena, un hombre que llevaba un fino bigote, no le sacó ni por un segundo la vista de encima. Ella no pudo evitar imaginar los futuros regalos. Más tarde supo por boca del doctor Sayavedra que se trataba del Marqués de Loyola, un enviado del gobierno español que tenía la misión de realizar algunas compras. Entre otros productos cereales, carne vacuna y cueros.
En el momento en que el hombre del prolijo bigote se deleitaba con las formas que insinuaba el negro vestido, el Marqués de Loyola dormía en compañía de su obesa esposa que roncaba tanto o más que una locomotora y no se atrevía ni siquiera a soñar con una mujer como la Gailac en su madrileña cama.
El falso Marqués permaneció a prudente distancia y esperó, era parte de su oficio.
En el majestuoso jardín de la residencia se había dispuesto un escenario sobre el cual se mezclaban el tango y los fox trots que la orquesta de Roberto Firpo interpretaba. La Gailac danzaba con la gracia de aquellos que no temen al ridículo y hasta se atrevía a improvisar piruetas, que resolvía con elegante exactitud.
El doctor Sayavedra, que como todo buen anfitrión estaba pendiente de sus huéspedes, se las arregló para quitar a la muchacha de las garras de un cincuentón que la abrazaba con la misma delicadeza con que un camión aplasta al sapo que se atraviesa en su camino.
—Creo que el marqués, no dormirá esta noche si no la conoce, mi querida amiga— comentó sonriendo el organizador de la velada.
—Yo en cambio creo que exagera usted un poco, mi buen doctor— le contestó la Gailac también sonriente.
Cuando las presentaciones concluyeron el ilegítimo noble dijo con su perfecto acento castizo adquirido después de horas y horas de escuchar e imitar a Doña Asunta, su abuela materna.
—Permítame decirle señorita, que es usted un verdadero ángel.
La joven conocía todos los aspectos del juego y se preparó para mover sus fichas.
—Es Usted muy galante, Excelencia.
— ¡Galante! Qué va. Sincero, sincero y nada más.

El hombre que decía ser un dignatario extranjero era Sergio Achaval, un estafador profesional que la policía francesa encontraría muerto en el mismo momento en que María ofrecía el postre a sus invitados y les comentaba sobre el aviso que solicitaba empleados para una nueva milonga.
Achaval de veintiocho años, era el único hijo de un matrimonio que vivía de los frutos obtenidos del árbol del engaño. Lo que se conoce como cuento del tío. Sus padres poseedores de dotes que les hubieran proporcionado el aplauso en cualquier teatro, lo entrenaron desde antes que intentara dar un paso o pronunciar una palabra. En pocos años era un artista que brillaba en las colas de los cines y en los tranvías atestados a más no poder.
Los trabajos pequeños eran su responsabilidad. En ocasiones participaba en alguno de los grandes como el tierno vástago de una familia que debe dejar el país y le urge liquidar sus reliquias familiares o era un niño con una áspera tos que sólo sanaría en las sierras y espera la solidaridad de los vecinos para llevar una vida feliz.
Con el tiempo el dulce niño, se hizo un hombre de muy buena presencia, fruto de dos horas diarias de gimnasia; llevar el cabello cortado a la última moda y vestir ropas de excelente factura.
La vida dentro del mundo de la falsedad es agotadora. Siempre se debe tener los sentidos alerta, lo mismo que el conejo que intenta escapar de los dientes de un puma. La familia Achaval supo ser ahorrativa. Una parte de cada trabajo se guardó. Este proceso de poner los huevos en canastas distintas, tuvo buenos resultados y posibilitó la compra de tres departamentos, cuya renta era suficiente para llevar una desahogada existencia. También se hicieron con una cantidad importante dentro del paquete accionario de empresas cuyos dividendos anuales alcanzaban seis dígitos.
Había dos cosas que no obtenían todavía. En primer lugar la señora Achaval soñaba con vivir en una gran casa con muchas habitaciones, un inmenso parque y una pileta de natación. En segundo lugar el señor Achaval amaba a los caballos de carrera. Planeaba pasar sus últimos años criando bellos pura sangre.
Estos eran los pensamientos que poblaban las mentes del clan de timadores cuando como una señal de los dioses se posó frente a los ojos del cabeza de familia, lo que sería sin lugar a dudas el colofón de sus brillantes puestas en escena. Bajo el título “¿será verdad?” y acompañada de varias fotografías se contaba la historia de la colección: “Los ojos de Kabul”, valuada en más de un millón y medio de dólares.
A raíz de esta noticia la señorita Gailac se convirtió, sin saberlo, en el centro de atención de la familia. La puesta a punto les insumió un año de trabajo. Para cuando Sergio atravesó el umbral de los Sayavedra, la conocía mejor que ella misma.
Siguiendo un plan que había sido trazado con la misma meticulosidad con la que un arquitecto realiza los planos para construir un fastuoso edificio; Sergio dejó que los días transcurrieran y como si se tratara de otra de sus obligaciones diplomáticas apareció ya muy tarde en una recepción que ofrecía el embajador del Brasil, con motivo de celebrar el día de la independencia de su país. Sus cartas credenciales eran perfectas. Nadie se hubiera ni siquiera atrevido a imaginar que eran apócrifas. Para completar la caracterización se había dejado ver casi a diario por la embajada española para que con ese aire despreocupado que había fabricado, las cámaras lo capturaran, para estamparlo en las páginas de todos los diarios saludando a importantes autoridades locales; luego de haber hablado de cualquier cosa. La suerte se convirtió en una aliada admirable, posibilitando que no se cruzara nunca con alguien que conociera al verdadero Marques de Loyola. Por eso, fue natural que se lo contara entre los invitados del embajador de Brasil.
Era mucho más que natural que la Gailac estuviera en la fiesta. No había reunión en la que no fuera participada y sus ausencias se contaban con los dedos de una mano. Esa noche había elegido un vestido color rosa muy claro que parecía haber sido diseñado con exclusividad para su cuerpo. Sergio la observó y supo que tendría que realizar un gran esfuerzo para no caer rendido a sus pies.
Ella lo recordó desde que puso un pie dentro del salón. Ya vendrá, pensó y continuó con la rutina que le había acarreado tantos beneficios; seguir mostrándose encantadora, inteligente y divertida.
Como si se tratara de piezas sobre un tablero fueron efectuando jugadas hasta que quedaron cara a cara.
— ¿No nos hemos visto antes? — preguntó Sergio jugando su juego con la perfección de los maestros.
— Creo recordarlo ¿No estaba usted en el aniversario de los Sayavedra?
Sergio sonrió como si hubiera encontrado un billete de lotería premiado que había buscado por varios días.
—Ahora la ubico. Debe disculparme por mi escasa memoria, merezco un horrible castigo.
—No será necesario, si baila conmigo.
—Eso va a ser todo un placer- declaró al tiempo que ofrecía su brazo.
La orquesta atacó el primer acorde de una canción alegre. Él la abrazó por la cintura con suave seguridad. Ella se dejó guiar y por un momento trató de detener su cerebro y no pensar con su habitual lógica. Tal vez en esta oportunidad sea diferente, fantaseó.
Los músicos eran bastante hábiles, aunque la cantante era tan sólo buena presencia, pero estos detalles no eran de importancia. Bailaron sin hablar. Intercambiaron sonrisas y nada más.
La esbelta vocalista escupió la última frase de un bolero muy de moda y la mujer sintió un pánico similar al que debe experimentar alguien que no se ha acercado ni por casualidad a un río y por accidente cae al agua. Se despidió con torpeza y salió, él no intentó detenerla.
Le resultó imposible dormir. La mañana la alcanzó cuando intentaba borrar esa sensación de angustia que la había mantenido insomne. Dejó la cama y caminó despacio hasta el baño. Llenó la bañadera con agua caliente, para dejarla sólo cuando el frío le indicó que había pasado un largo rato.
No era posible que esto fuera real. Esas cosas pasaban en el cine y en las novelas pésimas con las que su madre atiborraba la biblioteca que heredó de su abuela.


A mitad de camino entre las ciudades de San Juan y Mendoza, se ubica el pueblo de Media Agua, hoy célebre por sus sándwiches de jamón crudo en pan casero. A fines del siglo XIX, nació en ese árido territorio una niña que muchos años más tarde tendría a príncipes y presidentes tratando de ganar su afecto.
María Martínez, la madre, tenía un puesto de dulces y conservas. El padre, un comerciante itinerante de calzados, que eligió el pueblo como parte de sus recorridos quincenales; un buen día dejó de venir. Por eso María no pudo contarle que estaba embarazada, no pudo contarle que nació una hermosa niña, no pudo contarle que la llamó Rosa y no pudo nunca dejar de esperarlo. Fue por tal motivo que trasladó el puesto a la calle principal.
Cuando el viajero entrara, la vería. Entonces reconocería en los ojos de Rosita, los suyos propios y se volvería loco de alegría. Las llevaría con él a la capital para nunca hacerles faltar nada.
El nómade vendedor no supo encontrar el camino de regreso por lo que María se fue apagando todos los días un poco hasta convertirse en un remedo de la mujer que fuera.
Rosa tenía ocho años y trabajaba a la par de su madre en la elaboración de dulces, los cuales alcanzaban siete variedades tales como damasco, durazno, uva, ciruela, membrillo, pera y tomate. Entre las conservas se contaban cebollas en vinagre, pimientos morrones asados, berenjenas, tomates enteros y hecho salsa.
Eran largas jornadas en las que la niña, que no asistía a la escuela, aprendía de libros que María había adquirido gracias a aquellos vecinos que viajaban con frecuencia a la capital. La madre, dueña de una educación básica, pretendía que su hija tuviera un futuro más amplio y si bien no le era posible que fuese a diario a una escuela, debido a que la más cercana quedaba a ochenta kilómetros, la mujer había organizado un rudimentario plan de estudios que incluía lengua, matemáticas, historia y geografía. Por las noches se hacía presente la literatura de la mano de uno o dos capítulos de alguna novela. Las cuales en su mayoría eran protagonizadas por hombres de brazos fuertes y corazones tiernos como un pedazo de pan.
Fueron años bellos en los cuales Rosa aprendió a soñar con la vuelta de su padre, pero también aprendió a odiar a ese hombre por el cual María muy tarde en las noches lloraba sin obtener consuelo.
Ella no pasaría por eso. Ella no esperaría jamás a un hombre en la calle principal de su pueblo. Ella no amaría nunca a nadie, para que nadie se atreviera a dejarla sola y abandonada.
Guardando lealtad a estos preceptos se convirtió en mujer. Al morir María, tal vez por que estaba ya muy cansada de esperar y seguir esperando, liquido todas sus pertenencias y se fue a Buenos Aires donde se transformó en la Gailac.

La manera más segura y eficaz que encontraba de mantenerse firme en su promesa de no sucumbir ante el perfume que destila el amor, era desaparecer. Eso sería lo más apropiado, se evaporaría al menos por una temporada. Hasta estar segura que el Marqués había vuelto a su tierra. Lo más lógico era que tuviera que rendir cuentas a algún superior. Se sintió más tranquila, relajada y casi contenta. El baño siempre le producía ese efecto. Algunos días sin fiestas, conciertos u otras aglomeraciones no le harían nada mal, después de todo.
El bello reloj de pared le informó que había llegado el mediodía y su estómago le informó que tenía hambre. Se preparó una ensalada de tomate y lechuga, la acompañó con algo de queso fresco y pan negro. En la cocina no había mesa alguna, aunque el espacio lo hubiera permitido de sobra, la razón era que odiaba comer en la cocina. Colocó los alimentos en una fuente y se los llevó al comedor. Encendió la radio buscando compañía y sacó del bargueño su última botella de malbec.
Las horas que siguieron fueron tan tranquilas que nadie podría haber imaginado con cuanta exactitud se cumplía aquel proverbio que reza: la procesión va por dentro. Se obligó a no sentir a no pensar y mucho menos a imaginar. No era verdad, no lo estaba viviendo en su propia carne. Ella no. Ella la fría, la ambiciosa que había logrado escapar como si se tratara de un campo de refugiados de la sucia y dolorosa pobreza. Ella que vivía tan sólo de empeñar joyas, algunos vestidos y tapados de piel. Ella que llevaba años sin abrir un ojo antes del mediodía, y todo por haber sido tan estricta en su proceder. Pasarla bien, estaba bien. Enamorarse, ¡qué estupidez!.
El cautiverio que se impuso no cumplió su cometido. El teléfono parecía una especie de máquina creada para enloquecerla. Lo desconectó para intentar dormir, no lo logró. Volvió a llenar la bañadera, auque esta vez no esperó que el agua le hiciera sentir frío. Se jabonó el cuerpo con fuerza con la ayuda de un cepillo, se enjuagó y dejó el enlosado cubículo. No supo cuándo se había hecho de noche. Eligió una falda sencilla de color gris perla, la combinó con una camisa del mismo tono. Se puso unas sandalias negras y protegió su cabello húmedo con un pañuelo de un gris algo más claro que las otras prendas. Cuando estuvo en la calle, caminó hacia el restaurante “Florencia”, propiedad de un italiano grueso que no había perdido el acento de su pueblo, tal vez como una forma de mantener la promesa que le hiciera a su esposa hacia ya treinta años:
—Cuando me haya establecido te vengo a buscar, cara mia. No temas; jamás podré olvidar esta tierra.
La Gailac buscó un lugar vacío entre las mesas del fondo, tenía hambre. Mañana volvería a medirse con los alimentos, está noche no.
El opulento florentino quería a la muchacha como a la hija que pudo tener y al verla llegar se apresuró para atenderla. El oficio de mozo, nada más lo ejercía con ella. La cena consistió en un plato de ravioles, cubiertos con una salsa simple hecha de tomates, ajo y albahaca fresca. Su aroma era capaz de sacar a alguien de un estado de coma profundo. No habían transcurrido diez segundos desde que apoyara el plato sobre la mesa y ya regresaba trayendo un recipiente con picante queso parmesano y otro con pan de orégano. El delicioso cuadro no hubiera estado terminado sin una botella de espeso vino tinto de la casa.
El propietario del lugar no pronunció palabra, en su lugar se dedicó a sonreír en cada una de sus idas y vueltas, como si quisiera decirle, todo se pondrá mejor.
Comió despacio. Se tomó tiempo para mirar a su alrededor, escuchando algunas conversaciones e imaginando otras. Después de terminar la segunda copa de vino, creyó estar sufriendo una alucinación fruto del poco descanso. El Marqués de Loyola le sonreía desde otra mesa mientras levantaba su copa a manera de saludo.
Cómo no se dio cuenta de su llegada, nunca lo sabría. En realidad Sergio la había seguido desde su edificio, después de una larga e imperturbable guardia de muchas horas. Unos pesos en la mano de dos o tres empleados decidieron su entrada por la puerta trasera. El ilícito Marqués era bueno en lo suyo. Sabía cuando ella le devolvió el saludo con una reluciente sonrisa, que había alcanzado su primera victoria. La muralla de la ciudad que pretendía invadir tenía ahora una fisura.
Con la convicción de poder vencer cualquier embrujo, creyéndose la poseedora de una poción mágica que le evitaría caer en la trampa que le había costado la vida a María, su madre, la cual se fue consumiendo como vela que es olvidada sobre una repisa y sintiéndose avergonzada por el terror que la dominó, luego de aquel baile. Se dispuso a disfrutar de una breve, pero no por eso poco intensa relación, con un miembro de la realeza europea otra vez.
Dos meses habían pasado desde su encuentro en el “Florencia” y él no había intentado ni siquiera un tenue beso. Ella disfrutaba con los paseos, las cenas, los bailes, pero él aún no había intentado besarla. La muralla se desmoronaba a gran velocidad. El sitio de la ciudad no duraría.
La rendición incondicional se firmó con un beso largo y tibio que acompañó al sí ofrecido como respuesta a la propuesta de matrimonio.
Sergio según todo lo indicaba se desempeñaba a las mil maravillas. El gobierno de su país había ofrecido al Marqués de Loyola ocupar un importante cargo en la embajada. El fraudulento aristócrata relató con tantos detalles el ritual de declinación de la oferta, que la mujer creyó haber presenciado todo sentada en un rincón en el despacho del embajador de la Madre Patria . Al término de la entrevista se había decidido que el enviado terminaría con las operaciones de exportación que tenía pendientes, para después acompañado de su novia volver a Madrid, en donde se celebraría la boda y sería recompensado con un puesto de alto rango en el gobierno español.
La chica que supo vender dulces junto a su madre, no daba crédito a todo lo
que se le anunciaba. Ella viajaría a España, conocería a personas de la más rancia nobleza y se convertiría en Marquesa. Su nueva vida daría comienzo en quince días, más o menos, todo dependía de cómo se fueran desenvolviendo los negocios de su prometido.


Es de madrugada. El sonido del timbre del teléfono la despierta. Suena todavía dos veces hasta que lo atiende.
—Hola.
— ¿Es usted la señorita Gailac? — la interroga un voz de mujer fumadora.
—Sí ¿Qué desea?
—Mire, disculpe por la hora. La llamo del Hospital Libanés, sucede que ha ingresado un paciente que entre sus cosas tenía ese número.
No logra entender, todavía está dormida.
— ¿Sigue ahí, señorita? — quiere saber la ronca voz.
—Sí, sí estoy acá.
— ¿Conoce a un tal Sergio Loyola?
La habitación empezó a dar vueltas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar la conversación.
—Lo conozco, es mi novio.
—El joven ha sido muy golpeado. Alguien lo encontró en la calle y lo trajo…
La Gailac no dejó que la seca voz siguiera relatando.
— ¿Hospital Libanés, me dijo?
—Sí, señorita.
—Voy para allá.



Como cada noche el lugar no puede albergar un alma más. Los mozos van y vienen con las bandejas como expertos malabaristas, sorteando cabezas, hombros y brazos. Todo por un sueldo de miseria, más las propinas.
Javier Esquivel termina su tercera cerveza. No deja de vigilar la puerta de entrada. Ha decidido esperar quince minutos más y si no pasa nada volverá mañana. Se abre la puerta, él por fin llegó. De no ser por ese ridículo bigotito no hubiera podido reconocerlo. Parece un lord inglés el muy desgraciado.
El recién llegado se acomoda en una mesa sobre la que reposa un cartel blanco con un nombre. Se supone que es el suyo. Pide una copa de vino. Esquivel lo observa como el cirujano que estudia el abdomen donde debe poner a trabajar el bisturí. No le vendrán nada mal los pesos prometidos, seguro encontrará alguna belleza bien dispuesta a gastarlos con él.
El distinguido personaje acaba la bebida, deja algunos billetes sobre la mesa y sale. El bebedor de cerveza lo sigue.
—Que no se te pase la mano.
—No te hagás problema, vas a quedar hecho una pinturita.

La calle elegida está oscura a excepción de un farol que arroja un círculo de claridad a pocos metros de los hombres. Esquivel hace un rollo con los billetes y los guarda en el bolsillo trasero del pantalón. Separa las piernas, se balancea como solía hacerlo en sus épocas de boxeador.
— ¿Estás listo? — pregunta sonriente.
—Listo.
El púgil sabe lo que hace. Golpea varias veces en la cara, sigue en el estómago sobre el cinturón. En pocos minutos Sergio está como necesita estar.
El agresor lo carga sobre el hombro derecho con la misma facilidad con que cualquiera levanta un papel del suelo. Lo deposita en la parte de atrás del mateo con el que se gana la vida y diez minutos después lo deja en la entrada del Hospital Libanés.
Dos costillas rotas y una fisura en la clavícula, sin contar que la noche del asalto iba a reunirse con importantes comerciantes y en una actitud poco prudente llevaba encima la suma estipulada para las transacciones. Fue el saldo que lo dejó más de dos semanas en el hospital y claro esta lo obligó a suspender el viaje y el casamiento.
Sergio estaba a punto de apoderarse de la ciudad y de esa forma hacer más grande el honor de su casta. Restaba sólo el golpe final, el tiro de gracia.
Se sentía tan avergonzado. Cómo podría explicar a aquellos que depositaron su confianza y su dinero en él, que presa de su estúpida buena fe lo había perdido todo.
La novia, le sostenía la mano y lo miraba con esa ternura que tienen las novias para sus amores. Había encontrado la solución al conflicto y al pronunciar la primera palabra, la muralla se desintegró como castillo de arena que enfrenta una fuerte ola. Con la certeza de ser absoluto conquistador, de saber que la ciudad se había rendido por completo, escuchó la historia dejando que su rostro fuera pasando del asombro al agradecimiento. Como era de esperar al principio no aceptó que su futura esposa afrontara sus compromisos. Se negó con estudiada firmeza.
—La decisión está tomada-anunció la mujer-además para qué las quiero. No puedo exhibirme con ellas y tengo muchas más, tantas que no sé si en toda la vida las voy a poder usar.
—La corte española es un sitio apropiado para eso, mi amor.
—Otra razón más a mi favor para querer resolver el asunto.
—No sé que decir, mi vida…
—Gracias estaría bien— dijo feliz la muchacha y lo besó en su amoratada mejilla con suavidad.


Se suele decir que el amor es ciego. De no haberse encontrado cegada por la promesa de un futuro próspero junto al hombre que amaba con la misma intensidad que lo hiciera su madre con su errante amor. Ella tendría que haber sospechado que algo poco normal estaba sucediendo. Dos días se habían ido desde que decidiera vender “Los ojos de Kabul”, cuando en todos los diarios se pudo leer la noticia, que carecía de imagen alguna, sobre la llegada a estas tierras de Sócrates Yanopolaus, el poderoso empresario griego. El compatriota de Homero era propietario de una flota de barcos con los que pescaba en todos los mares del mundo. La compañía de Yanopolaus abastecía de pescados y mariscos a toda Europa. Se trataba de un ser excéntrico que había diseñado un racimo de reglas con las cuales vivía y hacia vivir. Una de ellas se refería a su aversión por ser retratado. Se tejían miles de hipótesis, ninguna verdadera, pero le ayudaban a crear esa atmósfera de mito que los griegos han sabido explotar desde los tiempos de Hércules y sus doce trabajos.
El hombre que aborrecía el mar, sin tenerle un mínimo de respeto, aunque tan sólo fuera por que lo había convertido en una de las fortunas más fabulosas que existían, se ufanaba de ser un gran conocedor en materia de obras de arte. Se le atribuía una soberbia colección privada. El último dato que aportaba la reseña periodística, con el cual la alarma tendría que haberse encendido lo mismo que la luz del faro que guía en la noche a los barcos; y no lo hizo. Era un rasgo de la personalidad del descendiente de Zeus que pocos conocían. El magnate naviero era un acérrimo misógino, con la intención de rodear de verosimilitud este aspecto se citaba una frase publicada en un popular diario de su país: “No haría nunca negocios con una mujer. No confío en ellas.”
Al día siguiente, miércoles cerca del mediodía, Sergio se alejó llevando en una valija de cuero marrón el premio por su meticuloso trabajo. La Gailac no volvió a saber de él hasta la tarde de aquel domingo en el que Sayavedra entró en la tanguería a días de su inauguración. Ella charlaba sobre pequeños trucos útiles con sus discípulas.
Levantó la cabeza, lo vio y fue a su encuentro
—Lo encontramos.
Su rostro permaneció pasivo, las manos le temblaban. El doctor Sayavedra las sostuvo entre las suyas.
—Vivía en Niza, en una gran villa. Criaba caballos de carrera— comenzó relatando el antiguo Senador Nacional— no opuso resistencia. Para la policía se trata de un incendio que no pudo ser sofocado a tiempo.
La mujer abrazó a su fiel amigo y sin hacer comentarios retornó a su tarea docente.

Fueron muchas las personas que respondieron a la convocatoria de los diarios. La mayoría eran inmigrantes que dominaban los oficios de cocineros, mozos, cantineros, actores de variedades y músicos. Todos tenían confianza en sus habilidades, tan sólo esperaban una oportunidad para poder demostrarlas.
A Cosme y Giuseppe no les valió de nada haber madrugado, Dios no los ayudó; eran los últimos de la fila. Durante las horas de espera charlaron con varias personas y pronto supieron que carecían de las destrezas que decían poseer los demás aspirantes. Sin perder la esperanza permanecieron en sus lugares contemplando como el cordón humano se hacía más y más corto hasta que se encontraron frente a un hombre que era acompañado por una mujer con porte de aristócrata. Él con una barba bien recortada, lucía un traje azul de tres piezas, confeccionado sin duda a pedido. La camisa blanca no mostraba la más insignificante arruga y la corbata a rayas debía valer más de lo que ambos ganaban en una quincena. Los zapatos, con un brillo que hacía pensar que eran nuevos, eran negros.
. La mujer con casi la misma altura que su compañero mostraba un gesto amable que invitaba a sentirse cómodo. Su atuendo era un bonito. Llevaba un vestido de color marrón claro y los zapatos compartían el tono terroso de la vestimenta. Usaba el cabello corto y tanto los labios como las uñas estaban cubiertas de un rojo intenso.
A pocos minutos de haber iniciado la entrevista; Bety, la mujer, y el doctor Sayavedra supieron que los italianos no poseían ninguna de las capacidades que necesitaban. Sin embargo, el propietario hizo una marca en forma de cruz al lado de sus apellidos. Se trataba de hombres que habían sobrevivido a la guerra. Nunca estaba de más tener soldados a la mano. Bety compartía la opinión de su esposo en cuanto a la falta de actitudes específicas, pero se dejó guiar por la buena impresión que los amigos le causaron. Eran respetuosos, muy corteses y bastante, por que no pensarlo, atractivos. También ella dibujó una cruz en su lista.
El regreso a casa se tornó lento y sin expectativas .Casi no hablaron. Al día siguiente, con visibles marcas de cansancio, volvieron al trabajo. Primero vaciaron los papeleros. Luego fue el turno de los baños y los pisos. Al promediar la mañana unos mates y unas media lunas para poder seguir.
—No nos vendría mal conseguir algo en la tanguería— comentó entre mates Giuseppe.
—Aunque nos pagaran lo mismo, siempre va a ser mejor que fregar baños y juntar papeles— dijo el siciliano todavía con la boca llena.
—Te imaginás que nos llamen como personal de limpieza— se rió Giuseppe—eso si que sería el colmo de los colmos.
—Por lo menos es otro ambiente y quien te dice por ahí sale algo.
—Dios te oiga.
—Tengamos fe, hermano. La verdad yo este laburo no lo banco más— sentenció Cosme con el lunfardo que empezaba a descubrir.
En menos de dos semanas la invocación de Giuseppe fue atendida. Había un puesto para cada uno. Cosme estaría como portero y el florentino tendría que hacerse cargo de estacionar los autos.


El lugar fue nombrado “343”, aludiendo a la numeración de la casa. La fiesta de inauguración fue a todo lujo. El doctor Sayavedra había usado como fuente de inspiración para su reducto a los selectos clubes londinenses en donde los hombres son el único público. A esta exclusividad le suma la música y el baile al mejor estilo de los cabarets de París.
El salón era inmenso con la forma de una “T “acostada. A cada cliente o grupo de clientes lo recibía Cosme con su soberbio smoking. Una vez adentro quedaban en manos de una señorita, la cual los acompañaba hasta la mesa asignada mediante reserva telefónica. Para atender las cincuenta mesas que estaban distribuidas a prudente distancia unas de otras, había diez mujeres más que hermosas que iban vestidas con un traje idéntico al de Cosme, pero en lugar de pantalones, usaban unas breves faldas acompañadas de medias negras y zapatos que le ponían el punto final al sugerente uniforme.
Los parroquianos disponían de una extensa carta de vinos, champagne, cerveza traída desde la misma Alemania, y contaban además con la posibilidad de solicitar bebidas especiales que un cantinero preparaba protegido por una deslumbrante barra de caoba, realizando los malabares que aprendiera viajando con el circo de “Los Hermanos Verbeke”, por dos décadas.
En cuanto a lo gastronómico la oferta era pantagruélica. Tres cocineros y dos maestros reposteros ofrecían recetas que iban desde comida italiana hasta francesa. Sin olvidar las delicias americanas como tacos mejicanos y locro, empanadas y asado criollo. La fama de la tarta de crema con frutillas del 343 llegó a ser conocida hasta en el número diez de la calle Downing.
En forma perpendicular al sector de comedor, es decir en la parte de arriba de la “T”, se instaló un escenario en donde algunas de las alumnas de la señorita Gailac lucían lo aprendido acompañadas por la orquesta. Cada baile con las chicas que no estaban sobre la tarima costaba cinco pesos. Estos iban a parar completos a las carteras de las danzarinas. Una puerta al costado del escenario comunicaba con las catorce habitaciones. Las cuales podían ser ocupadas por horas o hasta por una noche, si se estaba dispuesto a gastar cien pesos.


El imperio Sayavedra se edificaba sobre dos pilares. El 343 con sus múltiples atracciones y los casinos rodantes “Santa Laura”. Ambos emprendimientos fabricaban ingresos sin pausa. Tanto un sitio como el otro gozaban de inmenso prestigio. La lista de espera de los jugadores que ansiaban conocer el lujoso centro nocturno desde adentro igualaba a la de quienes amaban en las alfombradas habitaciones y deseaban que la blanca pelota de la ruleta se detuviera en su número.
Las decisiones concernientes a los negocios eran tomadas por un triunvirato que completaban junto al doctor Sayavedra, su esposa Bety y la señorita Gailac, su amiga incondicional.
No era concebible tener más éxito. Los negocios se movían con la velocidad de un tren sin frenos y a ninguna de las cabezas del reino se le ocurría que algo podía llegar a detener la marcha del poderoso caballo de acero. Lo cierto es que donde menos se lo espera aparece el problema que detiene la más incesante carrera. Lo que se conocería como “la pequeña guerra”, tuvo su inicio con la desaparición de cinco de las chicas del 343, a lo que siguieron una serie de actos de sabotaje que le costaron al grupo Sayavedra perdidas por varios miles de pesos. Era imperativo descubrir lo que estaba sucediendo y acabar con el inconveniente. De lo contrario en poco tiempo todo lo que habían conseguido se volvería un montón de nada.
—A mí nadie me saca de la cabeza que atrás de todo está la mano del Turco-comentó Bety.
El doctor Sayavedra y la Gailac ocupaban dos de los sofás que había en la habitación que se utilizaba como oficina en los fondos del 343.
—Es posible, pero ¿Cómo podemos estar seguros? — preguntó la Gailac.
—No tenemos que perderle pisada—intervino el doctor Sayavedra. —
—Sería una buena idea darle ese trabajo a los tanos— dijo Bety ocupando el tercer sillón.
—¿A un portero y a un tipo que estaciona autos? — exclamó con cara de asombro la Gailac.
—Bety tiene razón. Ellos podrían servir. — le contestó el doctor Sayavedra— El Turco no los conoce y esta gente ha sido de armas tomar y si la cosa se pone negra, seguro saben que hacer.
—Lo que ustedes decidan, para mi está bien— dijo la Gailac.
—Ningún problema entonces. Mandálos llamar Bety.


Alí Ben Kadar no tenía la apariencia magnífica del doctor Sayavedra y el otro aspecto que los diferenciaba era que a primera vista no inspiraba miedo. Era oriundo de Estambul. Flaco como una rama de tamarindo, con un par de ojos sin brillo que ocultaba con anteojos oscuros, que nunca se quitaba en presencia de persona alguna. Día por medio se afeitaba el cráneo y gustaba de usar pañuelos a manera de turbante. Su más grande orgullo era ser poseedor de más de mil ejemplares diferentes. Se decía que hasta cuando verificaba la calidad de la mercancía que luego ofrecía a los clientes llevaba los anteojos y alguno de los turbantes.
Así como existían diferencias, podían encontrarse similitudes. Tanto el doctor Sayavedra como Alí Ben Kadar eran pioneros e innovadores. Uno inició los casinos sobre ruedas, el otro implantó un sistema para entregar favores sexuales a domicilio.
El harén del hombre que parecía haberse escabullido de las páginas de Las Mil y Una Noches, estaba compuesto por mujeres de todas las razas que convivían en un edificio lindante a sus oficinas. Estas gozaban de una existencia en apariencia feliz, aunque en la realidad vivían la vida de las esclavas. Alí Ben Kadar tenía contacto con cada una de ellas una vez, cuando realizaba la sesión amatoria que le servía de evaluación. De ahí en adelante las obreras sexuales eran custodiadas por un grupo de hombres fieles y temerosos de su señor que habían sido elegidos con celoso cuidado en la ciudad natal del Hombre de los Mil Turbantes, como lo llamaban.


Quien hoy era un hombre que no perdonaba la más mínima insurrección y menos aun la traición, ayer era un niño que crecía a orillas del Mar Negro. Cuando faltaban escasos días para que cumpliera una docena de años, el cansancio lo venció no permitiéndole despertar a tiempo para salir junto a su padre a pescar como lo hacían cada día. Al llegar al puerto divisó el barco no muy lejos de la costa. Saltó a una canoa y remó. Remó con la energía que reman los que están a punto de tener una docena de años para celebrar. Al poco tiempo alcanzó la nave que avanzaba con lentitud. Trepó por una de las escaleras colgantes de estribor mientras llamaba a su padre con toda la voz. No obtuvo respuesta ni encontró a los dos hombres que trabajaban con él. La embarcación iba a la deriva, sin nadie a bordo. Era algo muy extraño.
De nuevo en el puerto y con el “Samira” bien amarrado, se dedicó a preguntar por su padre y también por sus dos amigos a los que siempre llamaba, tíos. Pasó el día completo caminando y averiguando, pero nadie supo decirle nada en concreto sobre el paradero de los tres hombres.
Al anochecer sumido en un estado de angustia y miedo, llegó a la casa. Su padre no estaba. Encendió el farol, comió algo de pan con carne seca y sin poder evitarlo más se durmió.
Despertó sobresaltado llamando a su padre. Nadie le contestó. Entonces recordó lo sucedido. Lo que le quedaba claro era que el barco había sido obligado a zarpar, las amarras no estaban rotas. Los que lo hicieron, no habían contado con la posibilidad de que llegara tan rápido al muelle y diera alcance a la nave. Alí Ben Kadar no entendía por que causa su padre y sus tíos habían sido víctimas de un sabotaje. Ellos eran gente buena que trabajaba y jamás buscaba problemas con nadie.


En el mismo momento que el pequeño pescador daba vueltas y vueltas sobre los últimos acontecimientos. Mustafá Kadar, el padre, permanecía atado a un aparato digno de haber sido utilizado en los tiempos de la inquisición. Se hallaba por completo desnudo, sujeto a una mesa de madera cuyo centro se separaba por la acción de una rueda, ejerciendo un dolor punzante en las extremidades del extenuado hombre.
—Sabemos que ha recibido una bolsa con muchos diamantes. ¿En dónde está?
Los captores vestían chilabas negras y cubrían sus facciones con pañuelos, que sólo dejaban al descubierto los ojos, de igual color. El más bajo de los cuatro, el que ponía a funcionar la horrenda máquina, hizo girar la rueda dos vueltas hacia atrás. El cuerpo de Mustafá se relajó. En ese efímero instante de calma el pescador lo comprendió todo. Vino a su memoria una frase que le había escuchado pronunciar muchas veces a su padre y que hasta hoy no había tenido sentido, “el agua duerme y el enemigo vigila”.
Mustafá Kadar había quedado viudo un año después de nacer Alí Ben. Samira sufrió una rara y desconocida enfermedad que le afectó los pulmones y se llevó rápido su vida.
Como lo fueran su abuelo y su padre él era pescador y Alí Ben lo sería cuando creciera.
Trabajó sin descanso y para cuando su hijo tenía once años era propietario de uno de los barcos más grandes y veloces de todos los que había en el puerto.
Esa espléndida herramienta de trabajo era una de las causas que hoy lo mantenían atrapado en una cámara de torturas. La otra, la traición de aquellos a los que creía sus hermanos.
Mustafá fue contratado para transportar hasta la isla de Creta maquinarias agrícolas. Por está tarea se le entregó una bolsa que rebosaba diamantes. El motivo por el que lo eligieron no era uno sino varios. Tenía la embarcación de mayor calado, conocía el Mar Egeo como si el mismo Poseidón le indicara la ruta a seguir y era célebre por navegar entre tormentas.
El buen marino no demoró nada en buscar a sus amigos para participarlos de las buenas nuevas. Tenía la cara encendida lo mismo que una luciérnaga, mientras les decía que gracias a ese encargo estaba en condiciones de prestar a Abdul, su cofrade de tantos y tantos años, la suma que le hacia falta para adquirir su propio barco. Era tan enorme su regocijo y tan inmensa la confianza que había depositado en aquellos seres que no advirtió las miradas que intercambiaron. Tampoco notó la chispa que les brotó de los ojos cuando como si de telepatía se tratase, la mente de los que iban a traicionar se pobló de una sola idea ¿Por qué tiene que ser un préstamo, si puede ser un obsequio?

La mañana en que Alí Ben no salió hacia el muelle junto a Mustafá, dos hombres esperaban cerca de donde el barco de los Kadar estaba encallado. Uno era bajo y de mirada esquiva. El otro parecía estar siempre feliz. Una daga le había dibujado una imborrable sonrisa durante una pelea por conseguir el amor de una belleza que lo desvelaba. No se movieron cuando Mustafá apareció en la esquina, por fortuna el niño no lo acompañaba, no les agradaba la idea de dañar a alguien tan joven. Esto se trataba nada más que de un negocio. Matar no era el objetivo.
Cuando el marinero pasó a su lado los hombres lo saludaron inclinando la cabeza. El más pequeño lo siguió, mientras el de la permanente mueca colocaba un dardo en su cerbatana, para luego de apuntar soplar con fuerza. El proyectil viajó un par de metros y fue a incrustarse en el cuello del desprevenido caminante. El menudo perseguidor recibió el cuerpo que cayó laxo hacia atrás. En poco tiempo el aire se colmo de un irrespirable olor, la mandrágora era infalible.
Mustafá recuperó el conocimiento cuando Alí Ben subía por la escalera de estribor para hallar la nave sin capitán y sin tripulación. Le dolía la cabeza. Le llevó tiempo comprender que se encontraba preso de pies y manos. El dolor fue un buen ayudante.
Al cabo de algunas horas, los captores supieron que la madera con la que Mustafá estaba hecho no se astillaría con facilidad. Abdul, quien sin dudas estaba al mando, apeló al último recurso que le quedaba para hacerse del brillante botín.
—Vayan por el muchacho— ordenó intentando que la voz le sonara diferente— si en unas horas no saben de mi, corten una de sus manos.
Mustafá se rindió. Explicó hasta con el mínimo detalle en donde podían encontrar las piedras.
Sin esperar que la orden fuera pronunciada el hombre bajo, seguido por su sonriente socio, partieron para ejecutarla.
El pescador fue liberado de las ataduras. Abdul sabía que no había mentido y sabía también que ni por un instante habían logrado ocultar su identidad. No podían dejarlo vivir, por que serían ellos los que tarde o temprano morirían. Abdul no dudó y clavó diez veces el curvado puñal con mango de marfil en el pecho de su fiel amigo. El cuerpo fue arrastrado y abandonado para que los perros se complacieran con la magullada y caliente carne.
Cuando Alí Ben encontró, siete horas más tarde, el cadáver de quien fuera su padre; éste era una masa irreconocible. Sólo la pulsera de oro en la que podía leerse Samira, comprobó su identidad.
Los días que siguieron al hallazgo del cuerpo de Mustafá, los dedicó primero a vender el barco. A pesar de ser un niño que no superaba al metro veinte de estatura, se manejó como el más experimentado negociante. Consiguió que Abu Sabin, dueño de una poderosa flota, pagara un buen precio por la nave. El empresario creyó estar ayudando al muchacho a llegar con una tía que lo esperaba para cuidarlo de ahora en adelante. Lo cierto era que con Mustafá, Alí Ben había perdido el último de sus parientes.
El segundo paso fue dar con los amigos y compañeros de su padre. No quedó nadie a quien no preguntara. No quedó sitio que no visitara. Daban la impresión de haber desaparecido cual agua que se evapora por el sol. Su peregrinaje lo llevó a saber de aquellas personas que habían contratado a Mustafá para viajar a la isla de Creta. Por ellos supo de la existencia de una bolsa con miles de diamantes.
Fue por aquel tiempo que los rasgos que formarían su especial carácter empezaron a aflorar. No era posible pensar en una casualidad. Si Abdul y Yamil no daban señales de estar con vida, la causa era una y tan sólo una, ellos habían causado que su padre se encontrara con la hoja de la hoz de la muerte.
Siempre aparentando que realizaba encargos para terceras personas, para evitar que le hicieran preguntas, se compró ropa nueva y siguió durmiendo en su antigua vivienda. Durante el día no se dejaba ver por el puerto ni por ninguno de los lugares que frecuentaba con Mustafá. Por las noches reanudaba la búsqueda amparado en ese aspecto de huérfano triste. Todos parecían dispuestos a escuchar la descripción que el flacucho niño hacia de sus tíos perdidos.
Alí Ben pasó dos años macerando venganza el la sangre. Cada noche esperaba encontrar el rastro que le permitiera dar con los culpables de la desdicha en la que se había transformado su vida. Buscando que la fortuna fuera más benévola de lo que había sido en Estambul, y luego de viajar como le fue posible durante ocho días, llegó a Bursa, la ciudad turca famosa por sus aguas termales y su sedería. Contaba con el dinero suficiente para sobrevivir unos días, pero la escasez de efectivo no le preocupaba, ya que cada vez se volvía más y más diestro en arte de robar. La gente no se fijaba en él. Él uno más entre los muchos niños que deambulaban por las atestadas calles de la ciudad sin otro rumbo, más que el de la deriva. Sus sentidos se encontraban atentos, lo mismo que la araña que se prepara para engullir la mosca que no supo volar a tiempo. Poseía una inteligencia poco común. Si las circunstancias hubieran sido otras, no habría sido célebre por ser el más cruel y hábil de los proxenetas; sino por sus logros en el campo de la ciencia o la literatura.
La ciudad con sus calles repletas de vendedores ambulantes lo dejó fascinado. En ella descubrió su afición por los bellos pañuelos y en ella consiguió un par de anteojos oscuros que le resultaron útiles en extremo para vivir la existencia de un ciego que si bien nada ve, todo lo oye.
Alí Ben no premeditaba sus acciones. Dejaba que las palabras del azar lo guiaran. Cierto día, una de esas mañanas de un calor que hace parecer que la piel va a derretirse, vagaba por el Mercado Central buscando algo que robar, cuando unos anteojos negros atrajeron su atención. Fue allí donde como le sucedería otras muchas veces en la vida oyó una aterciopelada y bien timbrada voz, que no era otra que su propia voz que le decía: te servirán para parecer un ciego. Nadie le prohíbe el paso a un ciego y menos a uno que intenta encontrar a sus amados tíos perdidos. Esperó el momento adecuado y se apoderó del artículo. Cuando se los hubo probado, se sintió muy satisfecho le gustó mucho como se ajustaban a su cara. Con el correr de los años adquirió muchos y de mejor calidad, pero aquellos fueron uno de los elementos de su venganza y por eso les tuvo siempre un especial apego.
Tres meses habían pasado desde que arribara a la capital turca de la seda. Tres meses de sembrar búsqueda y cosechar desaliento. Cuando ya no tenía ningún camino para donde girar, cuando ya no sabía si detenerse o llorar. Un viejo proverbio se cumplió, como suele pasar siempre con los proverbios, más aun si son viejos. Un comerciante sabía de quiénes estaba hablando el ciego y supo también decirle que sus parientes ya no estaban por estas tierras. Habían emigrado a un país lejano de América del Sur, llamado Argentina. Agradeció la información y mientras se alejaba repetía como si se tratara de un mantra
—La siembra es voluntaria. La cosecha es obligatoria.
Cuando cumplió los quince años consiguió un puesto como grumete en una goleta que zarpaba desde el Mar de Mármara, cuyo destino final se suponía sería la costa de Montevideo, en Uruguay. Tendría que transcurrir una década para que Alí Ben consiguiera que el alma de Mustafá descansara en paz y otros dos años para poder pisar de nuevo Asia, esta vez en busca de las bellezas que darían forma a su próspero emprendimiento, como así también a quiénes serían sus fieles empleados.


Cosme y Giussepe llegaron al cuartel general del Turco con órdenes muy precisas de la señorita Gailac y como buenos soldados estaban dispuestos a obedecer. Los recibió un hombre que dijo llamarse Abdul de unos cincuenta y tantos años, que vestía de manera impecable, cerraba el atuendo con unos zapatos negros muy pulidos. Lo que más sorprendió a los recién llegados fue que su anfitrión a modo de saludo les tendió la mano izquierda. Era manco.


Abdul y Yamil se habían adaptado de maravillas a la vida de la ciudad de Rosario. Habían conseguido casi hasta olvidar el pasado criminal de Estambul. Ambos se casaron y eran felices con mujeres argentinas que les regalaron tres hijos a cada uno. Llegaron a convencerse que ellos eran dos más de los tantos seres buenos y trabajadores que habitaban este extenso país. Se ganaban el pan comerciando telas y no esperaban nada más que alcanzar una buena vejez acompañados por sus numerosas familias.
Habían comprado un terreno y en él levantaron dos casas idénticas como hermanos gemelos. El martes ya muy entrada la noche, Alí Ben Kadar ingresó por la ventana que daba a la calle, a la cocina de Yamil. Todos los ocupantes de la vivienda dormían. Todos sin contar al dueño de casa.
Yamil sufría otra vez de acidez. Estaba seguro que otra vez no podría dormir. Se incorporó despacio para que Helena, su mujer, no se despertara. Se calzó unas pantuflas y buscó, en la oscuridad, una bata porque sintió frío. Al acercarse a la cocina creyó ver una sombra que se movía.
— ¿Quién anda ahí? — interrogó severo, convencido de poder ahuyentar al intruso.
Al oír la voz, Alí Ben no se sobresaltó. Giró en redondo y lanzó el cuchillo que empuñaba. El arma actuó certera y mató a Yamil en el acto.
El hijo del pescador limpió el puñal en la ropa del traidor y fue en busca de las habitaciones. En la primera que encontró, la claridad de la noche se filtraba por la ventana, dejando ver tres camas e infinidad de juguetes por todos lados. Se acercó a cada lecho y con perfección de cirujano, cortó el cuello de los niños. La mujer dormía apacible, al igual que sus hijos murió sin darse cuenta de nada.
Dispuesto a continuar con el sagrado castigo saltó la pared que separaba una casa de otra. Lo sorprendió un perro de aspecto amenazante que no llegó a proferir un segundo ladrido, ya que la hoja de la cimitarra así lo dispuso. La cerradura de la puerta del frente no fue un problema y la masacre parcial se completó en pocos minutos. Abdul no despertó hasta que el dolor en el brazo derecho lo hizo aullar como animal herido. La mano abandonó el brazo con facilidad. Alí Ben no quería matarlo, tampoco quiso hacerlo con Yamil. Su intención era dejarlos solos en el mundo para que así probaran algo del dolor que había tenido que masticar todos estos años.
El ideólogo de la perfidia se vendó como pudo el truncado miembro y cada vez con un grito más desesperado fue descubriendo uno por uno a los miembros de su extinta familia. También como pudo, ya sin una gota de aliento en todo el cuerpo, llegó hasta la casa de un vecino que había sido médico. Éste se acostumbró a no hacer preguntas a sus pacientes; todos ellos miembros activos de los bajos fondos que lo recompensaron mucho y muy bien. La historia que contó fue poco verosímil, pero lo mismo daba mientras pudiera pagar.
Pasó una larga temporada en el hospital. Al sentirse recuperado volvió a su hogar, sólo lo esperaba un espacio vacío en el que descansaban las ruinas de las que fueran dos bellas casas. Alí Ben lo había incendiado todo.



—Por favor tomen asiento, caballeros— ofreció Abdul, al tiempo que se acomodaba tras un escritorio en donde se apilaban algunas carpetas de cuero negro, al lado de una bonita y pequeña lámpara.- ustedes dirán ¿En qué puedo serles útil?
Cosme habló. Muy tranquilo y exagerando un acento que hacia mucho había olvidado.
—Quisiéramos entrevistarnos con el señor Alí Ben Kadar.
— ¿Por qué asunto sería? — interpeló Abdul.
—Mi amigo y yo,— declaró señalando a Giuseppe, quien apenas sonrió. —estamos organizando una reunión para unos comerciantes que llegarán en pocos días desde Sicilia. Son personas de mucho dinero, ejemplares esposos y padres; cuyas mujeres han dejado de lado hace tiempo los placeres de la carne. Optando por los placeres gastronómicos. —hizo un gesto que quería expresar: usted entiende de lo que hablo.
Abdul asintió y continuó escuchando.
—Se nos ha informado— prosiguió Cosme— que el señor Kadar está en condiciones de prestarnos el servicio que buscamos. Por un justo pago, claro.
El lisiado colaborador del Turco estudió a quienes tenía enfrente. Dos hombres que vestían con suma elegancia, con un aspecto que no contradecía sus dichos.
Mientras Abdul realizaba su inspección. Giussepe recorría con la vista la habitación. Se trataba de un lugar amplio de paredes color pastel, sin luz en el techo. Unas lámparas de pie en las esquinas proporcionaban una luminosidad correcta y sedante. Además del escritorio y de las sillas que ocupaban, había en el centro una mesa no demasiado alta, rodeada de cuatro sillones tapizados en un tono algo más oscuro que el de las paredes. También pudo ver un mueble con bebidas, algunos vasos y un par de pinturas que mostraban paisajes de tierras lejanas.
Apenas el siciliano hubo terminado de hablar llevó la mano derecha al bolsillo interior del saco, del cual extrajo un grueso fajo de billetes que dejó sobre la mesa.
—Son diez mil dólares.
Abdul envolvió el dinero con su mano como si con sólo sentir el peso fuera capaz de contarlo.
Giussepe intervino por primera vez. Su voz sonó como una orden:
—Por favor sírvase llamar al señor Kadar.
El secretario se incorporó. Salió sin decir palabra. Cuando la puerta se abrió, los espías del doctor Sayavedra vieron un hombre que se mantenía quieto, lo mismo que una estatua y vigilaba.
Pasaron varios minutos. Los amigos se mantuvieron en silencio. La puerta se abrió otra vez, pero ahora para dar paso a una mujer que lucía unos pantalones tan ajustados que parecían estar pegados a la piel. Llevaba además una blusa corta que dejaba admirar un abdomen liso y firme. El cabello, negro y abundante, estaba recogido en una trenza que superaba el metro de largo. Les dedicó una sonrisa suave a cada uno. Depositó sobre la mesa una fuente que contenía una cafetera a juzgar por el aroma que llenó el recinto y un plato con unos bollos que pronto supieron eran de manzana.
La espera se prolongó, pero gracias al café y los deliciosos buñuelos no fue tediosa.
Era la tercera vez que la puerta permitía el paso a alguien. En esta ocasión ese alguien era sin duda la persona que esperaban. Sus vestiduras eran elegantes y del color de la sangre. Todo era rojo camisa, pantalón y calzado.
—Caballeros, si son tan amables— dijo como si los saludara haciendo un gesto para que lo siguieran. El anfitrión se tocaba la cabeza con un turbante que armonizaba con el resto de las prendas, llevaba uno de los tantos pares de anteojos que poseía.
El grupo con Alí Ben Kadar a la cabeza y el guardaespaldas cerrando la marcha caminó por un pasillo hasta encontrar una puerta de doble hoja. Cuando el Hombre de los Mil Turbantes estaba a punto de llegar ésta se abrió como si hubiera pronunciado “ábrete sésamo”. Los individuos que se acomodaron en los extremos de la abertura para que su señor tuviera el camino libre, ostentaban el mismo feroz aspecto que quien cuidaba la retaguardia.
Una vez adentro los supuestos comerciantes perdieron el aliento. El salón estaba por completo pintado de blanco. Dos de las paredes las ocupaba un sillón cuya forma emulaba a la letra L. La porción más larga del bello mueble se enfrentaba con la puerta de acceso. No existía ningún objeto decorativo y la claridad era tan intensa, debido a la potente iluminación; que el lugar se asemejaba a un día de verano con mucho sol. La habitación tenía una segunda entrada, la cual miraba la parte corta de la L. Ésta daba a unas escaleras que servían para unir la blanca sala con el edificio en donde se alojaban las quince mujeres responsables de privar por un instante de oxigeno a los deslumbrados empleados del 343.
Las había rubias, morenas, pelirrojas. De piel mate o muy clara y algunas tenían las facciones típicas del continente negro. Sus cuerpos, cubiertos con unas túnicas blancas, daban la impresión de haber sido cincelados por Miguel Ángel. Ni uno ni otro de los amigos percibieron en qué momento el Turco desapareció, pero lo cierto era que ya no los acompañaba. Los infiltrados iban registrando detalle a detalle para ofrecer un panorama completo a su empleador.
Cosme buscó con la mirada a la mujer que les llevara el café. Con desilusión comprobó que no formaba parte del grupo. Que lástima, le hubiera gustado verla con una de esas sugerentes y largas camisas. La gran puerta se abrió. La muchacha de la larga trenza vestía igual que sus compañeras.
—Perdón por el retraso, caballeros— se excusó la joven y fue a ubicarse con sus compañeras.
Ninguno de los dos hombres se atrevió a emitir un sonido. Estaban extasiados, era un ser tan bello que asustaba.
Abdul quien había repetido un sin fin de veces este trámite y que además se había dado el lujo de conocer a todas y cada una en una deliciosa intimidad, no pudo menos que sonreír.
—Nuestras chicas, son únicas ¿No es verdad? — comentó atreviéndose a utilizar la primera persona del plural, por que Alí Ben Kadar estaba ausente.
—Concordamos en un cien por ciento, mi amigo— respondió Giussepe.
—Les ruego se sirvan elegir a diez y me hagan saber el día, la hora y el lugar a donde debemos enviarlas.
Tanto a Cosme como a Giussepe les desagradó casi al unísono que aquel sujeto se refiriera a tan hermosas mujeres como si fueran bolsas de harina.
La selección fue rápida. La primera elegida fue la muchacha de la trenza. Cosme no podía dejar de observarla a pesar de todos sus esfuerzos. Luego el florentino señaló otras nueve. Daba lo mismo una que otra todas tenían ese aura de ninfas y ellas lo sabían muy bien. La fecha de la mentada celebración se fijó para dentro de veinte días. El lugar, así como el horario quedaban por confirmar.


—Han realizado una labor muy prolija, señores. — los felicitó el doctor Sayavedra esa misma noche en su oficina en los fondos del 343.
—Nos alegra poder serle útil, doctor— contestó Cosme.
—El paso siguiente es conocer todos los movimientos del Turco.
Giussepe relató con todo detalle la fuerte seguridad que rodeaba al hijo del pescador. El doctor Sayavedra caminó unos pasos hasta llegar a descolgar de la pared una reproducción de “Habitación azul” de Pablo Picasso, que servía para disimular una caja fuerte. Retiró un juego de llaves, dos “Smith & Wesson” plateadas calibre treinta y ocho, un atado de dólares y otro de pesos, el segundo algo más abultado que el primero.
—A partir de este mismo momento dejan todo lo que venían haciendo— les informó el doctor Sayavedra. — Quiero que se peguen como estampillas al Turco y su gente. Todo lo pongo en sus manos. — les entregó las armas y el dinero. No fue necesario preguntar si sabían usarlas- Averiguan todo sobre la operación que tiene montada ese sucio y cuando sea oportuno les caemos encima y los hacemos mierda.
El propietario del 343 puso a disposición de los espías un Ford impecable de color azul con el tanque lleno.
Los que habían luchado en el frente alpino dejaron que los días pasaran y volvieron a operar tras las líneas enemigas. Fue el Turco en persona quien los recibió.
—Mis buenos amigos, es un placer verlos de nuevo— declaró con una gran sonrisa.
El motivo de esta segunda visita era sencillo, explicó Giussepe, los visitantes se habían incrementado y buscaban aumentar la compañía.
—Me alegra saber que sus negocios marchan a las mil maravillas. — dijo el Turco.
—Si a nosotros nos va bien a usted le ira mejor, estimado Kadar— sentenció Cosme.
—Así lo espero…,así lo espero, amigos míos.
Tomaron café, muy negro, que les sirvió una mujer de tez oscura y ojos de gato, con una figura que invitaba a la caricia. Pagaron el resto del importe y hablaron un rato de cualquier cosa. Cosme había esperado poder ver a la chica de la larga trenza, pero no fue así.
El doctor Sayavedra confiaba en esa rara intuición que tantas veces en el pasado le había hecho salir victorioso. Fue aquel sexto sentido el que hizo que encomendara una complicada tarea a hombres que no pertenecían a su entorno.
En sus tiempos en el ejército, Cosme y Giussepe, habían tenido muchas oportunidades de dejar claro que los trabajos de inteligencia estaban hechos a su exacta medida. No recibieron más entrenamiento que el básico, pero poseían el talento necesario para lograr entrar, permanecer y salir con lo que se les había solicitado. Conocían el arte del espionaje lo mismo que sus nombres. Todo se resumía en un procedimiento sencillo y a la vez con infinito riesgo: obtener los secretos de un Estado para transmitirlos a otro.
Dos semanas después de que se les asignara la misión, se apostaron frente a los territorios del Turco. Una amistad de las tantas que había conseguido el doctor Sayavedra les fue crucial para trazar un plan que debía seguirse lo mismo que el rastro dejado por las migas de pan para poder volver a casa. Alfred Stieglitz, un fotógrafo estadounidense que había disfrutado de las bondades de los casinos rodantes, le obsequió a Sayavedra una moderna cámara de 35 milímetros. Por su parte el jefe de Cosme y Giuseppe, entregó a quien estaba haciendo de la captura de imágenes una nueva forma de arte, una colección de cincuenta chalecos, su prenda preferida, de muy fina factura y un marco de oro de unos anteojos redondos con los que apareció hasta su muerte en todos lados. Como buen político que había sido no se olvidó del resto de la familia. Para la esposa, encargó al mejor orfebre de Buenos Aires que le fabricara un precioso mate de plata con su exquisita bombilla y prometió enviar a Nueva York más yerba para cuando la que acompañaba el presente se hubiera terminado. Muchos años después cuando Alí Ben Kadar y su séquito no eran más que un recuerdo perdido entre tantos otros, el matrimonio Sayavedra todavía disfrutaba contemplando la delicada pintura que de su regalo había hecho Georgia O’ Keeffe.
Para los amigos no fue difícil apropiarse de los conocimientos básicos del buen fotógrafo. Con tan valiosa arma en sus manos, fotografiaron sin descanso a toda persona que entró o dejó las oficinas. El mecanismo del negocio que había montado Alí Ben Kadar era preciso como una máquina que bien lubricada hace encajar cada pieza en la otra de manera inequívoca.
Cuando se debía acudir a un compromiso con una sola de las chicas, ésta era trasladada en un Mercedes Benz negro que por lo regular conducía el guardaespaldas que habían visto en la primera visita. El hombre manejaba con precaución quirúrgica. Al llegar al lugar de la cita, en casi todos los casos hoteles de lujo, el mastodonte secundaba a la exquisita dama hasta la recepción como primera escala para terminar el recorrido en la puerta misma de la habitación en la que desplegaría sus bellas artes. Una vez que el servicio se había brindado la muchacha caminaba sobre sus pasos, para volver a encontrarse con su carcelero que la depositaba otra vez en el vehículo y de regreso al punto de partida.
El procedimiento empleado en caso de tratarse de más de una empleada era el mismo con la diferencia que si debían entregarse dos unidades, el protector, ya un viejo conocido del lente de la cámara, se hacía acompañar por un colega. Cuando la entrega iba desde tres hasta veinte mujeres, se las llevaba en un transporte similar al de pasajeros, sólo que sin ventana alguna.
La vigilancia se había prolongado por más de un mes. El doctor Sayavedra no tenía todavía los medios para poner fuera del juego a su mayor competidor. Sus fieles vasallos se habían pertrechado con pelucas, anteojos negros, barba y hasta narices falsas, en un comercio que descubrieron, en cuyo frente había un cartel que anunciaba que si ellos no lo tenían era por que ese disfraz no existía. Para completar la caracterización habían echado mano a sus peores y más viejas prendas. El objetivo era adquirir el aspecto de los mendigos que deambulaban tanto de día como de noche por la zona. El aspecto más escabroso de la tarea había sido ocultar la cámara fotográfica, pero nada era imposible para quienes se proponen salir airosos y unos trozos de tela fueron más que suficiente para disimular aquel aparato que les daría la victoria absoluta de la batalla inicial de la Pequeña Guerra.
Los enemigos de Alí Ben Kadar sabían que éste, contaba con un harén de cuarenta mujeres y que lo protegía con doce guardias armados. Pronto algo tendría que ocurrir. La vigilancia no podría extenderse por mucho más tiempo. No tenía sentido. Había que entrar en acción.
Era domingo. Cinco minutos habían pasado de las tres de la tarde. Cosme montaba guardia, mientras su camarada había partido a buscar un poco de fiambre, pan y una botella de vino. El siciliano creyó estar frente a una visión. Se repuso y accionó repetidas veces el obturador. La señorita Gailac Había bajado de un auto y con su aire resuelto entraba en los dominios del hombre de los mil turbantes.
— ¿Qué puede estar haciendo ella ahí? — Giussepe no salía de su asombro.
—La verdad, che, que no me lo explico— Cosme se sentía igual de confundido.
— ¿Estará cumpliendo algún encargo del doctor?
—Puede ser, pero no creo. Tendrían que habernos avisado.
Sesenta minutos se les escurrieron tejiendo hipótesis, hasta que la Gailac volvió a entrar en escena. Era acompañada por el mismo Turco.
Los que los observaban, abrieron los ojos más allá de los límites posibles cuando Alí Ben Kadar rodeó por la cintura a la mujer, con el mismo brazo que había dado muerte a tantos seres y luego la besó en los labios. Los antiguos soldados agradecieron haberlo capturado todo con la cámara, de lo contrario ¿quién les creería?


La noche de la inauguración del 343 no fue uno de los primeros en llegar. Estaba feliz de haber sido elegido. Una sola cosa empañaba esa dicha, el brazo le dolía como nunca. Una vez que hubo entrado, una señorita lo acompañó hasta una mesa en donde reposaba un cartel con el nombre que proporcionara para conseguir la reserva, Mohamed Sabih, no podía ocultar su ascendencia. Sus rasgos lo delataban como un heredero directo de Solimán, el magnifico. El lugar que le asignaran enfrentaba el escenario justo en el centro, eso le agradó. Pidió una copa de coñac “Napoleón” y se dedicó a observar, para eso su señor se había preocupado en invertir tiempo y dinero fabricándole una identidad digna de estar en la noche de estreno de un lugar como éste.
De un momento a otro las luces se extinguieron, obligando a los presentes a guardar silencio. Estaba claro que algo sucedería. Abdul agudizó al máximo sus sentidos y esperó. El sosiego se quebró cual vidrio apedreado, merced al sonido de unos acordes que se fueron asomando despacio como un exhausto caminante. El gordo saludo de las cuerdas del contrabajo dio la bienvenida al recién llegado. Por último el golpe susurrante de las escobillas sobre el terso lomo del tambor proporcionó un ritmo parejo. El peregrino, ahora algo más recuperado desgranó un puñado de grados conjuntos, que sus amigos sostuvieron con un acompañamiento que se incrementó como si un volcán se preparara para erupcionar. El hombre manco disfrutaba con la música. Era la primera vez que oía algo así; le resultaba muy agradable. Al igual que el resto de la concurrencia se sobresalto cuando los sonidos cesaron súbitos y una luz que dibujaba un círculo envolvió a una mujer elegante y rubia.
—Caballeros, sean todos ustedes muy bienvenidos— anunció la Gailac, al tiempo que el trío volvía a su trabajo— el 343 les desea que pasen la primera de muchas veladas inolvidables.






—Todas las chicas son una maravilla, pero hay una que no puede compararse con ninguna— relataba Abdul en la habitación de Alí Ben Kadar.
El Turco se mostró interesado, exigió más detalles.
—Has hecho un buen trabajo. — dijo cuando su lacayo terminó el informe—podés ir a descansar, lo tenés bien ganado.
—Como digas, señor— contestó el empleado con esa mirada cargada de temor que no cambiaría jamás en presencia de aquel personaje.



— ¿Cómo puede ser posible que nos haya hecho esto? — se preguntó Bety Sayavedra sin esperar una respuesta.
El dueño del 343 estudió las fotos por quinta vez, y por quinta vez a su rostro asomó un gesto de pasmosa incredulidad. La persona de las imágenes era y no había duda, su amiga de tantos años.
—Peguémosle cuatro tiros y tiremos su desagradecido cuerpo de traidora frente a lo del Turco, para que se entere que nadie puede ni siquiera intentar joder con nosotros— gritó Bety fuera de sí.
—No. Tenemos que dejar que siga creyendo que nos está ganando de mano. Ella debe andar con ese cabrón por alguna razón. — reflexionó el doctor Sayavedra.
—La razón, la razón es más que simple. Es una asquerosa, una hija de la gran puta. Eso es lo que es. —los ojos de la mujer parecían estar a punto de prenderse fuego.
—Bety, mi amor.-Sayavedra habló con mucha calma— Algo no anda bien, pensá ¿Por qué nos jugaría sucio? Acaso no somos como una familia.
—Qué familia ni un carajo. Hay que pararla, antes que el Turco nos caiga encima.
El doctor Sayavedra se paseaba por la oficina tratando de poner en orden las ideas.
—Vamos a aguantar para ver qué pasa. — dijo — Por ahora lo tenemos bien marcado y el tipo está tranquilo.
Bety permaneció en silencio, pero no intentó disimular su desacuerdo.
—Te ruego, mi amor que mantengás las apariencias. Todo debe seguir como hasta ahora. —pidió Sayavedra.
—Te estás equivocando. Sabés que siempre he respetado tus juicios, pero esta vez yo tengo razón. Hay que freírla en aceite y hay que hacerlo ya.
El esposo se detuvo. Giró para poder mirarla y que no quedaran dudas.
—Mirá cuando yo ya no esté, hacé lo que te parezca. Por ahora las ordenes las doy yo, y se acabó el tema— así dijo y salió de la habitación con pasos largos.


Alí Ben Kadar estaba solo en el departamento emplazado en la parte alta de su local. El ámbito privado del poderoso hombre no tenía ni un gramo de reminiscencias asiáticas. Los muebles eran franceses y las cortinas, pesadas y azules, habían llegado desde Italia. No soportaba la luz cenital, por eso todo el lugar se iluminaba con veladores y lámparas de pie que fueron fabricados unos en Inglaterra y las otras en España. Amaba Europa.
Una vez que Abdul se hubo retirado, se quedó pensando en todo lo que éste le había relatado. No estaría nada mal estar de vuelta, pensó.
A Alí Ben Kadar no le hacía falta nada en la vida y ese era su mayor problema. La rutina lo tenía hastiado como un niño que ha pasado una semana dentro de una fábrica de chocolates. No le era difícil recordar los tiempos que habían quedado perdidos por allá lejos, muy lejos, cuando comenzaba a cimentar sus dotes de mercader. Por aquel entonces le resultaba narcotizante adoctrinar con sus artes aprendidas en calles, bares y otro sin fin de reductos, a las bellezas que harían las delicias de miles de agradecidos clientes. No le había escatimado a la emoción y a la adrenalina cuando al regresar a su Estambul natal reclutó a ese selecto grupo con los que recorrió hasta el más lejano de los continentes buscando, eligiendo y secuestrando a las mujeres que constituirían el motor de su riqueza y poder. Aquellos días habían pasado como siempre sucede con los días y estos días eran el tedio hecho horas.
Casi sin notarlo se durmió en la gigantesca cama con sábanas de seda del color de la noche. Al despertar tres horas más tarde, todavía con las ropas, el turbante y los anteojos puestos, elaboró su estrategia y eso lo hizo sentir vivo. Vivo como la noche en que vengó a su padre.


Cuarenta y cinco días antes de ser vista besándose con Alí Ben Kadar, la Gailac se disponía a cruzar una de las calles del centro. Pudo ver al bello auto negro, pero creyó tener tiempo suficiente antes de que llegara hasta ella. No sucedió así, había dado dos pasos y la enorme carroza metálica alcanzó a tocarle las piernas con el paragolpes delantero. El chofer frenó muy a tiempo, pero no con el necesario para evitar que ella gritara a causa del miedo.
Como si hubiera sido un caballero de reluciente armadura Alí Ben Kadar saltó del vehículo y fue a prestar auxilio.
— ¿Está usted bien, señorita? — preguntó con voz angustiada.
—Sí…,sí. Soy una tonta y no pude evitar asustarme.
—El tonto o más bien el ciego es mi chofer que no la vio antes.
La Gailac una vez recuperada quedó deslumbrada por la apariencia de su salvador. El traje color verde oliva, tenía un perfecto corte italiano, la camisa de seda blanca y los zapatos nuevos de un negro intenso. Lo que la dejó fuera de combate fue el exótico pañuelo que le cubría la cabeza y los anteojos negros con forma de pentágono.
— ¿La acerco a alguna parte? — preguntó el Turco— Es lo menos que puedo hacer.
—No se haga problema,-respondió la Gailac— iba a la zapatería aquella—señaló hacia una vidriera a espaldas del hombre— a mirar algunos zapatos y carteras.
—Me sentiré honrado si me permite escoltarla.
—No logro imaginar mejor compañía— contestó sacando a relucir su cautivante sonrisa y se encaminó hacia el comercio seguida por el Turco.
Él insistió en pagar los tres pares de zapatos y las dos carteras. Ella se rehusó las dos primeras veces, para luego exclamar:
—La tercera es la vencida, según dicen.
—Eso dicen.
Alí Ben Kadar extendió unos billetes a la vendedora invitándola a conservar el vuelto.

—Antes de llevarla hasta donde vaya, quisiera que me acompañara a tomar algo fresco-le dijo Alí Ben Kadar e hizo una seña para que el auto se acercara.
—No quiero abusar de su sentimiento de culpa-respondió muy seria la muchacha.
—No conozco tal sentimiento. Me gusta seguir mis instintos y lo hago.
—Siempre me ha interesado la gente que se deja llevar por el instinto.
La Gailac se corrió para permitir que el Turco le abriera la puerta del auto. El chofer se dedicó a guardar los paquetes en el baúl.
Fueron a un bar en San Telmo. Bebieron, cerveza él, ella un jugo de naranjas. La charla giró en torno a temas sin importancia.
—Tendrá que disculparme— nunció la chica— debo retocar mi maquillaje.
—Tome su tiempo. No pienso ir a ningún lado.
Cuando la Gailac se alejó el chofer, que disfrutaba de una cerveza en la barra, caminó hacia el baño de damas y se paró frente a la puerta para permitir que su señor accionara sin ser interrumpido.
El primer paso fue sencillo. Metió la mano en el bolsillo interno derecho del saco y al instante ubicó lo que buscaba, una cajita de metal rectangular que contenía veinte pastillas de escopolamina. Se las conocía con el nombre de burundanga. El costo habría valido la pena, si cumplían lo que prometían. Tomó una píldora y la dejó caer dentro del vaso con jugo de naranjas.
Según sabía cada comprimido contenía cien miligramos de droga. Su efecto se prolongaba durante dos horas. El tóxico penetra la barrera hematoencefálica y altera el sistema nervioso central. Las persona afectada pierde la memoria, se vuelve un autómata capaz de obedecer cualquier orden que le sea impartida o de pensar que lo que se le está diciendo, por extraño que pueda sonar, es la verdad más pura, simple y absoluta.
La muchacha volvió radiante, ajena a todo. El cuadro estaba intacto como lo había dejado. El apuesto personaje en la mesa esperaba con paciencia teñida de remordimiento y apoyado en el mostrador el chofer charlaba con el hombre que servía las bebidas y seguía paladeando una cerveza fría.
Alí Ben Kadar levantó la copa con un gesto teatral y dijo:
—Brindo, porque está más bella que hace cinco minutos. Si acaso eso es posible.
—Yo voy a brindar por los frustrados accidentes de tránsito-dijo la joven cuando se hubo sentado. Acto seguido tomó un largo trago de su bebida.
El narcótico se pone en funcionamiento en pocos minutos. La víctima no presenta signos visibles. El mercader le tomó las manos a la mujer. Para cualquiera que lo observara se trataba de un gesto de afecto por parte de un hombre hacia una belleza semejante. Cerrándole la derecha en forma de puño, le dijo:
—En tu mano tenés un afilado puñal. Sentada en la barra, se encuentra una persona que me ha ofendido. Matálo.
Confirmando todos los pronósticos, la Gailac, se dirigió hasta el mostrador con paso seguro y manteniendo la mano derecha como si sostuviera un cuchillo, golpeó, golpeó y volvió a golpear la espalda del chofer, hasta que el Turco le dio la orden de detenerse.
Mientras caminaban hasta el auto Alí Ben Kadar comentó a su empleado.
—Ya podemos decirle adiós al imperio Sayavedra.
La carcajada que acompañó a la frase congeló la sangre en las venas del chofer.

Fue gracias a la droga que mina la voluntad que la Gailac se convirtió en instrumento para tender una trampa a las muchachas que desaparecieron del 343 y cayeron en las manos de Alí Ben Kadar. El Turco recibió una suma de miedo por entregarlas al capitán de un barco con pabellón ruso, quien a su vez fue premiado con una cuantiosa cantidad por depositar la sensual mercancía bajo la custodia de un ucraniano que se alimentaba merced al dinero que conseguía por vender entretenimiento de toda clase a los jerarcas del partido.
Los planes del enemigo del doctor Sayavedra se cumplieron con tal perfección que poco a poco consiguió hacerse con la información que le ofrecía una desmedida ventaja para pelear la guerra que él mismo se dedicara a iniciar.
La eficacia de la pócima quedaba cada vez más demostrada. Los enojos que sufría la amiga del matrimonio por ver como estaba en peligro todo lo que habían conseguido eran reales lo mismo que la lluvia, la nieve, el frío o el calor.
El Turco y sus ayudantes se ubicaban siempre un paso adelante de sus contrincantes. Interceptaban los embarques de comida y bebida, los cuales muchas veces eran arrojados al río y otras se les colocaban sal o azúcar para que continuaran su recorrido inutilizados.
Frustraron la llegada al 343 de dos importantes cómicos que habían sido contratados. Uno fue atropellado y debió pasar seis meses en el hospital con los costos a cargo de los Sayavedra, el otro sufrió una severa intoxicación por ingesta de paella en mal estado, cortesía de los colaboradores que Alí Ben Kadar tenía en todos lados, percibiendo fabulosas remuneraciones.
Muchos de los clientes de toda la vida de los casinos fueron asaltados y además golpeados cuando abordaban camiones que pretendían ser “Santa Laura”, pero eran ocupados por hombres ávidos de maltratar y saquear que también respondían al hijo del pescador de Estambul. Estos seres no volverían a apostar ni siquiera en un juego familiar de la lotería por lo que les quedaba de vida.
El astuto estratega había ideado un sistema cuyos inconvenientes para ponerlo en práctica se relacionaban en proporción directa con su efectividad. El derrumbe que tuvo que afrontar su antagonista, así lo atestiguaba. El procedimiento era el siguiente: a toda hora alguien de su entorno le seguía los pasos a la Gailac y siendo esta una persona a la que le encantaba pasear, charlar y comprar, las oportunidades de mezclar la droga con alimentos azucarados, en donde mejor funcionaba, o bebidas eran muchas. Una vez que el trance iniciaba, era llevada ante el Turco, quien en el par de horas siguientes se dedicaba a exprimir su cerebro lo mismo que una naranja para conocer los pasos que pensaba dar su enemigo.
El Hombre de los Mil Turbantes se regocijaba en su victoria parcial. Tenía esa seguridad que tienen los poseedores de un arma mortífera de estar tan cerca del final de la batalla que empezaba a tranquilizarse. Tal tranquilidad iba a costarle caro. Todo lo caro que cuesta la soberbia a quienes la enarbolan. Él que creía ser alguien omnisciente, no era más que otro de tantos que creían ser lo que no eran. Lo que el Turco no sabía era que el ejército del 343 no había permanecido en cuarteles de invierno y que lo vigilaban ojos atentos.
No era posible que relacionara a los dos prósperos comerciantes italianos con aquellos individuos a los que despreciaba y no había hecho eliminar por un gesto de compasión que aún no alcanzaba a comprender, que se pasaban horas y más horas en la vereda mendigando.
Las tareas de vigilancia de Cosme y Giussepe se habían situado en un punto muerto, que volvió a la vida debido a que la presa, Alí Ben Kadar, sucumbió a su adicción. Un firme y sinuoso cuerpo de mujer.
El domingo que la narcotizada maestra de ceremonias del 343 fue dejada en la puerta de los dominios de Alí Ben Kadar con la orden expresa de ingresar al edificio. El hombre que la esperaba modificó la rutina. No la condujo al lugar de siempre, sino que la llevó a sus habitaciones y le habló con las palabras que emplean los enamorados, al tiempo que la iba despojando de sus prendas. Poco faltaba para que el hechizo se fuera como el humo, cuando las dos figuras se pusieron frente a la atenta lente que controlaba Cosme. Entonces el Turco cometió el error que inclinó la balanza en su contra. Rodeó por la cintura a la señorita Gailac con el mismo brazo con que había dado muerte a tantos seres y luego la besó en los labios.


Si la persona hubiese sido otra, el doctor Sayavedra no hubiera tenido un segundo de vacilación y la orden se habría escapado de su boca, casi al mismo tiempo de saber que estaba siendo traicionado. Pero no pudo hacerlo. A ella la quería como se quiere a una hija y tal vez más. Le resultaba imposible pensar en que fuera la causa de todas sus desgracias. No tenía motivos para portarse desleal y si tuviera alguno, se estaba comportando con la sangre fría de un tiburón.
El creador de los casinos móviles estaba seguro que la muchacha había caído bajo las garras del chantaje, mas no lograba imaginar basado en qué, no tenía familia ni nada con lo que se la pudiera presionar.
La irrupción de Bety en la estancia, puso fin a sus especulaciones.
Como todos los domingos Bety acomodó la bandeja del desayuno sobre la cama y después lo besó por segunda vez. La primera fue cuando acababa de despertar.
— ¿Qué haría sin vos, amor? — dijo el doctor Sayavedra.
—Buscarte otra, seguro— bromeó Bety.
—Ni loco y perderme el desayuno de los domingos— le siguió el juego Sayavedra.
—No jodás. Cualquier puede preparar té y pan con manteca.
—Lo voy a tener en cuenta, amor mío.
—A pesar de las bromas, no se te borra el gesto de preocupación.
—Pasa, que no puedo entenderlo.
—Yo lo hubiera esperado de cualquiera, pero no de ella— Bety adoraba a la Gailac lo mismo que su esposo.
—Pensaba en eso un segundito antes de que entraras.
—No me puedo sacar de la cabeza las imágenes de las fotos— Bety probó el té— ella es una chica tan fina ¿Cómo va a enredarse con ese Turco inmundo?
— ¿¡Fina!? Me parece que no la llamaste así la última vez.
—Ya me conocés— intentó disculparse Bety— soy leche hervida. No mido las palabras cuando me enojo. Vos sabés que la quiero como a una hija.
—Sí mi amor, claro que lo sé. —le respondió e hizo chocar su taza con la de ella a manera de brindis.
— ¿Qué medidas vas a tomar? — quiso saber Bety.
—Lo primero que se me ocurre es hacerla seguir.
—Por qué no le hablamos. Le decimos que no vamos a tomar ninguna acción si dice toda la verdad.
—Mi amor, aquí está pasando algo más.
—Está bien…, está bien, pero ¿qué?
—Es lo que tenemos que averiguar y pronto o se nos va a venir el mundo encima. — sentenció el doctor Sayavedra.


Cosme y Giussepe habían observado muchas veces la escena que daba comienzo con la llegada de la señorita Gailac en un coche y que concluía al cabo de casi dos horas partiendo en el mismo vehículo. Pisando siempre los talones de la muchacha iban Vicenta, María o Margarita, la modista; quienes habían sido sumadas a la nomina del 343. Las tres mujeres se ocupan de manera alternada de seguir a la esbelta rubia, durante el día. Al caer la noche estaba en todo momento en el local del 343. Cuando llegaba a su departamento era custodiada por un falso policía que pretendía estar haciendo la ronda nocturna. El cuidado de los niños, Enzo y Juliana, la hija del matrimonio Torelli, quedaba en manos de las mujeres que no estaban en ese momento oficiando como la sombra de la Gailac.
Una de las actividades que desempeñaba la chica que había nacido en Media Agua, San Juan, era la de ocuparse de los proveedores y de los representantes de los artistas, si éstos contaban con uno. Caso contrario la gestión la realizaban los propios ejecutantes de los variados oficios. No había accedido a poseer un sitio fijo dentro del 343 para llevar adelante sus labores. Prefería para tales propósitos, cualquiera de los tantos cafés y confiterías que atestaban las calles de la ciudad. Le encantaban los de la calle Corrientes y los de la Avenida Rivadavia. Pero como suele pasar con alguna ropa, una comida o una canción, sentía una debilidad particular por el café de la Avenida de Mayo al ochocientos. Aquel era un espacio en el que se respiraba el arte y la excentricidad. Hasta su nombre tenía para ella un toque de musicalizad, se trataba del Café Tortoni.
Fue allí en donde la fortuna decidió mostrarle a Vicenta la luz al final del túnel.
Ni bien la vio aparecer, el propietario de origen francés Curuchet, abandonó lo que hacia, para rendirle la pleitesía con la que esperaba, más temprano que tarde, tenerla entre sus sábanas.
— ¡Qué alegría, verla de nuevo por acá!
La Gailac extendió la mano derecha para que el siempre deslumbrado inmigrante la besara.
—Con ésta clase de recibimientos, tenga por seguro que vendré mucho más a menudo.
—Me sentiría muy honrado, si decidiera elegir al Tortoni como punto de encuentro permanente.
—No sería muy justo para los demás-declaró con fingida soberbia— ¿No lo cree así, mi querido Curuchet?
—Con profundo pesar, debo darle la razón.
Intercambiaron algunas otras frases con idéntico e insulso contenido y como era costumbre el propietario deslizó el ofrecimiento para que fuera su invitada en una cena en su casa cuando le apeteciera. También como era habitual sobrevino una elegante declinación.
La Gailac atravesó el salón repleto. Podía sentir sobre sus ropas, un conjunto de falda y blazer rojo, los ojos de la concurrencia masculina. Complementaba el delicioso traje con una blusa de un rosa suave. Llevaba finas medias de seda transparente y unos zapatos tan rojos como el traje, que la hacían parecer diez centímetros más alta. El cabello, estirado hacia atrás, lo lucía sujeto en un rodete.
En una de las mesas charlaban muy animados Carlos Gardel y José Razzano. El zorzal la saludó regalándole una de sus sonrisas amplias. La Gailac se besó la palma de la mano y luego sopló en su dirección. El compositor de la música de “El día que me quieras”, que según se rumoreaba la había utilizado como su musa, levantó una mano para significar que atrapaba el presente.
Ella contempló divertida la escena y siguió viaje hasta su mesa, la cual siempre se le reservaba en el último y más alejado rincón. En su recorrido se detuvo a saludar a Roberto Arlt, quien tomaba café y leía a Dostoiesnsky. El recién publicado novelista advirtió que era observado e interrumpió la lectura.
—Acabo de terminar la novela— le dijo excitada—, me pareció fantástica.
—Te lo agradezco.
—No te quito más tiempo. Hasta cualquier momento. — se despidió la Gailac.
—Avisá…, mirá si no voy a tener tiempo para un elogio. — respondió el autor de “El juguete rabioso”.
Vicenta esperó unos cuantos minutos antes de entrar. Fue a partir de ese momento que la suerte marcó el comienzo del fin. El mozo que tomara la orden de la Gailac, un jugo de naranjas, se aproximó al mostrador para retirar la bandeja que contenía la bebida. Todo se desarrolló rápido, tanto que no pareció real, pero lo fue. Cuando el empleado estaba a punto de asir la bandeja, alguien le tocó el hombro obligándolo a darse vuelta.
—Disculpe ¿Tendría cambio? —le consultó una muchacha cuyo cabello negro le llegaba hasta la cintura en forma de una imponente trenza.
— De cien…a ver…, esperáte que me fijo. Dijo y sacó la billetera alargada, que ostentaba una publicidad de cerveza típica de los de su oficio, del bolsillo posterior del pantalón. Apartó cinco billetes de veinte y los entregó a la joven.
— Muchas gracias. Muy amable.
—Por favor, faltaba más.
Vicenta se dedicó a seguir la trayectoria del mozo desde que dejó la mesa de la Gailac. Por eso pudo ver con claridad como un hombre acodado en la barra echó algo en la bebida, apenas el personaje de chaqueta blanca giró. Después el vaso fue a parar a la mesa y desde allí a los labios de la encargada de compras del 343. La esposa de Cosme Ferrara retuvo en su memoria hasta lo más ínfimo. Observó al tipo de la barra, con su temible porte, trasladarse hasta donde estaba la mujer rubia. Lo observó decirle algo, después de lo cual, la Gailac se incorporó y buscó la salida. Al pasar otra vez junto al escritor, éste que ya no leía, sino que garabateaba ideas para futuros proyectos, le dijo:
— ¡Eh! ¡Che! ¿Qué pasó? Parece visita de médico.
La mujer no se inmutó.
— ¡Qué loca está esta mina por Dios! — pronunció para sí y volvió a enfrascarse en lo que hacía, un bosquejo que contaba la historia de una sociedad secreta cuyos macabros fines eran liderados por un personaje nombrado como “el astrólogo”. Ya en la calle la Gailac abordó un auto acechada siempre por los ojos de Vicenta. Primero el vehículo se alejó, luego aparecieron en la puerta el mastodonte y la chica de la trenza, a la que se la veía bastante nerviosa. El recorrido que se había iniciado en el café Tortoni, alcanzó la meta en los dominios de Alí Ben Kadar.


—Sabía que algo raro pasaba— dijo a los gritos el doctor Sayavedra.
Vicenta había cedido su puesto a Margarita, para correr a casa de los Sayavedra. Pero antes pasó cerca, muy cerca de los mendigos. Junto al billete dejó caer dentro del sombrero de las limosnas un papelito escrito a toda velocidad que decía: “creo que tengo algo. Voy a lo del doctor”.
—Ahora sí tenemos que hablar con ella, avisarle que está siendo usada en nuestra contra— propuso Bety con temblor en la voz.
Vicenta no pronunció palabra. Sólo se limitó a observar y esperar.
—Hay que poner en marcha el operativo para voltear a ese Turco de la misma mierda, hoy mismo— exclamó más calmado el doctor Sayavedra— .Cada día que pasa es un riesgo.
Bety sirvió té para todos. Cuando estuvieron sentados preguntó:
— ¿Usted qué opina Vicenta?
La siciliana probó la infusión. No quería dar una mala impresión, así que tomó su tiempo antes de responder.
—Con todo respeto, — comenzó diciendo— creo que no es tiempo de atacar.
El matrimonio al unísono se acomodó en los sillones, dispuestos a prestar atención a lo que la mujer tuviera para decirles.
—Continúe, por favor— la alentó Bety.
—En mi opinión, habría que hacer circular una información muy tentadora que obligara al Turco a querer saber más y para lograrlo necesitará a la señorita.
Tanto Bety como su marido no dejaban de felicitarse por haber contratado a éste grupo de gente, sin dudas muy hábiles y poco aprovechadas.
—Lo que dice tiene una lógica interesante, señora— dijo Sayavedra.
Vicenta no dio muestras de sentirse alagada. El hombre prosiguió.
—El proceso de desinformación podríamos repetirlo un par de veces. Después aparecemos con todo lo que tenemos y lo hacemos pagar.



Las fotografías constituían una prueba irrefutable. Ella aparecía en todas con el misterioso hombre que había conocido en la calle meses atrás. A pesar de los esfuerzos que hizo no logró recordar nada. Se hallaba desorientada, sin poder ni siquiera imaginarse que el gigante que la sacaba de los lugares, volvía a dejarla en el exacto sitio que ocupaba con el tiempo justo para que la droga perdiera sus poderes. Era una suerte que siempre gustara de visitar establecimientos grandes y repletos de personas que iban y venían. Cuando la muchacha volvía en si, su reloj marcaba la hora con el atraso preciso y su jugo estaba a medio consumir, proporcionado por la gente que Alí Ben Kadar había reclutado entre el personal de planta de cada lugar.
Existía algo más que la Gailac desconocía, y lo cual la hizo enojar como no lo hacía desde las épocas en que María, su madre, pasaba horas y horas buscando en el horizonte la silueta de su padre, el Turco y su apuesto salvador eran uno solo.
Los días del mayor enemigo que hubiera tenido nunca la familia Sayavedra estaban contados. El patriarca se sentía como ese jugador de truco que esconde en la mano, el ancho de espadas, el siete de oros y una carta negra para despistar al contrario. No podía por ninguna causa perder la mano.
La primera orden que impartió fue para Cosme y Giussepe. Suspendan la vigilancia, les dijo, ya no tiene sentido.


El miércoles cerca de las seis de la tarde, un día después de haber puesto fin a sus tareas como espías y dos desde que la Gailac se estuviera al tanto de todo. Los veteranos de los Alpes se encontraron, no por última vez, con Abdul en la habitación que ya les era conocida. El segundo del Turco los recibió como el que se reencuentra pasada una larga ausencia con esos amigos con los que fue tan feliz en la infancia. En está oportunidad los agasajó con licor de menta, el cual según dijo muy alegre, había preparado él mismo con su propia mano.
Toda la transacción se llevó a cabo con el Turco brillando por su ausencia.
-Ha pasado mucho tiempo desde su última visita. Pensé que se habían arrepentido y que no regresarían-les decía Abdul, mientras les llenaba por segunda vez las bonitas y diminutas copas de cristal, dejando la suya para el final.
—De ninguna manera. Somos gente de palabra— aclaró Giussepe— .Lo que nos pasó es algo muy simple.
Abdul inclinó el cuerpo hacia delante, apoyando el codo sobre el escritorio, como si en realidad le interesaba lo que iba a oír.
—Nuestros negocios— siguió explicando Giussepe— nos obligan a viajar mucho por el interior. En este último viaje, nos surgieron algunos inconvenientes que hicieron imposible celebrar el previsto encuentro entre nuestros impacientes socios extranjeros y el personal de su empresa. Ahora todo está en su lugar y cuando usted diga ponemos todo en marcha.
— ¿Cuándo estarían llegando al país sus socios? — consultó el manco.
—Ellos ya están aquí y le repito que muy impacientes.
—Es una buena novedad. Trataremos de calmarlos a la mayor brevedad posible.
El hombre de una mano sola abrió uno de los cajones del mueble. Retiró una carpeta con tapas duras de color azul. Corrió las copas y la botella. La apoyó sobre el escritorio. Por un momento los pretendidos clientes tuvieron la sensación de que se había olvidado de ellos, su concentración era absoluta. Recorrió varias páginas siguiendo la lectura con el dedo índice. Después de cerrar el libro, anunció:
—Caballeros, por favor discúlpenme un momento. Ahora estoy con ustedes.
No habrán pasado cinco minutos y regresó con una carpeta delgada. Contenía fotografías.
—Muy bien amigos, vamos a ver. — dijo y se reubicó en su lugar— Tengo aquí, —levantó la carpeta— a las veinte señoritas que habían seleccionado— hizo una pausa.
— ¿Ocurre algo? — lo interrogó Cosme.
Abdul les extendió la carpeta.
—Lo que me temo es que alguna de las muchachas no se encuentran disponibles.
— ¿Eso por cuánto tiempo?— esta vez el que consultaba era el florentino.
—Por algunos meses. Pero no se aflijan, nuestra mercancía es toda de la más alta calidad. Sus invitados quedarán muy conformes. Eso se los garantizo.
Cosme revisó una a una las imágenes. Algunas estaban atravesadas por una franja que decía:”reservada”. En la novena página comprobó lo que temía, la chica de la trenza estaba vedada.
—Esto no representa problema alguno. Confiamos en su criterio para efectuar los reemplazos— dijo con su más fuerte acento peninsular.
—Asunto arreglado, entonces— les ofreció otra dosis del verde brebaje.
—Nuestros invitados, permanecerán en el país unas dos semanas más o menos— comentó Giussepe.
— ¿Les parece adecuado el domingo entonces?
—Será perfecto. El punto de reunión será, mi estancia en Lobos. He confeccionado un plano, bastante rudimentario por cierto— se disculpó el siciliano— para que puedan dar con el lugar. Se llama: “Última Morada”.
—Nombre sugestivo, si los hay— bromeó el segundo de Alí Ben Kadar.
—Opino lo mismo, estimado Abdul.
Se estrecharon las siniestras y concluyeron la reunión.


El martes por la noche, tuvo lugar un encuentro en casa de los Sayavedra. Participaron en él, la Gailac, Cosme, Vicenta, Giussepe, María y Margarita. También fueron participados dos de los más cualificados hombres del otrora político. Ambos de aspecto sumiso, quienes antes de ser sicarios, habían llevado pan a la mesa con sus salarios de policías. El conciliábulo terminó, cuando se hubo tomado la determinación de atacar en todos los frentes. El objeto era conseguir que el clandestino mundo en que vivían, tuviera un único, legitimo y soberano emperador; el doctor Sayavedra.

Habían pasado las diez de la noche, era sábado. Alí Ben Kadar se paseaba nervioso, como enjaulado, por su departamento. Tenía la seguridad que sus informantes eran fidedignos, no podía ser de otro modo con todo lo que le costaban.
. Tal vez la rubia y confiada mujer no ostentaba la posición de privilegio dentro de la organización, que había declarado bajo el poder del narcótico. Tal vez el antiguo miembro del partido Radical había conseguido apoyo económico de sus muchos amigos. Los tenía en todas las esferas sociales. Sea como fuere se decía en las calles que los casinos ambulantes no lograban albergar un jugador más. Todos los apostadores de la ciudad pretendían participar de sus dos nuevas propuestas lúdicas. La primera era un juego en el que se ganaba o perdía con relación a los resultados de los partidos de fútbol dominicales. A éste entretenimiento que ofrecía premios cuantiosos, se accedía con la compra de una tarjeta en donde podían leerse todos los encuentros de la fecha. El apostador debía elegir uno de los equipos y después consignar si éste ganaría, sería derrotado o empataría. La segunda se trataba de lo más novedoso y moderno en el universo de los juegos de azar. Unas máquinas en donde se introducía una moneda, para luego tirar de una palanca que poseían en el costado izquierdo. Si se acertaban tres figuras iguales: bananas, pelotas, paraguas, la persona afortunada se llevaba cien veces el valor de su riesgo.
El Turco, cuyo rasgo más notorio era su temple de hielo, estaba fuera de sí. No lograba dar tregua a los pensamientos cuando Abdul entró.
— ¿Alguna novedad? — inquirió.
—Una. Los camiones son cuatro y ya no están pintados como los del frigorífico.
—Traé como sea a la rubia. Ella tiene que decirnos algo. Movéte. — le ordenó con furia.
—Se me ha informado que acaba de llegar al 343. No podemos sacarla de ahí y eso usted lo sabe, señor.
—Tenés razón, pero es que no puedo con mis nervios-confesó, mostrando un costado desconocido, Alí Ben Kadar— ¿Cómo marcha lo de mañana?
—Las seleccionadas están descansando. También los hombres que las escoltarán.
—Por lo menos ese asunto está en orden.
—Todo saldrá según lo previsto, señor. Confié en mí.
—Si no lo hiciera, hace mucho que le harías compañía a Yamil ¿No lo creés así?
—Así lo creo y se lo agradezco, señor-respondió agarrándose el brazo incompleto con su mano ilesa.
—No le pierdan pisada a la rubia y cuando sea posible me la traen. Ahora andá quiero dormir un poco.
—Lo que ordene, señor.
Al salir Abdul sonreía como no lo había hecho desde que su primogénito nació. Estaba feliz por la suerte que corría el que le quitara todo para convertirlo en un esclavo temeroso


El vehículo circulaba con todo en regla, a una velocidad normal. Transportaba la mercancía del Turco y a los seis guardias. De los cien kilómetros que tenían que cubrir, habían conquistado la cuarta parte. El camino era bueno, el tráfico escaso.
El conductor, un hombre bajo bastante pasado en postres, se las ingeniaba para fumar en simultáneo con el manejo del volante y la palanca de cambios. El hecho de que la ruta nadara en desolación lo favorecía. En la parte de atrás algunas de las mujeres se entretenían oyendo una radio que funcionaba tomando energía de la batería del reacondicionado camión. Otras se pintaban de rojo las uñas de las manos y las menos intentaban conciliar el sueño. Este reducido grupo no pudo concretar sus expectativas, ya que la inesperada frenada que tuvo que efectuar el obeso fumador las impulsó a todas hacia delante.
— ¿A éstos qué carajo les pasa? — gritó el gordo.
Frente al transporte se habían atravesado dos autos de la policía, salidos de una calle lateral.



Giussepe encendió el tercer cigarrillo. La vista clavada en el edificio que tanto y tan bien conocía. Empezaba a oscurecer, tenía frío y los nervios tensos. Se preguntó cómo les iría a los demás, mientras se abrochaba el negro y largo abrigo, que había comprado junto con un sombrero a la última moda. Consultó el reloj, por desgracia aún no era tiempo. Lo tranquilizaba sentir el peso del revólver, colocado debajo de la axila izquierda. Como una precaución había fijado en el tobillo derecho, con la ayuda de una banda elástica, otra arma; pero de menor calibre. Además portaba en la cintura el puñal que le regalara su abuelo cuando cumplió once años, que tan buenos servicios le había prestado en el frente de batalla. No se atrevía a reconocerlo, pero estaba ansioso por utilizarlo. El cigarrillo se consumió. Lo tiró para luego pisarlo.
El portón del edificio que habitaban los empleados de Alí Ben Kadar comenzó a abrirse. Giussepe reconoció al inmóvil guardaespaldas, que junto a Cosme conocieran más de cien días antes. También pudo distinguir tres sombras en la parte posterior del espléndido Mercedes negro. Del lado del acompañante un hombre comía un chocolate con gesto de felicidad. Gracias a las placas fotográficas era un viejo conocido del florentino. El auto partió, alguien desde adentro deslizó el portón en sentido contrario. Un coche lo siguió a prudente distancia. Al pasar a su lado el conductor inclinó la cabeza en ese característico movimiento que implica saludo. Giussepe se tocó el ala del sombrero como respuesta.
En el lugar había ahora dieciséis mujeres, el Turco y cuatro de sus vasallos. Consultó por segunda vez el reloj. Cruzó la calle, giró a la izquierda y caminó hasta la esquina, luego dobló a la derecha. El Chevrolet verde con los seis hombres bajo su mando, tenía las ventanillas altas. Al verlo aparecer quien se sentaba tras el volante se bajó.
—Estén preparados, no falta mucho. — anunció Giussepe.
—Muy bien.
El conductor hizo una seña y el resto de los ocupantes del auto verde se le unieron. Todos usaban sombreros y largos abrigos, muy prácticos a la hora de disimular escopetas.
—Esperen cinco minutos y arranquen-les dijo el jefe antes de dar media vuelta y volver sobre sus pasos.





Los días domingo y lunes no había actividad ni en el 343, ni en los casinos itinerantes. Era el momento en que sus muchos empleados disfrutaban de una bien ganada ociosidad. Por eso no resultaba extraño que la Gailac dedicara estás jornadas a reunirse con amistades.
La confitería “Las Violetas”, de la calle Esmeralda se poblaba de exigua clientela a causa del clima imperante. La gente había preferido quedarse en sus casas a escuchar radio, jugar a las cartas o no hacer nada. Cuando la atractiva joven cruzó el umbral en compañía de tres mujeres de su misma clase e idéntica presencia. Un individuo que pretendía estar leyendo el diario la siguió con la vista, alerta lo mismo que el tigre que está a metros de atrapar a la liebre que será su almuerzo. El encargado se apresuró a recibirlas y con apabullante cortesía las escoltó hasta según declaró su mejor mesa.
Una vez que el afable grupo se hubo acomodado; Miguel Nuñez, el administrador del lugar, anunció:
—Ahora las atiende uno de los mozos, señoras.
—Muy amable, Miguel— respondió con la naturalidad de vieja conocida, la Gailac.
La puerta de entrada se abrió ahora para permitir la entrada a Abdul que estaba acompañado por la chica de la larga trenza. Nuñez repitió su ritual de buen anfitrión para guiarlos hasta la que dijo era su mejor mesa.
La seña casi imperceptible que el segundo de Alí Ben Kadar le hizo al supuesto lector, fue recogida además de por su destinatario; por un personaje que lucía una tupida barba de cosaco y un gran abdomen. La vestimenta era clásica, camisa y saco blanco hasta el extremo, pantalón negro algo brillante a causa del uso y un moño bordeau para decorar el cuello de la camisa. El hombre que se ataviaba como el noventa por ciento de los mozos de Buenos Aires y otras partes del país, no era otro más que Cosme Ferrara.
El siciliano, hijo de un lechero, se movió con el paso lento de algunos obesos. Al caminar se inclinaba para atrás como si fuera algo difícil mover aquel pesado compendió de carne, grasa y sangre.
Desde la mesa que compartía con Vicenta, María y Margarita, la Gailac lo miraba acercarse sin poder dejar de pensar que en otro tiempo y en otras circunstancias Cosme podría haber sido un magnifico actor.
La orden consistió en cuatro submarinos, tres churros rellenos con dulce de leche y uno con crema pastelera.
Después de que el grueso mozo traspasó la puerta de vaivén, que comunicaba el salón con la cocina. La chica de la larga trenza se levantó para ir hasta el baño. Fue entonces cuando Abdul dejó la mesa para acercarse al barman. El falso lector vigilaba todo desde su lugar. Al aparecer el siciliano portando la bandeja, el manco le dedicó una mirada de esas que no ven, sin imaginarse que ese barbado e inflado espécimen, era la misma persona que conocía como un comerciante italiano.
El empleado de “Las Violetas”, depositó la carga sobre el mostrador. Declaró con marcado tono estepario:
—Marchan cuatro submarinos y cuatro churros, para la siete.
El sujeto protegido por la barra tomó la debida nota.
Cosme acababa de dejar el pedido en la mesa siete, cuando un alarido inundó el casi vacío establecimiento. El mozo giró en redondo y corrió al baño, de donde había surgido el feroz grito. Ese era el momento señalado para que Abdul entrara en acción, mas tuvo que detenerse aturdido por la sorpresa que le causó lo que escuchó.



—Buenos días— saludó tocándose la visera de la gorra, el hombre de Sayavedra que había vuelto a usar su uniforme de policía.
—Buenas, agente… ¿Algún problema? — preguntó sorprendido el conductor.
—Ningún problema, mi amigo. No se me asuste. Es pura rutina, nada más.
—Mire que se fueron a buscar un lugar lindo para hacer controles.
—Las órdenes no se discuten. Me permite su registro y los papeles del rodado.
El chofer puso inmediatas manos a la obra. Otros dos agentes abordaron la cabina del vehículo, éstos portaban fusiles Mauser colgados del hombro.
El gordo fumador los observó con poca confianza y alcanzó lo solicitado a quien parecía estar al frente del grupo.
— ¿Para dónde va, mi amigo? — lo interpeló el oficial a cargo del operativo.
—A Lobos, por trabajo.
— ¿Qué hay en Lobos?
—Llevo fardos de pasto para una estancia.
— ¿No tienen pasto en Lobos?
—Yo soy un empleado. Me mandan, voy y no pregunto.
—Los papeles están en regla. Vamos a pegar una mirada a la parte de atrás.
—Haga lo que tenga que hacer.
El vehículo se dividía en dos por una puerta que separaba la cabina, del recinto en donde viajaban las mujeres.
Al ver a la policía, el conductor, accionó un botón en el tablero que encendió una luz roja en la parte posterior. Los hombres de Sayavedra no conocían ese detalle y por eso no tomaron precauciones disfrutando de la farsa con la tranquilidad de saberse vencedores.
El marco de la puerta albergó la silueta. El disparo retumbó como un trueno. El falso policía se movió con velocidad, aun así el proyectil le perforó el hombro derecho, empujándolo contra el asiento del conductor.
El chofer saltó, con asombrosa agilidad, por la puerta que tenía a su izquierda. Rodó hasta quedar protegido debajo del camión. Uno de los dos hombres que habían subido en segundo lugar saltó al camino. El otro disparó la pistola Star acertando en la cabeza de quien hiriera a su compañero.
De los cuatro custodios restantes, tres se valieron de las mujeres y las usaban como escudos. El cuarto rugió:
—Déjennos salir, porque las amasijamos.
—No tienen por dónde escapar. No lo hagan más complicado. —le respondió el herido.
—Eso lo vamos a ver…, botón.
El último miembro del grupo aguardaba en uno de los autos. Escuchó el tiro, vio a su compañero saltar hacia el camino y siguió con la mirada al gordo que se ocultaba debajo del micro. Dejó el auto para internarse en el campo. Tenía la intención de llegar hasta el ancho ceibo y ahí ocultarse, para poder apoyar a sus camaradas. Era una suerte que el transporte del Turco no contara con ventanas, pensó.
El opulento conductor pudo observar los movimientos del rezagado del grupo agresor, pero en un instante se lo tragó la tierra. Estaba claro que se había ocultado detrás del árbol. Se arrastró debajo del camión hasta que consiguió asomar la cabeza. Sacó el revólver de la funda que llevaba sujeta al cinturón.
—Quedáte piola gordo y andá parándote muy despacito. — a voz era la del hombre que había saltado después del primer disparo. Se encontraba parado en el techo.
El herido bajó con la ayuda de uno de sus seguidores, había perdido mucha sangre, pero sabía resistir.
El chofer se puso de pie y entregó el arma.
—Muy bien gordo, así me gusta. —le dijo burlón quien lo sorprendiera.
— ¿Qué van a hacer con nosotros? — se interesó el gordo.
—Si largan todos los fierros y las minas, ya mismo. Te prometo que se comen un par de años y listo. —mintió el que fuera policía.
—Escuchen botones, va a ser mejor que nos dejen rajar. Si no les juro por lo que más quieran que las bajamos a todas. —gritó desde adentro del vehículo el que debía estar al mando.
—No seas gil, no te conviene ya cayó el gordo. Ríndanse no les queda otra salida.

El herido no había terminado de hablar cuando un tiro lo hizo ponerse en guardia. El gordo se tiró al piso y allí se quedó, sin moverse. Un cuerpo se desplomó desde el techo para caer cual espantapájaros sobre la grava. El certero disparo lo había efectuado quien se protegía con el ceibo. Mientras el jefe los distraía hablando, una compuerta se había abierto en el techo del camión. De ella salió, igual que una serpiente, un individuo que sujetaba un puñal entre los dientes. El objetivo era dar cuenta del que había sorprendido al gordo. Antes que el reptil hombre alcanzara a incorporarse, el cuarto hombre, atento a todo, apuntó el Mauser y disparó.
El impacto no fue mortal, la serpiente se retorcía en el suelo a los gritos.
—Ya tenemos a dos y se me están hinchando las pelotas. Si no salen en dos minutos, trabo la puerta y le prendo fuego al micro. Ustedes eligen.
—No creo que tengás esos huevos, botón de mierda. Además sos un policía, ¿Acaso pensás matar mujeres inocentes?
—Te voy a querer ver dentro de un rato. Seguro que se te va a pasar lo machito.


—Yo en su lugar, lo pensaba. —le aconsejó a Abdul la Gailac.
Al darse la vuelta toda la gente del lugar estaba de pie. El falso lector era atenazado por dos personas que segundos antes reían frente a sus tazas de café.
La sorpresa se hizo total al ver salir del baño al obeso mozo, pero ya sin la barba y acompañado por la joven de la trenza.
— ¿Usted? — alcanzó a pronunciar envuelto como estaba en el asombro.
— ¿Qué decís Abdul? ¿Te acordás de mí? — respondió Cosme con su mejor acento rioplatense.
Vicenta se acercó al segundo de Alí Ben Kadar y le quitó el arma que llevaba oculta debajo del brazo derecho. Para su desgracia no era una profesional. Su revisión no fue exhaustiva.
— ¿Y ahora? — se interesó el manco.
—Mirá que sos impaciente, turquito. Esperáte que ahora te cuento. — el siciliano disfrutaba del momento y no se preocupaba por ocultarlo.
La señorita Gailac se puso el abrigo. Camino hasta la puerta, la atravesó y una vez en la calle se encaramó en el auto que esperaba y que conocía por las fotos.

Giussepe encendió el séptimo cigarrillo y acompañó con la mirada a la Gailac que se adentraba en los territorios del Turco. En ese exacto momento, el sexteto bajo su mando se dejó ver en la esquina. Aplastó el cigarrillo de la misma forma que lo hiciera con los otros seis y sin pronunciar palabra se colocó al frente del grupo.
Atravesaron el umbral. Llegaron sin tropiezos hasta el pasillo que recorrieran Cosme y el florentino para conocer a las muchachas. El salón de la poderosa luz blanca estaba en una soledad total. Giussepe llegó primero hasta la puerta por donde se accedía a la vivienda de las mujeres, estaba cerrada. El más corpulento de sus soldados se aproximó, siempre sin hablar.
—Rompé— ordenó Giussepe.
El macizo ejemplar golpeó la cerradura con la culata de la escopeta. Ésta se dio por vencida al tercer intento, cediendo el paso a los visitantes inesperados.
La escalera era pura penumbra.
El mejor amigo de Cosme Ferrara desenfundó su revólver, para avanzar a la vanguardia.



— ¿Qué recorrido hacen los nuevos camiones? — Alí Ben Kadar se expresaba de manera tranquila.
—Uno tiene asignada la zona de Parque Patricios, — comenzó a decir la Gailac, ajustándose al plan que trazará el doctor Sayavedra— el segundo da vueltas por La Boca, otro por Barracas y el último por Pompeya.

Sonó el teléfono. La mujer guardó silencio.
— ¡Hable! — contestó molesto el Turco.
— Soy Abdul, señor.
— ¡¿Qué ha pasado?! —estaba cada vez más irritado— ¿Por qué no han vuelto todavía?
—Se nos pinchó una goma. Lo soluciono y salimos para allá. — la voz del manco era la de siempre con su ya típico aire de sumisión— ¿Está todo en orden, señor?
—Mejor, no se puede. En este momento me estoy enterando de la ruta de los camiones.
—Esa es una excelente noticia, señor.
—Solucioná lo tuyo y venite rápido para acá, que la cosa se va a poner linda. — del enojo había pasado a la euforia sin motivo alguno como a veces le ocurría.
—Lo antes posible estoy allí, señor.
La línea enmudeció.
Alí Ben Kadar llenó dos copas con sangrante cabernet. Ordenó a la mujer que tomara una. Se acomodó en su sillón predilecto dio un largo sorbo a la bebida y se preparó para seguir espiando a su mejor enemigo.
— ¿Me decías que los camiones iban por…?
La Gailac simuló estar pensando, para luego recitar:
—Uno en Parque Patricios, otro en La Boca, otro en Barracas, y al último le toca Pompeya.
Una feroz detonación la hizo sobresaltar. El Turco se paró y fue en busca de su revólver. Salió sin prestar la más mínima atención a la chica.


—Lo has hecho muy, pero muy bien mi viejo. — le decía Cosme a Abdul una vez que éste término la comunicación con su jefe.
— ¿Y ahora qué— Abdul estaba más que furioso.
—Ahora nos vamos todos juntos a visitar al Turco.
—Están locos. No saben con quién se están metiendo. No tiene piedad, se los digo por experiencia. — comentó con vehemencia levantando el truncado miembro.
A todos les corrió un frío por la espalda. Si el Turco ganaba no la pasarían nada bien; eso les quedaba claro.
—Bueno es la hora— sentenció Cosme.
María y Margarita no tendrían que participar de la etapa final, habían cumplido con su parte. En cambio, Vicenta no dejaría solo a su esposo. Con la decisión que todos le conocían se trepó al automóvil.
Abdul iba a manejar. Cosme se sentó a su lado, en los asientos posteriores se ubicaron Vicenta y la joven de la trenza larga que estaba aterrorizada. La siciliana le tomó la mano, asegurándole que todo iría bien. La muchacha sonrió.



Domingo Spasa le dio un ferviente beso a la botella de ginebra. Tenía un frío de esos que se van alojando bajo la piel a lo largo de años y años de vagabundear.

—Ésta no va ser una buena noche-se decía en voz baja para hacerse compañía.
Spasa quien había dejado atrás, hacía bastante tiempo, el medio siglo; sobrevivía recolectando botellas, diarios y cualquier otra cosa que la gente de la capital desechara. A veces conseguía colchones, alguna silla maltratada y hasta se tropezó con una radio que reparó con paciencia de santo. Ésta en señal de agradecimiento no volvió a fallar nunca más. De eso hacía diez años ya.
—Vamos Rocinante. Ya sé que hace frío, ya lo sé…Aguantá un rato nomás y nos pegamos la vuelta.
Como si hubiera comprendido, el flaco animal reanudó la marcha.
El botín obtenido estaba compuesto por unos cuantos bultos, en su mayoría diarios viejos, que cada domingo retiraba del frente de la casa del arquitecto, una salamandra con aspecto extenuado que alguien había librado a su suerte en una esquina y cuatro botellas. Si el holandés le daba para un poco de pan y algunos gramos de salchichón, sería todo un milagro. Agradeció a los santos en pleno tener reservas de vino y ginebra. Manipuló las riendas para indicar a Rocinante que debía girar a la izquierda.
— ¡Epa! Nos sacamos la grande, querido amigo. — dijo en tono alegre a su escuálido compañero de aventuras. Habían llegado a la cantina de Don Evaristo. Se bajó cual una flecha y corrió hacia la torre de cajas apiladas. Otra que salchichón pensó.



El Ford T azul se desplazaba a buen ritmo. Cosme consultaba cada tanto el reloj, tenían que llegar a más tardar en diez minutos. El tiempo jugaba un papel de suma importancia. Ninguno de los ocupantes habló desde que dejaron “Las Violetas”. Abdul se ocupaba del volante, cuando era necesario el siciliano realizaba el cambio de marcha con la mano derecha. Con la otra sostenía un bonito Smith & Wesson Special, calibre treinta y ocho.
El asesino del padre del Turco sabía que no podía llegar hasta la guarida de Alí Ben Kadar. Conocía hasta el más ínfimo de los recursos con que éste contaba. Conocía además su absoluta impiedad. Los sentidos estaban alertas. En la primera oportunidad intentaría escapar.
El Ford llegó a una esquina, ocho cuadras antes de su destino final. Abdul torció el volante y el auto obedeció dirigiéndose hacia la derecha. Cien metros adelante se presentó la puerta a la libertad. Con la agilidad que adquieren las personas que son privadas de algún sentido o miembro vital, el desesperado lacayo aceleró el motor hasta llevarlo al máximo de su capacidad y al mismo tiempo se sirvió del muñón para accionar la bocina.
El caballo que tiraba de la carreta se encabritó. Comenzó a dar saltos para todos lados hasta que se paró en sus patas traseras, desafiando al monstruo mecánico.
Con su mano buena, Abdul, abrió la puerta; saltó hacia la calle, rodó sobre el empedrado, se incorporó y por último se perdió en la noche.



Los hombres capturados, se hallaban sentados en la tierra. Estaban esposados al paragolpe delantero de uno de los patrulleros. Ambos tenían los faros encendidos. La noche era cerrada, sin estrellas.
Al líder del grupo se le dio una precaria atención médica. Lo básico para que le fuera posible cumplir la misión que tenía asignada. Las mujeres deben salir de todo esto sanas y salvas. Los hombres que se pudran, le había ordenado el doctor Sayavedra.
Utilizando opulentas cadenas que eran acompañadas por candados, expertos conocedores de su oficio, dos de los miembros del grupo se prepararon para trabar todas las puertas del camión, si recibían la señal del jefe.
—Treinta segundos y todo se acabó. — vociferó el hombre de Sayavedra—Salgan cuando todavía pueden hacerlo.
Una voz que se esforzaba por sonar segura contraatacó desde el interior del rodado.
—Andáte vos y toda tu gente, derechito al carajo. Botón de cuarta.
—Me parece que te equivocaste muy fiero, por que los que se van son todos ustedes.
Como si se tratara de un acto muchas veces ensayado los hombres se pusieron a cumplir la orden que se impartió sólo con un leve movimiento de cabeza. Los candados se sellaron y el personaje que había montado guardia desde el ceibo se acercó cargando dos tachos grandes. En dos minutos todo el aire se impregnó con el olor del querosén. Hicieron falta dos más para que la fogata que tenía como principal protagonista al camión estuviera en su apogeo.
Los seudos policías dieron media vuelta y caminaron en dirección de los autos. Ni por un minuto se preocuparon por la catarata de gritos e insultos que intentaba abrirse paso a través de las llamas.
—Oigan, paren, locos de mierda. — gritó el gordo chofer.
Como respuesta se ganó un tiro de escopeta que le destrozó la cabeza. La misma suerte corrió el otro prisionero. Los perros salvajes y demás animales se aprestaron a disfrutar del obsequio.
Cuando viajaban de regreso a la capital, el jefe iba pensando que Sayavedra apoyaría su accionar. Se hizo lo que tuvo que hacerse.
Una enorme bola de fuego iluminó la noche y les indicó que la primera batalla se había ganado.



El final de la subida los enfrentó con una puerta muy semejante a la del inicio, cuya única diferencia, era que no estaba con llave.
Giussepe la cruzó primero y el resto lo siguió en ordenada fila india. Un par de lamparitas desnudas colgaban del techo ofreciendo una sucia iluminación. El lugar destilaba un silencio críptico. Se desplazaban por un pasillo a cuyos lados se veían puertas cerradas, debía tratarse de las habitaciones de las chicas dedujo el florentino. El corredor se doblaba hacia la izquierda para terminar en dos salones. Uno de ellos tenía las paredes desnudas, dos mesas largas de pesada madera y muchas sillas, fabricadas por las mismas manos. Junto a los muebles descansaba una cocina muy ennegrecida. Además había una pileta para lavar y una mesada de granito colocada sobre un mueble que tenía tres puertas y ocultaba sin duda, todos los utensilios que son apropiados para el diario ir y venir en lugares de este tipo.
El segundo espacio estaba reservado para los custodios.
El grupo de invasores se acercaba con la cautela que tienen los que han adoptado las armas y la violencia como un medio para subsistir. La puerta de la sala de los guardianes estaba entreabierta. Podía oírse a un cantor desgranando los versos de “La morocha” de Ángel Villoldo.
Giussepe se acercó para descubrir que el salón no contaba con división alguna, con excepción de una pieza pequeña, cuadrada que se ubicaba en un rincón y no podía ser nada más que un baño. Las camas, similares a los catres de campaña que se emplean en el ejército, se alineaban una al lado de la otra y ocupaban una buena parte del espacio disponible. Giussepe notó que tampoco en aquel recinto las paredes estaban ornamentadas. Había cuatro roperos parientes de las sillas y la mesa. Pegado al baño, una pileta azulejada sobre la que se había colocado un espejo, frente al cual el cantante se estaba afeitando. A pesar del intenso frío se encontraba desnudo de la cintura para arriba. Dos revólveres atravesaban su cinturón negro y gastado. Gracias al reflejo proporcionado por el espejo, Giussepe supo que el resto de los hombres se entretenían con cartas y tomando cerveza. Movió las manos para los demás. El objeto era hacerles saber que de un lado había una persona, en el opuesto tres. Realizó otro ademán, éste indicaba que todos iban armados.
El tiempo de entrar en acción había llegado. El equipo del florentino tensó los nervios y esperó. Giussepe levantó la diestra con el puño apretado. Fue abriendo los dedos desde el pulgar y se detuvo en el del medio. Luego pateó con rabia la puerta y se abrió paso disparando.
El empleado del Turco que se afeitaba, se movió con la eficacia de quien sabe lo que hace y no está dispuesto a morir hoy. Sin embargo no tuvo la agilidad suficiente. La bala de Giussepe le perforó la cabeza, justo por encima de la nariz. El resto de los guardaespaldas tuvo una escasa oportunidad de defenderse, efectuaron algunos disparos, pero no había en donde guarecerse y el factor sorpresa los hizo caer muy malheridos, aunque seguían con vida.
Las mujeres salieron gritando de las habitaciones. Algunas, las que estaban vestidas, se abalanzaron por las escaleras con la esperanza de encontrar un mejor futuro muy lejos de ahí. Lo que encontraron fue al Turco, quien sin vacilar hizo escupir su arma para derribar a cinco de sus empleadas más hermosas. El resto volviendo a la realidad, buscó refugio en las habitaciones y tranquilidad debajo de las camas.
—Rendíte Turco, esto se acabó. — gritó Giussepe.
—Tenés razón, se acabó. Pero no para mí.



Cosme acababa de apagar el motor cuando escuchó los tiros. Saltó a la calle, Vicente lo siguió. La muchacha de la larga trenza no se movió.
El matrimonio Ferrara transitó el trayecto hasta donde estaban las mujeres sin vida, en dos minutos. Cosme corría con el Smith & Wesson en alto. Al ver a Alí Ben Kadar efectuó un rápido y poco certero disparo, que alcanzó al blanco en el hombro derecho, obligándolo a girar en redondo.
Alí Ben Kadar no pudo definir que lo había sorprendido más, si el lacerante dolor o reconocer al agresor.
—Así es la vida, Turco ¿Qué le vamos a hacer? — declaró Cosme como respuesta por la expresión del rostro de Alí Ben Kadar.
—Ya veo, ya veo. —dijo el Turco, que había dejado caer el arma y se cubría la herida ayudado por el pañuelo que llevaba antes sobre la cabeza.
—A veces te toca ganar, otras perder. Así es este negocio. —sentenció con estudiada solemnidad el siciliano.
—A veces te toca ganar, otras perder. — repitió el Hombre de los Mil Turbantes, poblando su cara con un maliciosa sonrisa.
—Esta vez ustedes pierden. — la voz de Abdul resonó en todo el lugar.
Cosme se volvió al instante y dejó caer el plateado revólver. El manco apretaba con su daga el cuello de Vicente. La hoja mostraba rastros de sangre.
Alí Ben Kadar había recobrado tanto su arma como su confianza.
—Ahora sí es cierto todo terminó. — gritó el Turco en dirección de Giussepe y los suyos— Salgan con las manos arriba.
Los hombres de Giussepe se dejaron ver. Entre dos llevaban a los empleados del Turco que habían herido. Los tres dúos depositaron a los maltrechos seres en el suelo. Detrás del último grupo surgió el florentino empuñando dos armas.
—Tiráte, Vicente. — gritó.
La mujer reaccionó obediente. Echando la cabeza hacia atrás con fuerza, golpeó al manco en la nariz y éste aturdido por el dolor relajó el brazo. Vicenta cayó al suelo. Dos detonaciones después, Abdul estaba muerto.
El segundo tiro no provino de una de las armas de Giussepe, salió del revólver del Turco y su trayectoria terminó en la frente del florentino, que murió casi sin darse cuenta.
Cosme se abalanzó sobre el cuerpo de su esposa y por eso el segundo disparo de Alí Ben Kadar le cruzó con limpieza el antebrazo izquierdo.
Mientras todo esto estaba sucediendo, los hombres del doctor Sayavedra que habían estado a las órdenes de Giussepe, volvieron a la habitación de los custodios, por sus escopetas. Ya no les fueron necesarias. El inerte cuerpo de Alí Ben Kadar, quien fuera conocido como el Hombre de los Mil Turbantes, yacía tirado con la daga con la que Abdul había dado muerte a la muchacha de la larga trenza enterrada en el corazón. Cosme había sido el eficiente verdugo.




Rafael descansa al fin, en su departamento del tercer piso del Palacio Apostólico, ha sido una larga jornada. La de su entronización. Comenzó alrededor de las diez de la mañana. El primer paso fue rezar frente a la tumba de Pedro junto a los patriarcas de las iglesias orientales, luego encabezó la procesión desde la Basílica hasta el sagrario de la Plaza de San Pedro, donde, más de un centenar de delegaciones de todo el mundo y cientos de miles de personas lo esperaban. En el instante que ingresó, comenzó a sonar el Laudaes Regiae. El evangelio se leyó en latín y en griego, tras lo cual el Cardenal Protodiacono Jorge Arturo Medina Estévez, el mismo que siete días antes anunció al mundo que ya había un nuevo Papa, realizó la imposición del palio. Acto seguido el Vicedecano del Sacro Colegio Cardenalicio, el Cardenal Ángelo Sodano, le entregó el Anillo del pescador. El ritual marca que está ceremonia sea oficiada por el Decano del Colegio de Cardenales, cargo que ocupaba el nuevo vicario de Cristo, motivo por el cual el privilegio recayó en el Cardenal italiano.

Al finalizar la misa, Rafael recitó la Regina Coeli, y más tarde recorrió a pie la plaza, poniendo en dificultades a la Guardia Suiza, saludando a los fieles. Por último pasadas las tres de la tarde mantuvo un breve contacto con cada una de las delegaciones extranjeras que visitaban la ciudad-Estado del Vaticano.
El Sumo Pontífice había hecho instalar en sus aposentos un moderno sistema de audio y otro para reproducir películas en formato digital. Por los compactos altavoces se escapaba el áspero sonido del saxo tenor de Leandro “Gato” Barbieri, interpretando “Europa”, cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante. — dijo el Papa.
—Disculpe, Su Santidad. — se excusó su asistente personal.
—No hay problema, Carlo ¿Qué pasa?
—Ha llegado, Su Santidad.
—Que pase y que nadie nos interrumpa. — ordenó Rafael.
La persona que el Santo Padre esperaba era una mujer. Tenía cuarenta y cinco años, cinco menos que él. Llevaba el cabello castaño claro, suelto y largo hasta los hombros. Sus ojos eran grises muy semejantes a las nubes de tormenta. Lucía un traje sastre azul y unos zapatos negros de taco bajo. Una cadena de plata con un crucifijo le rodeaba el delgado cuello. Las manos no mostraban anillos ni pulseras, tampoco usaba reloj.
El nuevo rey de la Iglesia romana la abrazó y besó con la pasión que muestran aquellos hombres que saben que tienen enfrente a la mujer con la que han soñado terminar sus días.
—Bienvenida a tu casa, amor mío. —declaró Rafael sin disimular su felicidad.
—Tal parece que al fin llegaron los buenos tiempos.
—Eso parece…, eso parece, mi adorada Amelia.
La pareja volvió a abrazarse y así permaneció por largos tres minutos.


Cosme Ferrara no llegó a Mendoza producto de una caprichosa casualidad. Su arribo a la provincia cuyana fue el fruto de una charla honesta con alguien a quien respetaba, el doctor Sayavedra.
El siciliano sabía que mientras se mantuviera bajo el gobierno del otrora político radical no podría ofrecerle a los suyos, entre los que se contaban María y Juliana, esposa e hija de Giussepe, su amigo más fiel, todo lo que se merecían.
Fue a raíz de aquella conversación e intentando demostrar lo agradecido que se sentía por haber triunfado en la guerra contra Alí Ben Kadar, que el doctor Sayavedra entregó a Cosme una lista conteniendo cuatro nombres y veinte mil pesos moneda nacional, deseándole que su nueva vida fuera prospera y feliz.
—No hay mejor tierra para que nazca y se críe tu nuevo hijo, que Mendoza. —le dijo el dueño del 343 cuando lo despidió.



El 11 de mayo de 1927, la gran familia de Cosme recorre las habitaciones de un departamento emplazado en el cuarto piso del pasaje San Martín. Vicenta ha entrado en el séptimo mes de embarazo.
Las personas que figuraban en la lista manejaban todo lo que de ilegal se podía conseguir en Cuyo. Estos personajes cubrían sus huellas con limpios y muy rentables negocios.
El primer nombre era el de Isaac Krivinsky, un polaco de sesenta y dos años célebres por sus obras de caridad y también por sus jóvenes novias. En la superficie se trataba de un hombre de empresa que expendía nafta elaborada por Yacimientos Petrolíferos Fiscales. En lo subterráneo se trataba del jefe de una turba ordenada que destruía comercios en incursiones nocturnas para ya con la luz del día y con su más blanca sonrisa, vender pólizas que les aseguraban a los desechos propietarios que tales actos no se repetirían.
Las apuestas clandestinas eran manejadas por Manuela Chávez, una hábil bodeguera, hija de Chacras de Coria, cuya adoración por los caballos pura sangre superaba con creces la que sentía por cualquier ser humano.
Las casas dedicadas a la prostitución, no eran ni por asomo parecidas al 343. Éstas estaban construidas a base de adobes. Siete u ocho habitaciones rodeaban una galería que ofrecía como exclusiva comodidad tres largos bancos de madera sin cepillar, los cuales servían para que los obreros de la construcción, el ferrocarril, los conductores de tranvías, los empleados de comercio y hasta algún que otro clérigo en ropas civiles, esperaran su turno para traspasar los umbrales y así quedar frente a paredes pintadas con cal. Luego se tumbaban en camas ruidosas, con colchones que olían a orines y agua de colonia de a tres centavos la botella, en compañía de mujeres gordas o muy delgadas que se habían adueñado del oficio a fuerza de practicarlo diez horas cada día, sanas o enfermas, tristes o alegres, hastiadas o encantadas de la vida.
El propietario de todo ese engranaje amoroso era Roberto Calabria, conocido como el calabrés, que vivía una existencia de príncipe con lo obtenido, según lo atestiguaban sus vecinos, con la venta de agua a cinco centavos los diez litros.
El último lado del cuadrado criminal cuyano lo ocupaba Julius Raggi, oriundo de Palermo, la capital de Sicilia. En las sombras contrabandeaba la más variada gama de artículos y productos, desde jabón hasta radios y piedras preciosas. En la luz era un amoroso padre y esposo que sustentaba su familia en base a un sueldo como maestro de escuela.
Cosme estaría en deuda hasta el último de sus días con el matrimonio Sayavedra. Fue por ellos y sólo por ellos que Giussepe y él pudieron abandonar un empleo sin futuro. Ellos les enseñaron que se puede vivir con lujo y que mientras más grande sea, pues es mucho mejor. Más y mejor es mejor repetía siempre que había ocasión el mentor del siciliano. A pesar de todo el afecto que les profesaba, no pensó ni por un segundo acudir en busca de trabajo a una de las personas de la lista. En cambio tomó una determinación, que haría que la historia lo considerara un pionero en el mundo de clanes mafiosos. La organización que constituiría no obedecería a la estructura piramidal que los capos sicilianos habían empleado siempre, tomada del modelo creado por Julio Cesar para gobernar el Imperio. El sistema era simple y había resultado efectivo por siglos y siglos. Los integrantes de la base de la pirámide nunca se acercaban a aquel que descansaba en la cúspide y por lo cual podía dar ordenes. Lo que tenía que hacerse salía de la boca de Cesar, directo al oído de uno de sus generales, el cual repetía la orden de forma descendente hasta que ésta era escuchada por el soldado elegido para cumplirla.
El clan Ferrara se erigiría sobre la base del respeto. Se prestarían oídos a las ideas que posibilitaran hacer dinero, porqué ¿había acaso otra cosa más importante que hacer dinero? Hubo dos aspectos que el nacido en Erice, hijo de un lechero, sí respetó e hizo respetar: el código de la omertá, en primer lugar y en segundo, que el poder recaería en una sola y única cabeza, la suya.
Como lo hiciera en el pasado con el objeto de conocer a su adversario, el Turco, dedicó todos sus esfuerzos a investigar al cuarteto que representaba para sus proyectos futuros, una molestia similar a la de la piedra que se refugia en el calzado del caminante que más que llegar disfruta la sensación de saber que tiene cerca el destino final. El tiempo de las pesquisas se hizo largo. Tal tarea le ocupó el cuerpo, la mente y el alma por completo. Tanto que llegó a desaparecer de la vista de los suyos durante semanas. Cuando estuvo de regresó lo recibió el fuerte llanto de un niño.
El macilento muchacho que marchó a la guerra, y que en aquellas trincheras boca abajo, hundido en el barro hasta arriba de las rodillas, con frío y hambre hasta la locura, sufrió la transformación que lo volvió reflexivo y silencioso hasta la exasperación. Decidió cambiar su porvenir, el de su esposa y el de sus herederos que aún no nacían, viajando a una tierra al otro lado del mundo, cuyo nombre sonaba a música y decidió una vez más cuando se tomó la vida del hombre que pretendía poner en riesgo la existencia del mundo del que ahora formaba parte. Un mundo nuevo y atractivo que no se dejaría arrebatar sin ofrecer pelea. Fue durante ese breve, pero crucial segundo, el que transcurrió mientras el puñal dejaba su mano y se encajaba decidido en la carne de Alí Ben Kadar, que comprendió que ningún hombre puede evitar que el ser que duerme paciente en el interior, despierte si así está escrito. Hoy con su segundo hijo en brazos ya no tuvo dudas ni remordimientos. Nada ni nadie se le interpondría. Las personas que dependían de él tendrían todo lo que el poder puede ofrecer.
El último de los Ferrara llegó en la madrugada del día de la independencia. Fiel a la costumbre instaurada por Vicenta y Cosme fue bautizado con un solo nombre: Vicente.
Quien sería amado, temido y respetado bajo el apodo de “El Patrón”, sabía para cuando Vicente se acercaba sin pausa a sus cuatrocientos días de vida, todo sobre Krivinsky, Chávez, Calabria y Raggi. Se preocupó en reclutar un selecto grupo. Hombres con los cuales comenzaría a poner en marcha su organización. Eran sicilianos de punta a punta, que como él mismo no confiaban en el poder protector del Estado, al que consideraban un extraño. Cada uno de sus soldados poseían los saberes que los acreditaban en el uso de explosivos, de las Luparas que nunca se dejaban ver, ocultas bajo largos abrigos y lo más apreciado e importante, no dudaban en el manejo de la soga.
El veterano del frente alpino era dueño de una rara cualidad, podía saber todo sobre alguien con sólo cruzar unas cuantas palabras. Aquel grupo se hizo compacto como el acero. La confianza creció hasta que Cosme pudo afirmar sin temer equivocarse, que todos y cada uno de sus soldados estarían dispuestos a dar la vida por su patrón. Ésta hipótesis se comprobó durante la batalla silenciosa que se llevó adelante para conseguir que Cosme se colocara en lo alto de la pirámide.


El cuatro de agosto las páginas del diario “Los Andes”, dan cuenta de la inauguración del Museo Provincial de Bellas Artes. A cargo de la dirección estará Juan Agustín Moyano. En la sección dedicada a los hechos policiales se relata un curioso caso, el cual medio siglo después, con algunas modificaciones, aparecerá formando parte de la novela “El Padrino”, de Mario Puzo. El artículo dice lo siguiente:
“Esta madrugada la población de Chacras de Coria se ha visto conmocionada debido a un acto de fulgurante vandalismo. Se desconocen los motivos que pueden haber llevado a cometer un crimen de tamaña aberración. La damnificada es una de las más importantes bodegueras de la provincia. La mencionada empresaria reside desde siempre en el departamento de Lujan de Cuyo. Es bien sabido por nuestros lectores, ya que en numerosas oportunidades ha aparecido posando para éste diario, el amor que Manuela Chávez siente por sus caballos, en particular por el imponente: Pegaso, su bello pura sangre de pelaje muy blanco. El crimen a que quien escribe éstas líneas se está refiriendo no es otro que el del noble corcel, cuya cabeza cercenada apareció en la cama de la señora Chávez. Fuentes confiables aseguraron a “Los Andes”, que el impacto de despertar y encontrar al animal sin vida en el lecho ha dejado una profunda huella en los nervios de la mujer. Manuela Chávez según se nos ha informado a partido hacia Europa, sin fecha de retorno, impartiendo a sus colaboradores expresas ordenes para que procedan a la venta del total de sus muchas propiedades.”
Otras noticias informaban sobre la trágica muerte del empresario y filántropo polaco radicado en Mendoza, Isaac Krivinsky, al estallar uno de los camiones que abastecía de combustible, los depósitos de la más grande de sus estaciones de servicio. El saldo de víctimas fatales se elevaba a diez.
Un pequeño apartado narraba la historia de un maestro de origen italiano que al volver a su casa desde la escuela, había sido blanco de un asalto. La noticia continuaba diciendo que el hombre había opuesto resistencia y los atacantes le habían dado muerte a puñaladas.
En los avisos fúnebres, los deudos de Roberto Calabria lo despedían con hondo sentimiento de pesar. En el salón comedor de su vivienda enclavada en la calle Belgrano. Su viuda repetía a quien quisiera oírla, que no se explicaba como pudo pasar, si hasta anoche estaba lo más bien. Parece que le falló el corazón comentaba su cuñado.



Es invierno en Europa, son los últimos días de febrero. La plaza de San Pedro está colmada de turistas y peregrinos. La familia Ferrara acaba de completar una estancia de tres meses en Sicilia, como lo hacen cada año desde que Vicente, hoy padre de dos hijos y obediente marido, cumpliera cuatro años.
En está ocasión y buscando hacer realidad un sueño de Rafael, quien celebra su cumpleaños número diez, han realizado una escala en el Vaticano.
Natalia, la hermosa niña de siete años cuyos cabellos rojos no pasan inadvertidos en ninguna parte, se divierte saltando de un lado a otro la línea blanca que atraviesa la plaza y marca la frontera entre la ciudad-Estado del Vaticano y la República de Italia.
A diferencia de su hermana, Rafael no disfruta el moverse demasiado. Prefiere dedicarse a observar todo lo que lo rodea. Está fascinado con la cúpula de la basílica y también con las figuras de los santos, ciento cuarenta en total, que cual centinelas observan y esperan en lo alto de la edificación. Sus ojos oscuros iguales a los de su abuela Vicenta, no dejan de abrirse más allá de las posibilidades, ante cada nuevo personaje que descubre entre la multitud de gente que viene y va.
Es domingo, por eso varios sacerdotes recorren palmo a palmo la plaza ofreciendo a los fieles la posibilidad de comulgar. Pronto el Santo Padre se asomará por la ventana para dar la bendición a las miles de almas reunidas en la plaza. Mientras mantiene la vista clavada en la ventana del tercer piso del Palacio Apostólico, repasa lo que sabe, gracias a su pasión por la historia y a su bella maestra, la señorita Irma, sobre Pablo VI. Su nombre es Giovanni Battista Montini, nació en Concesio a fines de septiembre de 1897. En Roma se licenció en derecho civil y canónico, teología y filosofía. Se ordenó sacerdote en 1920, adora las novelas de Agatha Christie. Él lee mucho, aunque no se muere por los policiales, prefiere a Emilio Salgari, Julio Verne, pero por sobre todo disfruta con los relatos de su abuelo sobre los hechos protagonizados por seres a los que llama, hombres de respeto. Recuerda además que el Papa Pablo VI es conocido como, el Papa viajero, por sus múltiples visitas a lugares como Estados Unidos, Colombia, India, Suiza, Portugal, Filipinas, Turquía y Uganda. Enumeraba estos países que había memorizado, lo mismo que la tabla del nueve, cuando se dejó ver la blanca figura del vicario de cristo número doscientos sesenta y uno. La plaza al unísono, volvió la mirada hacia él.
Rafael contempla la escena y a pesar de su corta edad, se da cuenta que ese hombre, casi tan viejo como el abuelo Cosme, es también un hombre de respeto. Todo lo que representaba ese hombre fue lo que lo impulsó diez años después a ingresar al seminario y tras cuatro años de estudios ser ordenado sacerdote.


El 5 de enero de 1979, Rafael Ferrara es ordenado sacerdote en la Catedral de Loreto. Ninguno de sus familiares asisten a la ceremonia. No lo harán tampoco cuando sea coronado Rafael.
El flamante clérigo de veinticuatro años, está feliz. Festeja su nueva profesión, haciendo el amor durante la tarde entera, con Amelia, la mujer que ama. El departamento que comparten sólo para estás ocasiones es luminoso y con pocos muebles. Es un ambiente no muy grande, que ha sido salomónicamente dividido por un ropero en cuyas espaldas descansan algunos paisajes de la radiante Sicilia. Cuenta además con una cocina, en la que tres personas no podrían moverse sin tener dificultades.
Rafael ha salido de la cocina. Trae dos vasos con cerveza. Ostenta una desnudez total. Tiene el aspecto de un atleta olímpico, con el cabello negro, mojado y revuelto.
—Qué cara pensativa. — comenta sonriendo el joven cura.
—Me estaba acordando de la vez que te vi, después de tanto tiempo, cuando pasó lo de mamá. — Amelia se sienta en la cama y estira el brazo derecho para recibir el vaso que se le ofrece.
—Fue un día triste para todos. Yo la quería mucho.
—Ella te sentía como un hijo más. Debe estar muy contenta por todo esto. —hizo un gesto con el brazo libre que abarcó la estancia completa.
—Aquella tarde, en el cementerio, supe que eras digna hija de tu padre.
Amelia toma un largo trago de la bebida y busca algo para cubrirse. No pasea su piel con la misma soltura que su amante, el sacerdote.
— ¿Te acordás lo que me hiciste reír, cuando estamos de vuelta en tu casa. — la chica se abotona una blusa blanca— No podía creer reírme así, con lo triste que me sentía.
—Vos ya sabés que la que sabe saltar, es Natalia.
—Estabas tapado de barro de pies a cabeza. Como para no morirse de risa con tu cara.
—Es lo que siempre me pasa cuando intento impresionar a una niña triste.
—Nada más a vos se te podía ocurrir, dártelas de equilibrista en semejante pantano que se había armado.
—Hacía boludeces intentando que te olvidaras, aunque sea por un rato de lo que estaba pasando.
—Lo conseguíste, quedáte tranquilo. —le rodeó el cuello con los brazos, para poder estamparle un sonoro beso en la boca.
Están de nuevo en la cama. Ella juega con el cabello de él.
—Ahora ¿Qué? — le pregunta sin dejar de mover los dedos dentro de la espesa mata.
—Hasta el Vaticano, no pienso parar.
—No me jodás. Estoy hablando en serio.
—Y te creés que yo no. Acaso no sabés lo mucho que me ha gustado desde siempre esa ciudad.
—Entonces, te lo pregunto de nuevo. ¿Y ahora, qué?
— ¿Estás segura? Mirá que si entrás no vas a poder salir. —Rafael Ferrara habló con mucha seriedad.
—Cuando me hablás así, no sé si sos o te hacés el boludo. Estoy adentro desde antes de nacer. —la muchacha no estaba todo lo furiosa que intentaba parecer. Sabía que si Rafael no le contaba todo era para protegerla.
El futuro Papa se sentó en la cama apoyando la espalda en la cabecera. Le habló de las investigaciones que había realizado sobre la organización de la Iglesia Católica. Le contó que las familias mafiosas se estructuraban de manera muy similar. Por último le relató la reunión en la que también había participado Sergio Galeazzi, su padre, dónde se discutió el plan que Rafael había ideado para que la familia Ferrara se convirtiera en la cabeza de una organización mundial, que ni el propio Salvatore Lucania, más popular por su seudónimo de Charlie Luciano, padre de la Cosa Nostra, podría haber imaginado nunca.


Los hermanos Ferrara, Enzo y Vicente, esperaban para ser atendidos por su padre. Creían de antemano conocer el motivo de la citación. Estaban seguros de saber de que les hablaría, pero sabían también que un siciliano no elude un rito.
Enzo, el mayor de cuarenta y cuatro años, es bastante alto para ser un hijo de la calurosa isla. En el último año ha perdido algo de cabello, asunto que no le preocupa, por que ya ha decidido afeitarse la cabeza como lo hace su actor preferido, Telly Savalas.
Los dos hermanos poseen facciones muy similares. Ambos son parecidos al padre, aunque el color de los ojos es diferente en cada uno de ellos. Enzo ha heredado de algún lejano y desconocido antepasado, unos ojos que recuerdan el color de las almendras y le confieren un aire bondadoso, que posee, pero que entrega a contadas personas, en contadas dosis.
Vicente, ocho años menor, es tan corpulento como lo será su primogénito. El abundante cabello negro es uno de sus rasgos más sicilianos. De la madre ha heredado la oscuridad en los ojos.
En el preciso momento en que Enzo y su hermano menor tomaban café, acompañado por tortitas con chicharrones, en la cocina en la que siempre había una radio encendida, el mundo se enteraba de la muerte de John Fitzgerald Kennedy en la ciudad de Dallas, en los Estados Unidos. Los hermanos no le prestaron la menor atención, como no lo hizo tampoco el resto de la familia y ninguno de sus allegados.
Bruno Galeazzi, abuelo de Amelia, entró a la cocina.
—El patrón los recibirá ahora. —anunció.
La habitación que le servía a Cosme Ferrara como centro de operaciones era grande, sin ventanas, con un moderno sistema de aire acondicionado. El piso estaba cubierto por madera lustrada y las paredes que no se hallaban detrás de estantes repletos de libros, una pasión que El Patrón comenzó a cultivar cuando los negocios familiares se encausaron, mostraban un suave tono pastel. Al igual que aquel enigmático primer adversario, Cosme gustaba de la tenue iluminación que proporcionaban las lámparas de pie.
—Pasen, hijos. Adelante. — invitó el dueño de casa cuando Bruno llamó a la puerta.
Los herederos del imperio saludaron a su padre con un beso. No se veían desde hacía varios días. Nadie que lo hubiera visto con su pantalón de sarga gris, los pulidos zapatos hechos a su medida por un artesano italiano, que en pocos años más sería reclamado por las estrellas de Hollywood, y la fina camisa de seda rosa pálido, podría haber ni siquiera sospechado que en poco menos de un mes celebraría setenta cumpleaños.
—Es muy bueno verlos, hijos. No he querido hacerlos esperar, pero tenía algunos asuntos que atender con Bruno. — se disculpó, al tiempo que señalaba los mullidos sillones en los que de niños sus hijos habían jugado, como si de caballos se tratara, infinidad de veces.
— No te hagás problema, papá. Nos entretuvimos con el café y las tortitas de mamá. — declaró Vicente.
— Me imagino…, claro que me lo imagino.
Cosme encendió un cigarrillo y fue a ubicarse tras el escritorio. El mismo que Alí Ben Kadar tuviera en su despacho y que el doctor Sayavedra, le enviara como regalo cuando inauguró la bella casa en El Challao.
— Ustedes saben, hijos, que nuestra familia a diferencia de otras, — comenzó diciendo Cosme — no tuvo nunca entre sus prioridades convertir los negocios en actividades legales. No hemos adquirido bancos, tampoco cadenas de hoteles y monstruosos supermercados. Mucho menos aun, esta familia ha realizado donaciones para que se edifiquen hospitales, escuelas o bibliotecas.
El patrón hizo una pausa para encender otro cigarrillo que tampoco llegaría ha fumar.
— Tanto uno como el otro — dijo mirando primero a Enzo y luego a Vicente — han tomado parte en las operaciones y se han ensuciado con la sangre de aquellos que nos desafiaron. Nos hemos dedicado con mucho éxito a ganar dinero. Creo y por eso los he llamado, que es hora de dar un golpe de timón.
— No entiendo, papá ¿A qué te referís? — quiso saber Enzo.
— Me refiero a que he pensado en retirarme. Por tal motivo he decidido dividir el negocio a la mitad.
Ésta vez le tocó a Vicente formular la pregunta.
— ¿Cuál es mi mitad?
— Ninguna. — fue la seca respuesta.
Los dos hermanos se miraron y un segundo después las carcajadas inundaron la habitación.
— Dále, papá. Dejáte de joder. — dijo Vicente, todavía con la boca llena de risa.
Sus hijos y nadie más se hubieran atrevido a hablarle en esos términos. El Patrón lo permitía en privado, jamás en público.
— Voy a explicarles — dijo poniéndose de pie y caminando como animal de zoológico de un lado para otro — el contrabando pasará a manos de Bruno, las apuestas serán para Juliana y su madre.
— Y a nosotros que nos parta un rayo. — exclamó muy cerca del grito Enzo.
— No sé cuando vas a empezar a ser paciente, Enzo. Te juro por lo que más quieras, que no lo sé. — el padre se detuvo otra vez para dedicarse a encender un tercer cigarrillo — En dos cuentas bancarias una a nombre de Pedro y la otra de Pablo Jiménez, les he acreditado dos millones de dólares a cada uno. Espero que esa cantidad les sirva para comenzar su propio negocio. Si precisan algún consejo, saben dónde encontrarme.

Usando los contactos del patriarca lograron concertar una reunión con los amos del mundo de la cocaína en Colombia. Tanto los señores de Calí, como los de Medellín admiraban y respetaban el apellido Ferrara. Fue debido a ese respeto y admiración que Enzo y Vicente lograron romper el cerco que los separaba de tales peces gordos para quedar frente a frente con Carlos Ledher Rivas, Pablo Escobar, los hermanos Ochoa Vásquez y los hermanos Rodríguez Orejuela.
La distribución se realizó a través de una frase que se convertiría en algo tan popular como el dulce de leche y que llegó a aparecer hasta en letras de canciones: “el primero te lo regalo, el segundo te lo vendo.” En un año las ventas se habían duplicado. Los jefes colombianos no tenían más que agradecimiento para con la estirpe Ferrara.


Rafael llevaba años, según se lo había dicho a Amelia, buscando dar el gran salto. Cada vez que pronunciaba esa frase, ella no podía evitar reírse, al recordar el episodio del salto de la acequia, tratando de sostener una bandeja repleta de vasos con leche chocolatada y galletas Manón.
En una de las tantas reuniones que tenían lugar en la casa para celebrar nacimientos, bautismos, cumpleaños o casamientos, el hijo varón de Vicente Ferrara solicitó ser escuchado por la plana mayor de la familia. El poder absoluto e indiscutible que poseía el abuelo Cosme se había distribuido entre sus hijos y el consejero, a quien los italianos nombraban consiglieri de la organización, Sergio Galeazzi.
— ¿Qué decís? ¿Te volviste loco? — rugió Vicente.
— Estoy seguro de poder lograrlo. Lo único que les pido es que me den su voto de confianza.
Rafael estaba tranquilo y permanecía sentado igual que su tío y Sergio. Vicente caminaba por la habitación.
— Pero ¿Y tu vida? ¿Qué va a pasar con Amelia? — intervino Sergio Galeazzi.
— Ella lo va a entender. No le va ser fácil, pero la conozco, sé lo que me quiere y…lo va a entender.
— Yo te apoyo, sobrino. — declaró Enzo — Sos un tipo inteligente y aparte acordémonos de lo que dicen, Roma no se hizo en un día.
Rafael sonrió, todavía faltan dos, se dijo.
— En caso de que lo hagamos ¿Por dónde empezamos? — inquirió Vicente — Y lo más bravo, tenemos que ver cómo se lo decimos a tu madre.
— Lo que tengo pensado es hablar antes que nada con Natalia. Su ayuda es fundamental para que la cosa marche. Además cuento con la flaca para que juntos encaremos a mamá. Ustedes déjenlo todo en nuestras manos.
— Me imagino que sabés que es muy posible que ninguno de nosotros, — Sergio hizo un gesto que abarcaba a los tres hombres que conformaban el auditorio de Rafael — pueda llegar a ver el final de la película.
— Es posible, muy posible que así sea. Pero sus nietos lo van a poder disfrutar, eso se los prometo.
— ¿Qué nietos? — se burló Vicente.
— No te habrás tomado a pecho eso de los curas y el celibato, espero.
— Che, tené ojo con la nena que te mato ¡eh! — saltó de su silla Sergio.
— Dormí tranquilo, que todavía no van a ser ni abuelos ni tíos abuelos. Nada más van a ser mucho más ricos y poderosos.
Rafael presentó su proyecto, para que después de dos largas horas, muchos cigarrillos y cuatro botellas de vino tinto más una montaña de sándwiches de miga, el triunvirato levantara los pulgares aprobando la operación que llevaría a un Ferrara a la Ciudad de los Papas.
— En el nombre del padre, — dijo y señaló al suyo — el hijo, — se tocó el pecho — y el Espíritu Santo — alargó los brazos con las palmas hacia arriba, mientras apuntaba a Sergio y a Enzo.
Todos se rieron y un rato después habían vuelto a la fiesta.



Natalia tenía treinta y dos años para cuando su hermano llegó al Vaticano. Era una mujer con mucha seguridad en sí misma, a pesar de ser conciente de no poseer lo que se considera hermosura en alguien de su género. Sin embargo, su seguridad venía de la certeza de contar con una personalidad que hacía que los hombres y algunas mujeres se detuvieran a imaginar cómo sería pasar el resto de sus vidas con ella, con tan sólo haberla tratado en escasas oportunidades. El futuro amo y señor de la Iglesia de Roma, conocía de sobra aquella cualidad y no dudo en usarla en su beneficio. Obedeciendo sin una sombra de duda los pedidos de Rafael, la cautivante pelirroja emprendió un peregrinaje a la largo y a lo ancho del planeta.
Ese viaje la llevó a lugares que ya conocía como las ciudades de Los Ángeles, Nueva York o Miami, y a otros que nunca había pisado en América tales como Méjico y Colombia. En Europa visitó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un sitio que de inmediato detestó debido a su aversión por el frío, también le tocó recorrer su adorada Italia, pasando una breve y feliz temporada en Erice, donde repasó sus amores adolescentes con Carlo, un primo que supo amarla como nadie y que la esperó con la paciencia de Florentino Ariza, siempre con un vaso de vino, algo de queso y un lecho tibio, sabiendo que un día cualquiera llegaría para quedarse.
Treinta días de mucho amor y muchísimo sol le dejaron una piel con el color del ron y un corazón galopante, pero desdichado por saber que el tiempo de continuar la travesía estaba cada vez más cerca.
— Quisiera no tener que dejarte, — decía Natalia, mientras apoyaba el cuerpo sobre el viejo olivo en el que tantos años antes, Carlo había grabado sus iniciales — pero el deber me llama y ya sabés como es eso.
Carlo la miraba y acariciaba las llamas de su cabello.
— ¿Cuándo nos volveremos a ver? — preguntó.
— Cuando me vayás a visitar a Mendoza.
— Aunque me encantaría. Es imposible, al menos, lo es por ahora.
— Sí, ya sé…, ya sé. Soñaba, nada más.
— ¿A dónde vas, ahora?
— Todavía tengo que reunirme con la gente de China y Japón, en Tokio. Por último debo ir a Pakistán e Irán; con los rusos está todo en orden por el tema de Afganistán.
— Voy a esperar noticias. Escribe pronto.
— No vas a haber terminado de leer una que ya estarás recibiendo otra, te lo juro — le dijo alegre y lo besó con pasión.
El beso fue largo y los llevó según la sangre se los iba reclamando a vivir horas de exploración con sabor a despedida.
Al día siguiente la muchacha emprendió el resto del camino.
Los emperadores del delito se avenían a recibirla por dos razones de peso. La primera se sustentaba en lo poco conveniente que podía resultar haber desairado a un emisario de la familia Ferrara. La segunda, la que más peso tenía a fin de cuentas, era que habría que haber estado loco para decirle no a una mujer que lucía como lo hacía la hija menor de Vicente Ferrara.
Natalia ocupaba una hora del tiempo de aquellos jefes de jefes. En ese lapso exponía en líneas generales el proyecto, pero sin ofrecer detalles en exceso. Los mafiosos fuera cual fuera su nacionalidad, la miraban con ojos llenos de incredulidad, como si estuviesen viendo por televisión una de esas historias en donde un grupo de extraterrestres han elaborado un plan para esclavizar a la raza humana. Las palabras finales de la disertación siempre eran:
— Un año después de que mi hermano sea coronado Papa, les llegará un mensaje por correo electrónico que dirá: “Urbi et Orbi, en casa en cinco días.”



Rafael paseaba por los jardines de Castelgandolfo, era una tarde fría. Le gustaba caminar con la brisa sobre la cara, lo ayudaba a pensar. Caminó y pensó en Natalia, para ésta hora ya estaría en Brasil. Suponiendo que todo se desarrollara según lo estipulado, en seis meses podría dar la bienvenida a los dueños del crimen de todas las naciones. Sus pensamientos se trasladaron rápido a lo que consideraba un importante obstáculo para sortear, el servicio secreto papal.
Si pretendía que todos los clanes lo apoyaran en lo que iba a proponerles, era necesario que ninguna piedra estuviera metida dentro de las sandalias del pescador.
La Entidad, antes llamada la Santa Alianza, era el departamento de espionaje del Vaticano. El contraespionaje estaba a cargo del Sodalitium Pianum, que significaba Asociación de Pío. El primer organismo se creó en el siglo XVI. El Papa Pío V buscaba contar con una fuerza capaz de luchar contra el protestantismo representado por Isabel I de Inglaterra. El servicio de contraespionaje debe su origen a Pío X, quien lo fundó a comienzos del siglo XX. El objetivo de la Asociación de Pío era claro, debía operar muros adentro de la Santa Sede.
Como no podía ser de otra manera el recorrido de las cavilaciones del Santo Padre fue a estrellarse en forma directa con el recuerdo de la persona que tenía el poder de hacer peligrar el sueño, al que le había dedicado toda su vida adulta, el cardenal Roos.
Sebastián Ross ingresó en la orden fundada por Ignacio de Loyola, a los veinticinco años. Aún no se cumplían sus primeros trescientos sesenta y cinco días como miembro, cuando el jesuita argentino fue reclutado por el Padre General de la Compañía para engrosar las filas de la Santa Alianza.
Desde que Karol Wojtyla ocupara la silla de Pedro, los servicios de espionaje y contraespionaje tuvieron una sola cabeza.
El 7 de mayo de 1998 el Papa polaco aceptó, luego de varios intentos, la dimisión del Cardenal italiano Luigi Poggi al frente de la inteligencia vaticana. Para cubrir la vacante Juan Pablo II eligió al argentino y acompañó el nombramiento con el cápelo cardenalicio en calidad de Cardenal in pectore. Ésta medida tenía por objeto proteger al veterano espía, quien para todos seguía desempeñándose como Prelado de Honor de Su Santidad.
Una voz lo devolvió a la realidad e interrumpió sus razonamientos.
— Está haciendo mucho frío, Su Santidad — dijo en alemán Sor Alejandra, la Madre Superiora de la Comunidad de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús encargada de asistirlo, junto con cuatro monjas polacas que habían estado veinticinco años con Juan Pablo II.
— Tiene toda la razón. — respondió el Santo Padre en la misma lengua — Lo mejor será volver.
Ambos recorrieron la pasarela cubierta que sirve para atravesar la calle que separa los jardines del edificio principal.


El sucesor de Juan Pablo II había basado toda su existencia en una frase que acuñara su abuelo que decía: “el éxito y el fracaso no son fruto de la casualidad.” En la persecución de tan preciado bien había investigado sobre cada cosa que supuso podría serle útil en el futuro.
Manteniendo la decisión tomada de no modificar nada dentro de la Santa Sede, puesto que no creía justo sacrificar tiempo valioso en mover piezas, que de todas formas podrían ocasionarles trastornos de alguna índole. Se dedicó a investigar al director de los servicios de inteligencia, un problema tangible, que debía solucionar y cada instante perdido se podía convertir en un error fatal. Carlo estuvo en todo momento a su lado durante el tiempo que demandó la recolección de datos sobre el jesuita. Fueron noches interminables en que los hombres se internaron sin darse un respiro en las entrañas y el corazón de los archivos secretos de la ciudad.
En los expedientes que guardaban todo el accionar de los espías de Su Santidad, el descendiente de Cosme Ferrara halló un sendero por el que haría caminar al espía tan argentino como él o el dulce de leche. Un sendero que lo llevaría lejos, muy lejos de los huéspedes que pronto lo acompañarían. Un sendero en el que volvería a encontrar a Anatoly Sergéievich Krunoslav.



En el tercer piso de un edificio de nueve, que miraba a la plaza Dzerzhinsky, Yuri Vladimirovich Andropov, el Director General del Comité para la Seguridad del Estado de la Unión Soviética, no tenía el mejor de sus días. Había pasado una mala noche a raíz de las ulceras estomacales que cada tanto lo atormentaban. No seguía en lo más mínimo los consejos de su médico personal, el cual había cumplido repetidas veces con advertirle que si continuaba con esa vida, no dudaría mucho más entre los vivos. Estaba equivocado, la cabeza de lo que la comunidad mundial de inteligencia llamaba, “El Centro”, viviría diez años todavía, visitando la tumba a causa de una crisis diabética.
Con un esfuerzo similar al realizado por un atleta que levanta pesas, bebió la leche tibia que se enfriaba sobre el escritorio de cedro. Después maldijo las ulceras y de paso también a su médico personal.
El despacho se iba impregnando poco a poco del sol moscovita. Andropov se puso de pie y fue a pararse cerca de la ventana de tres metros de altura por la que cada mañana observaba a los hombres y mujeres que atravesaban la plaza presidida por una estatua de bronce del fundador de la Checa, la antecesora de la K.G.B., que comenzó con veintitrés empleados y una secretaria que apenas era una niña de diecisiete años. Los veía salir de la oscura boca del subterráneo, los veía cruzar la plaza apurados, los veía a muchos ingresar en El Mundo de los Niños, la juguetería que se ubicaba justo enfrente de sus ojos, otros entraban en el Museo Politécnico, pero la mayoría traspasaba alguna de las siete puertas de la mole de piedra gris que se conocía como la Lubyanka. Allí funcionaba el cuartel general de la K.G.B. y de la N.K.V.D. Desde allí se manejaban la espada y el escudo del partido.
— El correo ha llegado, camarada.
El hijo de un trabajador ferroviario, que se había graduado en ingeniería para después ingresar al Komsomol, la joven liga comunista; el mismo que durante la Segunda Guerra Mundial sirvió como Comisario Político en el frente finlandés, el mismo que llegó a convertirse en jefe del Departamento Político del Comité Central, el mismo que con el rango de general del ejército fue elegido por el Soviet Supremo como el cuarto hombre para ocupar el más alto puesto dentro de la inteligencia soviética. El mismo que hoy usaba trajes italianos confeccionados a su medida por la casa Brioni de Roma, regresó al escritorio pisando con suavidad las alfombras de Bujara que cubrían el piso.
— Que pase. — ordenó Yuri Vladimirovich hablándole al moderno intercomunicador.



La valija diplomática había salido desde la embajada en Roma tres horas antes. Contenía el ejemplar del día del Osservatore Romano, el órgano de prensa de la Santa Sede. En la primera página, Yuri Vladimirovich leyó, lo que ya sabía:
“Se ha tratado de un auténtico y vergonzoso robo. Unos ladrones desconocidos han penetrado en el despacho de un prelado y han robado unos expedientes guardados en un sólido arcon de doble cerradura. Un autentico escándalo.”
Su satisfacción era tan grande como la de aquel padre que es convocado para recibir una felicitación por el desempeño de su hijo en las paralelas. Había sido él, quién propuso al Collegium, el organismo encargado de tomar las decisiones claves dentro de la K.G.B., poner en marcha la operación. De no haber aceptado su idea el resto de los miembros, Yuri Andropov estaba decidido a seguir adelante de todas maneras, después de todo él era la máxima autoridad. Se sentía contento consigo mismo por haber percibido el potencial que aquel joven soldado era capaz de desplegar, por haberlo sacado del ejército y por haberlo entrenado hasta volverlo el mejor. En sus manos descansaba un voluminoso informe, en cuya portada podía leerse: “ Nessun Dorma”.


En los primeros días de enero de aquel año el Papa Pablo VI se reunió con los responsables de sus servicios de espionaje: la Santa Alianza y el Sodalitium Pianum. Las órdenes impartidas por el Sumo Pontífice eran claras, se debía redactar un documento que expusiera las necesidades de todos los departamentos del Vaticano y que además registrase todas las denuncias de corrupción dentro de la Santa Sede. La operación fue nombrada: “Que nadie duerma”; “Nessun Dorma”.
La redacción del expediente recayó en el arzobispo Edouard Gagnon, quien una vez que hubo finalizado su tarea solicitó ser recibido por Pablo VI. Desde la Secretaria de Estado se le comunicó que debía dejar en manos de la Congregación para el Clero, su trabajo. El informe se guardó en un baúl con varias cerraduras en el interior de una de las salas de la congregación.
En la mañana del 2 de junio de 1974 monseñor Istvan Mester, encargado de vigilar el documento, abrió la puerta encontrando libros diseminados por el suelo, papeles revueltos y cajones abiertos. Las cerraduras del cofre había sido arrancadas y el expediente que contenía los resultados de, “Que nadie duerma”, ya no estaba.
Aunque ni los miembros de la Santa Alianza y de la Asociación de Pío lo sabían aún, se había puesto en marcha la operación Tondi.


El Zil negro dejaba atrás las calles de Moscú. Avanzaba por el carril verde de Ulianovskaia Ulitza a cincuenta kilómetros por hora. Desde el asiento trasero el Director General del K.G.B., leía un informe. Tenía tiempo de sobra, su destino final era la ciudad capital de Ucrania, no llegaría antes de una hora.
El material que estudiaba Andropov era una detallada biografía. Contaba la historia de un hombre que había conseguido saltar el cerco de la ciudad secreta.
Alighiero Tondi terminó el seminario en la Compañía de Jesús en 1936. Estableció contacto con grupos comunistas y viajó a Moscú para estudiar en la Universidad Lenín. Ocho años después el K.G.B. lo reclutó para que operase dentro del Vaticano. Llegó a convertirse en secretario y ayudante de cámara de Pablo VI.
En 1967 fue capturado por agentes del S.P., el servicio de contraespionaje, cuando intentaba robar documentos guardados en el Archivo Secreto. En ellos se hablaba de la identidad de agentes de la Santa Alianza que operaban en Hungría, Polonia y Checoslovaquia. La Guardia Suiza lo escoltó hasta la línea fronteriza italo-vaticana.
El final del documento aseguraba que en la actualidad Tondi se desempeñaba como asesor para asuntos de la Iglesia de Leonid Brezhnev.
Yuri Vladimirovich apoyó la carpeta sobre el asiento y de dedicó a disfrutar del paisaje. Los años de Tondi en la Santa Sede son el pasado, pensó; con la ayuda de Anatoli Sergéievich Krunoslav escribiré el futuro.
Antes de quedarse dormido, cinco minutos más tarde, fantaseó con la idea de llegar, si todo salía como esperaba, hasta la misma cima dentro del gobierno de la Rodina.


El Centro Médico de Kiev era uno de los más prestigiosos del país. Miles de habitantes de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, debían sus vidas a los dedos de los cirujanos que allí ejercían su profesión. Los estudiantes acudían al centro para dar el golpe de gracia a su formación. Lo que no se aprende en Kiev, ya nunca se aprende, rezaba la frase que se había hecho célebre entre los aspirantes a seguir los pasos de Hipócrates.
Se trataba de una construcción baja, de sólo dos plantas. Estaba pintada de un blanco que hacia que la nieve pareciera oscura y la rodeaba un espeso bosque de abedules.
El edificio visto desde el aire, tenía la forma de un cuadrado al que le faltara uno de los lados. Otros decían que se asemejaba a una letra C, sin curvas.
De aquella cuadrada letra C, uno de sus lados, el que evitaba que la edificación tuviera forma de L, no formaba parte del legendario hospicio; aunque sus mejores cirujanos pasaban muchas horas en él. Era un ala ocupada en exclusiva por el K.G.B. que se conocía como “El pabellón de las máscaras.” Las personas ingresaban con una cara, pero jamás egresaban con ella. El lugar era de los secretos mejor guardados de la inteligencia soviética. El occidente ya sabía de la existencia de escuelas de entrenamiento en donde hombres y mujeres se volvían franceses, ingleses o norteamericanos. El pabellón de las máscaras estaba un paso adelante.
Yuri Andropov empujó la puerta de vaivén color verde claro. Una mujer lo recibió con temeroso respeto.
— Lo esperan camarada Director. Por favor, sígame.
Andropov no pronunció palabra, obedeció.
— Es aquí, camarada Director. — le indicó la mujer entrando a una habitación que se ornamentaba con el infaltable retrato de Lenin. Había cuatro sillas metálicas pintadas de negro y una mesa que pertenecía al mismo juego. Un expendedor de agua, una máquina de café y algunos vasos descartables.
— En unos momentos estará aquí — anunció la mujer intentando parecer amable.
La máxima autoridad del centro, ocupó una de las sillas y esperó.
Desde que en 1967 Yuri Vladimirovich Andropov ocupara el sitio que fuera de Iván Alexandrovich Serov, había tenido en mente un objetivo: desestabilizar a occidente. Pegarle tan fuerte que al caer de rodillas, ya no pudiera levantarse. Los informes sobre Tondi le habían resultado igual de atractivos que una bailarina del Bolshoi, pero el muy imbecil se había dejado atrapar. La oportunidad de hacer tambalear a uno de los más importantes símbolos mundiales, se le escapaba con la expulsión del jesuita del Vaticano. La idea de colocar otro topo, como se denominaba a los agentes dobles, aquellos funcionarios de inteligencia que decían responder a una bandera y en realidad trabajaban para otra, le quitaba el sueño. Aún más que las úlceras.
Todavía no se había puesto a tono con su nuevo cargo y hasta sus manos llegó un proyecto que necesitó poco más de un año para ser puesto a punto. Se trataba del Pabellón de las Máscaras. Hoy, cuando Yuri Vladimirovich lo visitaba por enésima vez, funcionaba con elegante precisión. Mucho había tenido que ver él en el proceso y no podía negar que el orgullo lo hacia caminar más erguido.
La persona que esperaba era Anatoli Sergéievich Krunoslav, un joven de los tantos que habían recibido entrenamiento en Bolitsino. La preparación de Krunoslav ,el protegido de Andropov, se había centrado en conocer los detalles más ínfimos, más superfluos, más inútiles de la vida de un hombre, que era como la sombra del Cardenal John Joseph Wright, a cargo de la Congregación para el Clero.
El secretario del purpurado fue capturado la tarde en que abandonaba el policlínico Gemelli, después de haber visitado a la más alta autoridad de su congregación, quien había tenido que someterse a una cirugía en la rodilla derecha.
La operación “agua bendita”, estuvo a cargo del Departamento V, del Primer Directorio. Al D.V. se lo conocía también como el departamento de Acciones Ejecutivos. Eran los responsables de lo que El Centro llamaba “asuntos húmedos”, aquellas tareas que podían llegar a involucrar sangre como asesinatos, secuestros y sabotajes. El personal de este departamento permanecía dormido en las embajadas de la U.R.R.S. por todo el mundo. Cuando despertaba el margen de error era de cero por ciento.
El sacerdote fue trasladado a una de las propiedades que la K.G.B., poseía en Roma y había ocupado muchas veces en el pasado. En una de las habitaciones la gente del número 2 de la plaza Dzerzhinski en Moscú, duplicó un cuarto exacto a los de la clínica. El clérigo no tenía por qué dudar de las identidades de todos esos hombres y mujeres que usaban ropas de médicos, enfermeras y policías. Aturdido a causa del dolor y cubierto de yeso en ambas piernas y uno de los brazos, el que no recibía el suero y el calmante por vías intravenoso, escuchó la historia que le relataron. Un conductor en estado de ebriedad, lo había atropellado a escasos metros del policlínico y había desaparecido.


La puerta de la sala en donde Andropov esperaba se abrió para dar paso a un hombre de tez blanca y cabello grueso, revuelto y negro. Los ojos oscuros, lo mismo que el cabello, poseían la mirada que el Director General había observado en las fotografías.
El recién llegado adoptó la postura rígida típica de un soldado.
— Eso no es necesario. — dijo a modo de saludo Andropov.
El hombre separó las piernas y se relajó.
— Es un honor para mí, estar a sus órdenes. Señor.
Yuri Vladimirovich estaba fascinado. Las palabras habían sido pronunciadas con el tono idéntico que había escuchado en las cintas grabadas.


Al conocer lo acontecido con el informe “Nessun Dorma”, el Papa Pablo VI ordenó a todos los involucrados que se pusieran bajo secreto pontificio.
Ha transcurrido un día desde el asalto a la Congregación para el Clero. Su Santidad lee, como cada mañana, L’Osservatore Romano y como cada mañana hace un gran esfuerzo por dilatar la ceremonia que lo llevará a encender el primer cigarrillo del día. Tiene que dejar de fumar, lo sabe, pero la empresa se le hace cuesta arriba. La rutina de lectura se completa con el Times de Londres, el Washington Post norteamericano y el Pravda ruso. Pero toda rutina sufre modificaciones alguna vez.
Esa mañana fue una de esas veces.
El Santo Padre, no salía de su asombro. Alguien se había atrevido a desoír su voluntad.


Marco Dalla Torre no se hizo esperar. Su tío, el Conde, no lo habría hecho.
El apellido Dalla Torre llevaba unido al órgano de expresión del Estado Vaticano casi medio siglo.
Sin mediar formalidad de ningún tipo y desde el sillón en donde siempre leía en su despacho, el obispo de Roma, levantó el ejemplar de la fecha en donde se hacia referencia al informe “Que nadie duerma”.
— ¿Qué significa esto? — quiso saber Su Santidad.
— Disculpe usted, Santo Padre. No quisiera parecer irrespetuoso, pero esa pregunta no debería estar dirigida a mi.
Pablo VI entendía cada vez menos. Se levantó y fue hacia donde, todavía de pie, estaba Marco Dalla Torre.
— ¿A quién, entonces? — la pregunta la había formulado a escasos metros del interpelado.
— A Su Eminencia, el cardenal Wright.
— Podría ser más claro, estimado amigo. — el tono del Sumo Pontífice se suavizó. — No logramos comprenderle.
Dalla Torre hizo un brillante resumen para Pablo VI de los sucesos del día anterior.
El secretario privado del Director de la Congregación para el Clero fue llamado ante el Santo Padre, mas no le fue posible acudir, había desaparecido lo mismo que el sol cuando anochece.
En los días posteriores catorce miembros de la Curia que habían hablado con los agentes de la Santa Alianza, fueron expulsados del Vaticano, mientras que otros cinco fueron enviados a países latinoamericanos en misión evangelizadora.


Como lo hiciera a comienzos del año el Papa volvió a reunirse con los jefes del espionaje papal que operaban dentro y fuera de la ciudad. El encuentro se llevó a cabo en el jardín ubicado en la azotea del Palacio Apostólico. Al trío se había sumado un joven monseñor llamado Sebastián Ross, miembro del Russicum.
— ¿Cómo podemos estar seguros? — preguntó el hombre que había sido artífice del “pasillo Vaticano” y la “operación convento”.
— No cabe duda alguna, Santidad. — la respuesta la proporcionó Pasquale Macchi, a cargo de la Santa Alianza.
Macchi, un sencillo sacerdote, que había conocido a Pablo VI cuando éste era aún Giovanni Battista Montini, Arzobispo de Milán, no sé equivocaba al afirmar que no existían dudas. La conversación giraba en torno a si era o no responsable del robo del informe secreto el K.G.B.
— Nos es muy difícil creer que Andropov, se haya atrevido después del asunto Tondi.
— Contar con un topo en el Vaticano ha sido siempre una obsesión para él, Santo Padre. — comentó Macchi.
Sebastián Ross caminaba junto al grupo en total silencio.
— ¿Tiene el Russicum algo para decirnos?
Pasquale Macchi tocó el brazo de Monseñor Ross, para indicarle que podía hablar.
El sacerdote argentino llevaba nueve años en el espionaje papal. Su entrenamiento había comenzado cuando Rafael Ferrara, con sólo diez años, esperaba ver aparecer en el balcón: la logia de la Bendición, a Pablo VI, el mismo que ahora tenía un problema y exigía una solución.
Poseedor de la misma facultad que tendría su enemigo y compatriota, para aprender otras lenguas y costumbres, solicitó ser asignado a una unidad especial dentro de la Santa Alianza conocida como el Russicum. Se sometió al duro entrenamiento alegre como quien pasa horas y horas con la tarea que más disfruta hacer en la vida. Estudió como hablar y escribir la lengua rusa, estudió la historia, la cultura y la gastronomía de la U.R.R.S. Leyó a los autores rusos y los diarios que en esa tierra se publicaban. Discutió las noticias integrando pequeños grupos en los que sólo se podía hablar ruso.
Se entrenó con el ejército polaco en tácticas de paracaidismo, armas de fuego y explosivos.
Para la época en que caminaba junto a los responsables de la inteligencia vaticana y a Pablo VI, había completado más de cincuenta misiones tanto en Rusia, como en Alemania Oriental.
El Santo Padre pudo percibir el nerviosismo del monseñor argentino. Era la primera vez que estaban lado a lado. El cansado hombre de setenta y seis años, sabía que la institución que presidía, tenía mucho que agradecer a aquel muchacho de aspecto grave y estampa de deportista profesional.
— Háblenos con toda tranquilidad, monseñor. — lo incitó el Papa.
Sebastián Ross se aclaró la garganta para hablar sobre los pormenores de la “operación Félix.” Desconocía que el éxito de la misión lo convertiría en Obispo y Director del Russicum.


El primer director que tuvo la Cheka, organización que precedió al K.G.B., Félix Edmundovich Dzerzhinsky, quien antes de sentirse atraído por los movimientos revolucionarios de Europa de comienzos del siglo XX, había decidido servir a la fe católica como uno de los sacerdotes de su iglesia.
En homenaje a la vocación primera del legendario maestro de espías, la Santa Alianza, había bautizado una de sus operaciones más importantes, como: operación Félix. Ésta dio sus primeros pasos dos años antes del robo del manuscrito Nessun Dorma y un mes después de que Anatoly Sergéievich Krunoslav, entrara en la Ciudad Secreta.
Todos los departamentos de espionaje del Vaticano, tensaron al máximo sus sentidos desde que se supo de la doble tarea de Tondi. La llegada al poder de Andropov, como cabeza del centro, encendió la mecha de una bomba que aunque iba a demorar, detonaría de todas formas.
El padre Pasquale Macchi, ayer secretario privado del Arzobispo de Milán y hoy, jefe de los espías de Pablo VI, necesitaba saber lo que ocurría en la fría mole gris de nueve pisos que saludaba a la plaza Dzerzhinsky. La persona que reunía las condiciones para ser los ojos y oídos de la Santa Madre Iglesia en los territorios de Yuri Vladimirovich, no era otro que el jesuita argentino.
Sebastián Ross operaba durante esos días en Hungría. Se le había encomendado la custodia del Cardenal Agostino Casaroli.
Macchi vertió más café en la taza, muy cargado y dulce como le gustaba. Tomó un trago. Lo dejó reposar en la boca unos segundos antes de tragarlo. Repitió el procedimiento cinco veces, hasta que el recipiente quedó vacío. Se calzó los anteojos de armazón metálico y buscó en uno de los cajones de la mesa en la que trabajaba unos papeles en blanco. Siempre diagramaba las futuras operaciones sobre papel, de esa forma sus ideas se ordenaban con mayor claridad.

Desde una BMW como las que emplea la policía que patrulla a todas horas los caminos, Sebastián Ross observó como el Zil negro que transportaba al Director General del K.G.B., se alejaba rumbo a la capital rusa.
El dispositivo de seguimiento, que otro agente había conseguido sacar del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, funcionaba como una pieza de relojería suiza. El jesuita se sentía exaltado. Montó en el vehículo y se lanzó a perseguir la señal que lanzaba el potente aparato ajustado a su muñeca. Era un día hermoso, silbaba un tango de Gardel.
Sebastián Ross era para todos Víctor Alexandrovich Zabotin, un típico hijo de las estepas que trabajaba en el Decimosexto Directorio, el que se ocupaba del mantenimiento de los sistemas de radio y de las líneas telefónicas de todas las agencias del gobierno.
Se había construido un sólido pasado, junto a un venturoso presente con esposa, hijos, un fiel perro y hasta una suegra que lo quería a pesar de todo, según contaba a sus compañeras que lo miraban con ojos hambrientos.
Dos veces por mes Andropov, su máximo objetivo, se alejaba de las obligaciones durante todo el día. La primera hipótesis que elaboró se basaba en la teoría de la amante. La segunda, mucho más probable, giraba en torno a la posibilidad de que estuviera siendo sometido a alguna clase de tratamiento médico para combatir sus muchas dolencias.
Estaba seguro de haber dado en el clavo cuando lo siguió hasta Kiev. En el informe que remitió a su superior dejaba claro que la salud del antes militar corría un riesgo comprobado.
En la tercera incursión a la zaga del largo y negro automóvil, siempre luciendo como un patrullero, con casco y las antiparras para protegerse del polvo del camino, decidió dar el siguiente paso.
Esperó hasta asegurarse que el número uno del espionaje soviético, hubiera entrado al hospital. Detuvo la moto en la puerta, sacó unos papeles de las alforjas traseras y a paso resuelto encaró la puerta principal.
— Buenos días, camarada — lo saludó en el mostrador de recepción una muchacha que podría haberse visto bien con algo de color en los labios y en los ojos.
— Buenos días para usted también, camarada. — respondió Ross — Debo entregarle unos documentos al Director del hospital.
— Démelos, se los haré llegar. — la muchacha sonrió amable.
Antes de contestar el falso policía pudo ver a Andropov, entrando al Pabellón de las máscaras. El chofer y guardaespaldas se plantó frente a la puerta con las piernas abiertas y las manos cruzadas delante del cuerpo. No hacía falta nada más para saber que nadie podía pasar al otro lado.
— Usted perdone, camarada, pero mis órdenes son entregárselos al director en mano propia.
La recepcionista tomó el teléfono e hizo girar cinco veces el disco de marcado.
— La línea está ocupada.
— No hay problema, puedo esperar.
— Como guste
— ¿Aquel es el chofer del camarada Andropov o me equivoco? — preguntó el argentino con su mejor gesto de hablo por hablar.
— Sí. En efecto es él. — fue la respuesta cómplice de la muchacha.
—¿Qué hace aquí?
— Viene todos los meses.
La mujer estaba segura de estar hablando demás, pero quién iba a saberlo. Además el hombre parecía muy agradable y no podía tener nada de malo el querer aliviar un poco las largas y aburridas horas de trabajo.
— Sólo por conversar, no quiero ser indiscreto ni ponerla en problemas, pero Andropov está bajo algún tratamiento o ¿viene a visitar a alguien?
— No podría decirle con seguridad a qué viene. — la joven giró la cabeza para mirar hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse que nadie estaba oyendo — Acá entre nosotros, — continuó diciendo — no son muchas las personas que tienen acceso a esa área del hospital. Lo que si puedo contarle es que permanece allí casi todo el día.
Sebastián Ross se acercó casi hasta rozarle la cara y sonrió como sólo él podía hacerlo, antes de preguntar en tono de secreto.
— ¿Nunca ha sentido curiosidad por saber qué se esconde del otro lado? — con un movimiento de cabeza señaló la entrada del Pabellón de las Máscaras.
— No tendría sentido ser indiscreta, por que jamás dejan de controlar a cada persona que ingresa y yo no estoy en la lista. — al mismo tiempo que hablaba, hacia dar vueltas el disco del teléfono-Parece que el director tiene mucho que hablar, se disculpó.
— ¿Sería posible hablar con el asistente personal del camarada Director. — dijo esto conociendo la respuesta. El Director no tenía secretario, le gustaba hacer todo el trabajo.
— No existe tal asistente. Nuestro Director es un hombre que disfruta de atender el teléfono. — la muchacha ahogó una risita.
El policía festejó la broma. La chica se sintió encantada.
— Si me indica dónde está su oficina, puedo entregárselos personalmente.
La recepcionista pensó que no podría tener ningún problema por eso y además siempre estaba la posibilidad de decir que había tenido que ausentarse de su puesto para ir al baño. Ella desconocía quién había informado sobre la ubicación del despacho del Director al camarada agente de policía.
— Es en el segundo piso, al final del pasillo.
— Muy amable. Ha sido un placer conocerla.
— Para mi también.
El jesuita llegó a la planta alta, esperó unos minutos y bajó sin los papeles.
— Trámite listo. — anunció a la joven de la entrada. Tal vez podamos vernos de nuevo en otra ocasión.
— Me encantaría — dijo y escribió una dirección en un trozo de papel.
Sebastián Ross guardó en la casaca del uniforme el pequeño papel como si fuera un tesoro. Volvió a sonreír y salió.
Unas horas más tarde, vistiendo el acostumbrado traje gris, se presentó en la oficina del Director General. No había una sola persona para recibirlo, tal como esperaba. La secretaria almorzaba una insípida ensalada acompañada por una porción de pollo hervido, en el salón comedor para empleados del último piso.



Mientras el sacerdote argentino traspasaba la entrada del despacho de Andropov, Ana Valerianova Sirichenko, modificaba por primera vez en siete años la rutina del almuerzo. Tenía mucho trabajo atrasado y el jefe no estaría complacido si al regresar no se habían cumplido sus pedidos. Nadie mejor que Ana para saber que era preferible todo antes de no complacer al jefe. En el viaje de descenso desde el noveno al tercer piso la acompañaba un sándwich de pollo con pan de salvado y algo de la insípida lechuga en una fuente de plástico. Para beber había elegido una de las botellas de jugo de manzana, era el que más le gustaba.
No recordaba haber dejado entreabierta la puerta, sería acaso qué ya estaba de vuelta el jefe. Que desilusión, no podría almorzar tranquila.



Sebastián Ross inspeccionaba las alfombras buscando algún escondite. No hubo suerte con el escritorio y tampoco detrás del retrato de Lenin. Nada en las alfombras. Quedaba la biblioteca. Tenía los nervios tensos y los oídos en la habitación contigua. El sonido fue tan contundente como su hallazgo. Seis de los tomos que se apoyaban en el tercer estante eran tan falsos como el nombre de Víctor Alexandrovich Zabotin. Los lomos estaban pegados sobre una madera que servía para ocultar una caja fuerte marca Thompson. La puerta que antecedía al hábitat privado de Andropov se había abierto.
El intruso se movió rápido, en un segundo o tal vez menos se encontraba arrodillado bajo el escritorio. Escuchó como la mujer llamaba a su jefe, la escuchó cuando insultó, al parecer después de que algo se le cayó al piso. Seguía maldiciendo su suerte cuando azotó la puerta y se alejó.
El sacerdote tuvo que encomendarse a cada uno y a todos los santos para acertar con la combinación. Tradujo a números todos los datos que tenía sobre la vida del futuro líder del Politburó. La respuesta era la fecha de cumpleaños de una sobrina, Ursula Sonianova, que estudiaba en la Alta Escuela Mossovet para Comandos de Frontera en Moscú. Fueron diez dolorosos minutos de girar la rueda a diestra y siniestra, hasta que por fin es sonido que esperaba inundo la estancia, o eso le pareció, como un trueno en noche de tormenta. En realidad se trató de un sonido apagado como el chasquido que produce la lengua al separarse súbitamente del paladar.
En la caja metálica había varios fajos de billetes de cien dólares, un par de revistas “Time”, en cuyas portadas aparecían en una el presidente de Estados Unidos y en la otra el Papa. Debajo de las publicaciones halló una carpeta negra delgada. Era conciente que no tendría una oportunidad igual, tal vez en mucho tiempo. Abrió la carpeta y leyó con rapidez. Leyó y memorizó. Memorizó y transmitió a la Santa Alianza.
El espionaje Vaticano supo gracias a labor realizada por Sebastián Ross que el secretario privado y ayudante de cámara de Su Santidad, era un ilegal del K.G.B. Supo además que se estaba tramando una acción en contra de Pablo VI. No sabían que el virus ya estaba instalado en los dominios del Papa, pero iban a saberlo muy pronto.
— Nos ha resultado muy esclarecedor todo lo que nos ha dicho, Monseñor-declaró Pablo VI cuando Ross hubo terminado de hablar.
— Debemos permanecer más alertas que nunca, Santo Padre. El informe Nessun Dorma es un arma poderosa en las manos de Andropov.
— Confiemos, mi leal Pasquale, en que la inteligencia vaticana consiga mojar su pólvora.



La lectura de aquellas páginas le habían proporcionado datos que volvían algo más que real la aseveración de la cabeza de la Santa Alianza. No dejaba de preguntarse hasta dónde sería capaz de llegar el Papa Pablo VI para impedir que su feligresía del mundo entero conociera lo que él, Yuri Vladimirovich Andropov, ahora sabía.



El hermano Miguel, un hombre con más huesos que carne y más sentido del humor que cabellos sobre la frente, manipuló con pericia los botones que harían posible entablar la conversación que se le había pedido.
El hermano Miguel era miembro de Los Seis Hermanos de la Cofradía de Don Orione. Éste grupo de frailes se encargada desde 1886 de las comunicaciones telefónicas del Estado Vaticano.
El ayudante de cámara y secretario privado del Santo Padre, levantó el tubo del teléfono.
— Pronto — dijo.
— Disculpe, Monseñor. Habla el hermano Miguel, tengo en espera a una persona que dice ser el Director General del K.G.B. y solicita hablar con Su Santidad.
— No sé preocupe, hermano, yo contestaré. Muchas gracias.
Se produjo un segundo de silencio para dar paso a la voz de Andropov, que se oía nítida como si estuviera dentro de la habitación.
— Me complace que pueda disponer de algunos minutos para mí, Giovanni — se cuidó de llamarlo por el título que ostentaba.
— Está hablando con Monseñor Vargas, secretario privado del Santo Padre.
— Tenga la bondad de informar a su jefe, — remarcó estas últimas palabras — que he encontrado algo que perdió. Volveré a comunicarme en una hora.



Yuri Andropov habló con la calma del jugador que conoce los naipes del oponente. La exigencia no podía ser más clara y precisa. El Papa debía redactar una encíclica en la que dejara bien sentado que se sentía sin fuerzas para continuar, que a pesar de los esfuerzos de muchos la Iglesia había perdido la batalla y él las esperanzas. Por tal motivo había decidido abdicar al trono de Pedro. El plan era que el sucesor de Pablo VI, fuera elegido por el supremo hombre a cargo del K.G.B.
Del otro lado de la línea no estaba la persona aterrada que Andropov estaba imaginando desde su mullido sofá. El Santo Padre no había jugado todas sus cartas y todavía faltaba la última mano. La que con la ayuda de Dios y el jesuita argentino, esperara le diera la victoria final.


El hombre que obedeciendo a los mandos superiores había pasado por “El pabellón de las máscaras”, recordaba esos tiempos como si se tratara de una historia salida de la imaginación de Graham Greene. Muchos años y aún muchas más cirugías habían pasado desde los tiempos en que se coló en la ciudad amurallada del Vaticano, para apoderarse después de años de paciente tarea de espía del informe “Que nadie duerma”. Tenía el rostro de la misma persona que tuvo que atravesar la inmaculada puerta, para aparecer acostado en un lugar llenó de luz y seres que vestían ropas tan blancas como la puerta, pero con cuarenta años más.
Después de haberse recuperado de las heridas de bala en la pierna derecha que lo dejaron para siempre con un paso entre tímido y vacilante. Se valió de una larga y leal red de contactos para abandonar la patria.
Para todos y en especial para Yuri Vladimirovich Andropov, la muerte lo encontró encerrado en una celda que tenía el tamaño de un baño grande en el sótano de la Lubyanka. Ese era el destino de quienes no llevaban a buen puerto los sueños del jerarca soviético. El saber que Anatoli Sergéievich, había fallado fue un golpe tan duro como el que recibe alguien desprevenido que no ve venir la pelota que acaba el recorrido en su cara. Con el temple que lo hiciera célebre en la comunidad de inteligencia Andropov supo recuperarse y tras la muerte de Leonid Brezhnev en 1982, lo sucedió como líder de la Unión Soviética. Al morir tres meses más tarde su último pensamiento fue para el mejor de los ilegales bajo su mando. Se arrepintió de haber ordenado que un ser de sus capacidades hubiera tenido tan triste y solitario final.
El fin de Anatoli Krunoslav sin duda hubiera sido el que Andropov había trazado para él, si la fortuna no hubiera determinado con la inquebrantable certeza que siempre lo hace, que quien debía encargarse de sacarlo del hospital para trasladarlo a las entrañas de la mole gris de nueve pisos y allí abandonarlo a su suerte, con sólo una comida al día, no era otro que el padre de una niña cuyos ojos verdes tenían brillo, gracias a un transplante de córneas que se efectuó en “El pabellón de las máscaras”, gracias a la mediación realizada por el ladrón de la Congregación para el Clero.
En las plantas superiores, nadie sintió curiosidad por saber quién ocupaba la celda 471 del sector “A”. Si lo hubieran hecho, con un mínimo de esmero, sabrían que el prisionero 471 no era el topo del Vaticano, sino un hombre aquejado de cáncer en la próstata, cuya familia había sido muy bien recompensada. Al dejar la ciudad de los Papas, Anatoli Sergéievich Krunoslav, no llevaba en su equipaje sólo el secreto informe.

Le gustaba caminar por la playa en las mañanas, cuando todavía la arena se mantenía incorruptible por los cientos de pies que le dejarían, huellas tan pasajeras como un resfrío.
Cuando tuvo que decidir a dónde ir para continuar con la vida. No lo pensó demasiado. Eligió Brasil, en San Pablo, había realizado algunas misiones cazando desertores en el pasado y sus mujeres resultaban ser la antítesis de sus compatriotas. Lo que más buscaba era alejarse de la Madre Rusia.
La ciudad, el centro urbano más grande de América del Sur, era ideal para sus planes futuros. San Pablo es la capital económica del país. No le fue difícil crear una red de inteligencia que obtenía secretos que en todos los casos eran de utilidad para alguien. En poco tiempo estaba ofreciendo sus servicios a los reyes y príncipes del mundo. Los famosos, aquellos que ponían sus fortunas al servicio de su seguridad personal no tardaron en acudir a Mathew Kronenberg, como ahora se llamaba.
La compañía proporcionaba servicios completos de protección económica e industrial a países de África y Europa. No existía ciudad en la que no hubiera establecido un contacto. La mayor virtud de la empresa que Kronenberg preside radica en preservar el anonimato de sus clientes.
Cada vez que le dolía la pierna, el causante del sufrimiento de tantos años y de tantas horas de fisioterapia, se posaba frente a él. Había invertido una buena parte de sus ingresos para dar con aquel hombre, un sacerdote, un espía, que no cabían dudas conocía el oficio como pocos. Más lo buscaba y menos lo encontraba. Menos lo encontraba y más buscaba mitigar el rencor que con los años había crecido cual árbol frondoso en su interior. Si bien era conciente que el juego del espionaje está concebido sobre una serie de reglas que no le son ajenas a ninguno de los jugadores y era más conciente aún de que le había tocado perder en un encuentro limpio, donde el otro, el sacerdote, el espía había sido mejor. También tenía que reconocer que fue en aquella escaramuza, en los días y meses que le siguieron, donde descubrió que no era y nunca lo sería un buen perdedor.
Hoy, con sesenta y algunos años, Mathew Kronenberg era uno de los personajes más famosos de Brasil. Construyó escuelas y hospitales. Creó la fundación Thais Valverde, en memoria de la única mujer que amó en la vida, una bella mulata con la que tuvo una hija preciosa, lo cual ya lo había convertido en abuelo tres veces. La fundación Thais Valverde ofrecía becas para apoyar el desarrollo de deportistas y músicos. En síntesis, Mathew Kronenberg era un hombre feliz.
Las caminatas matutinas solían prolongarse hasta por dos horas. La causa era simple, el antiguo miembro del espionaje rojo se desplazaba lento, lo mismo que una tortuga vieja. No prestaba atención a quienes pasaban, siempre más veloces, a su lado.
— Esa pierna es todo un problema ¿No es así? Anatoli Sergéievich.
Kronenberg se detuvo como si estuviera sufriendo el efecto de un dardo narcotizado. Frente a él estaba una mujer de formas generosas, que vestía un conjunto para hacer ejercicio, color blanco con una raya negra a los costados. Se cubría la cabeza con un pañuelo también claro, que no conseguía ocultar su cabello, dejando sueltos sobre la frente algunos encendidos mechones rojos.
— Disculpe, creo que me confunde con alguien más. — dijo en un portugués que daba la impresión de ser su lengua materna.
— No necesita disimular, camarada Krunoslav. Sé muy bien quién es usted y lo más importante se quién fue. Tengo algo para proponerle, en realidad la propuesta es del hombre para quien trabajo.



Grigol Ilianovich Gabashvili no había abandonado Tbilisi en dos largas y tumultuosas décadas. Años en los que dejó claro por que debía sentirse un profundo temor en su presencia y ni siquiera imaginar en contradecir alguna de sus decisiones. El georgiano se alejó de la patria tan sólo empujado por una curiosidad a la que podría calificarse de sana. Quería que los profundos y verdes ojos vieran por si mismos como se desarrollaba la peculiar historia que había narrado la joven que fungió de emisario del ahora rey de la Iglesia.
Al enterarse de que en efecto Rafael Ferrara era el nuevo Papa, se rió con ganas.
— ¡Lo hizo…, lo hizo! ¡Es increíble! — exclamó aún sin poder parar de reír.
Un año más tarde, tal como lo vaticinara la atractiva mujer de cabello rojo, el mensaje llegó a su casilla de correo electrónico. No perdía nada acudiendo a la convocatoria. Además no le vendría nada mal un paseo por Castelgandolfo.



— ¡Grigol Ilianovich! — lo recibió Rafael, estrechándole la mano con manifiesta alegría.
— Encantado de poder verlo en persona. — dijo Gabashvili — Lo he visto mucho en los diarios y la televisión.
— Espero no haberlo desilusionado.
— Todavía no puedo decirlo. Por cierto, habla usted muy bien mi lengua.
— El Señor me ha bendecido con la facilidad para poder comunicarme en muchas lenguas y también en algunos dialectos. — declaró mientras sujetaba con impaciencia su cruz pectoral — Por favor entremos Grigol Ilianovich.
Una escena similar se repitió con Michael Conti de Nueva York, quien era los ojos y los oídos de casi todas las familias criminales de Norteamérica. Con Yamaka Liu de Japón, un auténtico Yakuza que adolecía de la última falange en el dedo meñique de la mano derecha. Con Jesús Domínguez, el mejicano que aportó los medios para que la familia Ferrara pudiera contar con los servicios de “El Espectro” y de esa forma evitar que los antagonistas del cardenal argentino participaran del cónclave. Con Miguel Balbuena, el colombiano que amaba a Natalia, según pudo confesarle cuando la encontró sola. La lista se completaba con el pekinés Tao We Ming, éste al igual que el georgiano había sido presa de la curiosidad.
— No olvide aquel antiguo proverbio, mi amigo. — le dijo el Santo Padre, para después invitarlo a reunirse con los demás.
El consistorio mafioso se celebró en uno de los salones más grandes de Castelgandolfo. Carlo fue el encargado de que todo estuviera a la altura de los invitados. Vestía ropas holgadas e impartía directivas a las mujeres que habían llegado esa misma mañana desde su tierra, como si fuera un general que intenta ordenar la tropa. La comida era exquisita, se podía elegir ravioles, capelettis, lasagna, tallarines, con una variedad de salsas que iban desde tuco hasta calabresa o marinara. Hubo por supuesto mucho queso parmesano picante y aromático, además de incontables botellas de vino siciliano y el delicioso pan horneado por la familia Sabatini.
Cuando todos los presentes tenían la atención puesta en disfrutar una soberbia torta de chocolate, rellena con dulce de leche, fabricado con una receta especial del Santo Padre por las monjas que le servían, crema chantilly, frutillas grandes como rubíes y el toque final de una gruesa capa de almendras tostadas; acompañado de un café negro fuerte y colombiano. Una morocha de ondulante silueta, les entregó a cada uno un cigarro cubano Cohiba, al tiempo que se detenía para devolver con una sonrisa estudiada el gracias en los distintos idiomas que no comprendía.
La mesa redonda de aspecto más que majestuoso que Rafael había mandado colocar en el centro de la sala, tenía como objetivo dar a entender que todos eran iguales. Por esa causa no existía una cabecera que ocupar. Los lugares se hallaban todos cubiertos, con excepción de uno a la derecha del Papa. Fue entonces cuando la puerta se abrió. El gesto de sorpresa fue casi unánime. Rafael sonrió. Carlo se acercaba ataviado con sotana negra, faja roja, la cruz pectoral con gruesa cadena y el solideo rojo. A pesar de que en
ningún momento se había quitado el anillo que simbolizaba su rango, la mayoría de los invitados no reparó en él hasta ese momento.
El silencio era absoluto cuando Su Santidad anunció en inglés:
— Caballeros, permítanme presentarles de manera formal a mi primo, el Cardenal Carlo Sabatini. Su Eminencia representa a las familias italianas.
Carlo ocupó su lugar en la mesa.



Los contactos de la familia Ferrara fueron exigidos al máximo una vez que se supo de la existencia de Anatoly Krunoslav. Se invirtieron toneladas de tiempo y dinero hasta que fue posible establecer con una certeza no menor al cien por ciento que Krunoslav y Kronemberg eran la misma persona.
Con todas las preguntas unidas a una respuesta, Natalia, con la eficacia de siempre, se puso en marcha.
Era pasado el mediodía cuando Mathew Kronenberg acompañado de Natalia, llegó hasta el distrito de Bixiga. El restauran era un lugar bonito, debido a la hora todavía no había muchos postulantes para almorzar. Kronenberg pidió para empezar una tabla de fiambres y quesos, el plato principal fueron los sublimes ravioles a la boloñesa de la casa, para terminar con algo de fruta como postre. No hubo claro está escasez de vino y como no podía ser de otra forma para un almuerzo a la manera de los italianos se prolongó por muchas horas.
A la menor de los Ferrara le pareció un personaje por demás interesante, además de tratarse de un hombre con un atractivo que no pasaba inadvertido. Estaba claro que Kronenberg lo sabía y lo usaba en su propio beneficio. Las insinuaciones que recibió la halagaron, aunque supo rechazarlas con la agilidad y cortesía que años de experiencia en tales menesteres le habían proporcionado.
Pasado el tiempo de hablar de las historias familiares y de las cosas que ya no se repetirían. Kronenberg fue directo al punto.
— No logró entender qué puede necesitar de mi empresa, el Santo Padre.
— De su empresa no queremos nada. — le respondió Natalia.
El antiguo miembro del K.G.B. estaba cada vez más desconcertado.
— Usted me dirá entonces ¿Cómo puedo serles útil?
Natalia se lo dijo. Mathew Kronenberg quedó tan asombrado como interesado.



Su Eminencia, el Cardenal Sebastián Ross, no parece estar a las puertas de los sesenta y cinco años. Practica natación todos los días en la piscina del Vaticano. Pedalea, luego entre quince y veinte kilómetros, por lo cual luce una piel muy bronceada.
Los organismos que dirige se han mantenido en un cómodo letargo desde que Rafael Ferrara recibiera el anillo del pescador. Los tiempos de Wojtila quedaron atrás, por ese motivo las horas de Ross se van alejando lentas y en silencio, mientras lee los informes que llegan, vía correo electrónico, desde las distintas nunciaturas.
Su secretario personal, un hombre bajito con aspecto de profesor universitario, irrumpe en el recinto como quien es perseguido por una jauría hambrienta.
— Ha sucedido algo horrible, Monseñor. — alcanza a pronunciar a pesar de la agitación.
Ross abandona lo que hacía y se apresura a ofrecerle una silla.
— Tranquilícese, respire profundo y después, por favor cuénteme qué sucedió.
El secretario del jefe de los espías del Papa, respira muy hondo y de a poco comienza a serenarse. Toma un trago de agua fresca que le ha alcanzado Ross y por fin se dispone a sacar al argentino de su ignorancia.
Cuatro de los operativos del S.P., como se conoce al servicio de contraespionaje de la amurallada ciudad, han sido asesinados. Los métodos empleados remiten a la Guerra Fría y al K.G.B.
Casi sin proponérselo la mente de Ross se pobló con el recuerdo de un cruento enfrentamiento, tantos años hacia atrás, que creyó haberlo olvidado. No podía ser posible que la historia se repitiera. No en estos tiempos. ¿Qué sentido tendría?, se preguntó sin esperar ni tampoco poder obtener una respuesta.
En los quince días que siguieron tuvo que reconocer que se enfrentaba a un enemigo poderoso y lo peor de todo, invisible. La jornada decimosexta no comenzó mejor que las anteriores. La cabeza de los servicios de espionaje del Vaticano se encontraba igual de desorientado que un niño de seis años en una clase de física quántica. En todo lo largo y ancho del mundo sólo dos personas conocían la identidad de los miembros del espionaje interno y externo del pequeño Estado enclavado en el corazón de Roma. Uno, era el propio Sebastián Ross, el otro, el Santo Padre, el Papa Rafael.



Para cuando faltaba poco para que hubiera transcurrido la mitad del día dieciséis, eran treinta y tres los cadáveres que en forma de expedientes se acumulaban en la mesa de trabajo del Cardenal In Pectore.
Ross estaba basando sus pesquisas en la búsqueda de alguien que quisiera vengarse de la Entidad, ayer la Santa Aliansa, o del S.P. Tenía que ser un rencor con varios años de antigüedad, ya que no se habían realizado operaciones en lo que iba de la era Ferrara.
Cada persona que entraba o salía de la Santa Sede quedaba registrada gracias al sistema de cámaras que se instalaron en 1981 cuando Juan Pablo II fue atacado en la Plaza de San Pedro. El sistema de vigilancia por circuito cerrado no se usaba en forma permanente, sólo en ocasiones especiales.
Los rostros obtenidos mediante las imágenes eran ingresados a una base de datos que el sacerdote argentino, amante de la informática y de la Internet, había ido forjando desde que ocupara su cargo actual. El procedimiento tuvo el mismo éxito que podía tener pretender que un elefante interpretara los Caprichos de Paganini. Los asesinatos habían permanecido en el más cerrado de los secretos, cosa que no era nada difícil en una ciudad en donde lo que no era sagrado, era secreto.


Después de haber desayunado mates, acompañados de bizcochos de grasa, un placer que pretendía no abandonar mientras tuviera vida, quien fuera director del Russicum, revisa su casilla de correo electrónico. De los ochenta mensajes, uno en particular atrae su atención. En el apartado: asunto, el veterano espía lee: ha pasado el tiempo, tovarich. Accede al mensaje, lleva con el ratón, el cursor hasta donde dice: descargar archivo adjunto, hace clic y espera.
Le cuesta unos segundos dar crédito a lo que está mirando. Ante sus sorprendidos ojos se va desgranando una lista de todos los hombres bajo su mando. Con la claridad que tiene el agua puede leerse en que lugar del mundo opera cada uno y cuál es el nombre clave que se le ha asignado.
El Cardenal Ross atiende el teléfono celular sintiéndose aturdido.
— Pronto.
— Cada noche en la que el dolor no me deja dormir, recuerdo Berlín en invierno. — la voz hablaba en ruso.
— ¿Quién habla? — interrogó el espía, a pesar de conocer la respuesta.
— Es qué acaso, me has olvidadazo, tovarich. — dijo la voz desde el otro lado.
— Lo he intentado Anatoly, puedes estar seguro.
— He sabido, que estás teniendo problemas con los miembros de la Sociedad de Pío.
— Debo suponer qué tienes algo que ver.
— Sin duda, tovarich…, sin duda. — fue la seca contestación.
— Han pasado demasiados años, Anatoly. Lo que te ocurrió forma parte del juego…
El ruso lo interrumpió.
— No he sido nunca un buen perdedor. Según como veo las cosas la venganza jamás prescribe.
— ¿Cómo puedes estar seguro de que no estoy rastreando esta llamada?
— Sé que no lo harías, tovarich. Los dos sabemos que esto es entre la cruz y la hoz.
— Muy poético, pero vamos al grano de una buena puta vez. — el argentino había agotado todas las reservas de paciencia y no contaba con pocas.
— Pues vamos al grano entonces, tovarich. — el ruso hizo una pausa con el único objeto de aumentar la tensión — Llevo años preparando éste acontecimiento, — mintió el ruso — los mismos que me ha tomado rehabilitarme.
Ross escuchaba con atención. El antiguo lacayo de Andropov no era un hombre para ser tomado a la ligera. Nadie lo sabía mejor que él.
— A partir de hoy y antes de que hayan pasado seis meses, — seguía diciendo Kronenberg — todas tus redes estarán desechas y tu gente será cancelada…
— ¿A menos qué...?
— A menos que cumplas con una tarea que pienso encomendarte.
El responsable del éxito de la operación Félix, estaba furioso. No dejaba de pensar en todas las vidas que se habían interrumpido por el capricho de un solo ser. Un ser que, sin lugar a dudas, contaba con los medios para destruir a toda su organización y por ende destruir su propia vida.
— ¿Qué debo hacer? — preguntó el sacerdote.
— Asesinar al Papa. — sentenció Kronenberg.


Mathew Kronemberg no recordaba cuando fue la última vez que se había sentido tan dichoso. Su rostro mostraba una imagen similar a la que puede verse en alguien que abre un pesado y enorme paquete el día de su cumpleaños.
La primera etapa estaba cumplida. Ahora no tenía más que esperar. Este tipo Ferrara es astilla del mismo palo, reflexionó, al tiempo que se dedicaba a encender uno de los cigarros Saint Luís Rey, que tanto disfrutaba.
Trabajar en el proyecto de Rafael, no sólo le reportaría muchos ceros a su capital, asunto que no conseguía quitarle el sueño, sino que además le posibilitaría vindicarse. El odio que le profesaba al sacerdote argentino dormía y esperaba la oportunidad de volver a abrir los ojos, ese sueño quizás se debiera al efecto sedante que le producían los calmantes que estaba obligado a consumir desde que fuera dado de alta de la clínica alemana.
No se permitió más distracciones. Sin perder tiempo puso en movimiento la segunda fase del plan de Ferrara.



El Cardenal Ross caminaba de un lado a otro de su despacho. Un dolor agudo le corroía el pecho y sentía unas ansias macabras por retomar la adicción a la nicotina. Tenía la seguridad de ser el exclusivo responsable de lo que estaba sucediendo. En su profesión un error puede tener un costo demasiado elevado. No debió relajar las operaciones. Sus hombres eran buenos elementos, pero hasta los mejores bajan la guardia al no sentirse presionados. Los informes que le llegaban no contenían nada importante. La decisión adoptada por el nuevo siervo de los siervos de Dios de poner a dormir a los servicios de inteligencia de su ciudad, les había provocado a los operativos un sueño demasiado profundo, tanto que a algunos les costo la vida.
En contra de toda lógica, el Santo Padre no autorizó tomar ninguna medida que hiciera posible detener la matanza de los Monjes Negros, como se llamaba puertas adentro a los miembros del espionaje del Papa, haciendo alusión al color de los hábitos de los hermanos Dominicos, los primeros espías de la Iglesia, junto con los jesuitas. En la reunión que había tenido lugar después de que Ross hiciera contacto con Anatoly Krunoslav, en la que se cuidó muy bien de dejar constancia del requerimiento del ruso, habían estado presentes acompañando a Su Santidad, el Cardenal Secretario de Estado y el Cardenal Sabatini, la habitual sombra de Rafael. El Arzobispo y Metropolitano de la diócesis de Roma dejó claro que no se debía emprender ninguna acción al respecto. Cuando el Cardenal Ross intentó protestar, Rafael lo detuvo diciendo:
— No debemos alborotar el avispero.
Habló con el más puro acento de su Mendoza natal. Esta era otra de las cosas que compartía con la máxima autoridad de los organismos de inteligencia, sólo que Sebastián Ross, había nacido en Lavalle, a unos cincuenta kilómetros de la ciudad capital, en un distrito que aún hoy lleva el nombre de Alto del Olvido.
— El mundo no debe saber que la ciudad eterna, cuenta con ojos, manos, piernas y oídos repartidos en el mundo. — continuó diciendo Rafael — Dejemos que el Señor se haga cargo de tan nobles almas.
El Cardenal Ross estaba de acuerdo en el primer punto con el Papa. Era algo muy cierto que la Entidad, como no podía ser de otra manera se encontraba protegida por un grueso manto de secreto. Sucedía algo similar a lo que ocurría con Dios, muchos decían que existía, pero nadie había logrado verlo. El espionaje vaticano había colaborado en el pasado con otros servicios secretos, mas no le hubiera sido posible encontrar a ningún historiador o a cualquiera de los tantos periodistas curiosos que nunca faltaban, pruebas de tales acontecimientos.
En cuanto al asunto de dejar todo en manos de Dios, no podía permitírselo, a pesar de ser un hombre de una profunda vocación religiosa. Sabía que no podría seguir viviendo, si no castigaba a quien pretendía destruirlo. Se lo debía a su gente.
Quería atraparlo más que ninguna otra cosa en el mundo. No dejaba de moverse de un lado a otro y tampoco dejaba de preguntarse, por dónde empezar. El mayor problema que enfrentaba era la absoluta soledad, no tenía nadie en quien confiar. Pensándolo un poco mejor no tenía a casi nadie. Una hora más tarde había encontrado un camino por el cual daría los primeros pasos.
Se despojó de la desteñida sotana y la sustituyó por un traje de calle, común y corriente, de color gris. Empujó la mesa de trabajo hacia delante, alejándola dos metros de la pared que tenía atrás. Una argolla metálica de unos quince centímetros de diámetro quedó al descubierto, la asió con ambas manos y tiró hacia arriba. La abertura tenía un metro cuadrado. Enfrentó la angosta escaleta, también de metal, con sumo cuidado, ya no era un muchacho. Al dejar atrás los primeros tres peldaños, colocó la puerta en su lugar por encima de su cabeza.
El Cardenal Ross, el amo y señor de los espías del Vaticano, se hallaba ahora en los túneles que en 1611, mandase a construir Pablo V, con el objeto de posibilitar una rápida huida, en caso de que la Ciudad de los Papas fuese invadida por alguno de sus múltiples enemigos. En aquellos días para justificar todo el movimiento se comenzó a edificar lo que sería el Archivo Secreto y ordenó ampliar la Biblioteca vaticana.
Las catacumbas de Borghese como le gustaba llamarlas al jesuita argentino, contaban hoy con paredes revocadas, enyesadas y pintadas de un blanco suave. A toda hora se las encontraba bien iluminadas y poseían un moderno sistema de aire acondicionado. No era la primera vez que Sabatián Ross se sumergía en los laberintos claros que corrían por debajo de la ciudad, se movió con la velocidad de aquel que sabe hacia donde va, sin la menor vacilación.
Veinte minutos pasaron desde que cerró la tapa que lo lanzó a una cacería que le significaría un giro de ciento ochenta grados a su existencia. No se preocupó por ofrecer explicaciones. Lo más seguro es que nadie note mi ausencia, pensó.
Caminó unos minutos más y por fin encontró lo que buscaba, una escalera igual a la que utilizara para dejar su oficina. Arriba estaba el barrio de Trionfale. Emergió. Comenzaba a oscurecer. Atravesó la calle y se encaminó hacia una vetusta construcción de cuatro plantas. En la entrada un hombre calvo y más obeso de lo que se considera saludable, le sonrió.
— ¿Come vai, Carmelo— lo saludó el gordo
—Bene…,bene. Molto bene, Paulo.
Para el portero, Ross era Carmelo Mondito, un viajante de comercio que cada tanto visitaba la capital italiana.
El departamento era pequeño. Tenía una sala de estar con una mesa cubierta de formica color verde claro y tres sillas tapizadas con una tela repleta de flores, una cocina sombría, un baño más sombrío y una habitación cuyo único atractivo era una cama de ruidoso elástico.
De una forma u otra la vivienda ofrecía lo básico para poder vivir. La Entidad era propietaria de lugares como éste en muchas de las más grandes urbes regadas por el globo, se las denomina pisos francos.
El mendocino que abandonara la casa paterna para convertirse en uno de los soldados de Dios, dejó que el agua que salía de la ducha corriera; era la manera de conseguir que saliera caliente. Se desnudó. Guardó con prolijidad la ropa en la valija que lo esperaba desde hacia tiempo debajo de la cama. Antes de entrar al baño, fue a la cocina. En una alacena de cedro había una serie de latas pintadas de distintos colores. Eligió la que ofrecía galletas. Quitó la tapa, retiró un rancio paquete de galletes de agua y sacó el teléfono celular, un Motorota de última generación, que estaba en el fondo del recipiente. Marcó los números de memoria, al responder la voz que esperaba dijo:
—Naka.
La comunicación terminó. Repitió a la inversa los movimientos anteriores. Después fue hasta el baño y se metió debajo de la ducha. El agua estaba demasiado caliente.


No era algo casual que la prensa mundial hubiera bautizado a Rafael, el Papa tranquilo. El sucesor de Pedro, número doscientos sesenta y cuatro, había dejado el gobierno de la Iglesia a la Curia y se limitaba a firmar los documentos de carácter imprescindible. Las apariciones públicas eran escasas, lo mismo que sus viajes. Mantenía la tradición de la audiencia general de los miércoles cerca del mediodía en la sala Pablo VI y se dejaba ver cada domingo por la ventana que da a la plaza San Pedro para dar su bendición.
El Papa tranquilo celebraba un nuevo cumpleaños, estaba muy feliz, sólo le hubiera hecho falta para completar este estado de ánimo, haber podido abrazar a sus padres.
Sebastián Ross había comenzado a perseguir un rastro. El olor de la sangre lo mantendría ocupado el tiempo suficiente. Faltaban dos escasos días. Efímeras cuarenta y ocho horas para la crucial reunión. El hecho de que todas las familias se hubieran bien avenido, ante el pedido de Rafael de exterminar a los agentes del espionaje de su ciudad. Le demostraba que el viento soplaba a su favor.
Más tarde cenaría en compañía de los más altos miembros de la Santa Sede. Le había llegado la noticia de que se estaba preparando un suculento banquete con los platos típicos de la cocina argentina, donde no faltaría el asado de ternera y chivo, enviado desde la provincia de Santa Cruz, por el propio Presidente de la República Argentina. El primer mandatario del país de origen de Rafael le había hecho llegar además de la dotación de selecta carne, un delicado estuche de cuero que contenía quince discos compactos de músicos argentinos de jazz, La colección seleccionada, según le informarían durante la cena, en persona por el Presidente incluía obras de Leandro “gato” Barbieri, Horacio “chivo” Borraro, Andrés Boiarsky y Jorge Anders. Nadie desconocía que el Santo Padre era un devoto de aquella forma musical, nacida a fines del siglo XIX en los Estados Unidos, pero sólo algunos sabían que sentía especial predilección por los saxofonistas tenores.
El menú no hubiese estado completo sin las deliciosas empanadas de carne y el postre preferido de Rafael, flan con dulce de leche. Como no podía ser de otra manera, no habría escasez de vino tinto. El plato más apetitoso de la programada velada, lo constituía la presencia del músico Joe Lovano junto con su cuarteto, que contaba para acariciar las teclas blancas y negras con el legendario Hank Jones.
Todo esto iba a ocurrir en algunas horas, era el futuro. En el presente celebraba una asamblea de la que participaban: Amelia, su fiel amiga y amante, que había aceptado sin quejarse una sola vez, vivir en las sombras, oculta como lo están las personas prófugas. También estaban allí, Natalia, su hermana y además una de las piezas fundamentales del proyecto y Carlo, su primo y mano derecha.
El sitio elegido era el de siempre, un conjunto de ocho habitaciones con terraza, que se ubica en el lugar más alto del Vaticano y recibe el nombre de Torre de los Vientos.
—En el palacio, está todo listo— anunció Carlo.
—Es una pena haber tenido que prescindir de los cuidados de sor Alejandra y su eficaz séquito. — comentó no del todo irónico Rafael.
— ¿Cómo marcha el asunto Ross? — se interesó Natalia.
—A las mil maravillas. — le respondió Carlo— Ha dejado la ciudad y se mantendrá bastante ocupado tratando de encontrar la punta del ovillo.
Amelia no decía nada. Casi nunca lo hacía, pero todos sabían que se podía contar con ella para lo que fuera.
Rafael le acarició con suavidad el rostro. La mujer volvió a preguntarse si estaba en el lugar correcto y si valía la pena tanto despliegue y sacrificio para conseguir algo más de dinero del mucho que ya llenaba las arcas de los Ferrara. La que amaba más que nadie al Papa conocía la respuesta a la pregunta que se hacia desde siempre. Todo esto no se trata de dinero. Lo que importaba era el poder. Estaba segura que la recompensa pronto llegaría y sería enorme.
La charla se extendió poco más de una hora, entonces Rafael dijo:
—Damas y primo. Las cosas van viento en popa y estoy muy agradecido con ustedes, pero ahora debo prepararme para la cena y por supuesto ensayar mi mejor cara de sorpresa para recibir a Lovano.
El trío que lo acompañaba se rió de buena gana. El efecto sorpresa se había evaporado lo mismo que el agua en una tarde calurosa.
—Nada de lo que pasa o pasará en mi ciudad, me es ajeno. — comentó Ferrara y luego dejó la habitación.
Mientras Su Santidad saboreaba el delicado swing del cuarteto de Joe Lovano, interpretando “Now’s the time”, de Charlie Parker, Sebastián Ross digitaba números en un teléfono celular. La llamada tuvo un efecto perturbador en el manso silencio que se respiraba en un edificio gris ubicado en el paseo del Rey Saúl en Tel Aviv. La mole de cemento de aspecto sucio servía para albergar el cuartel general del Instituto de Coordinación israelí, dicha dependencia gubernamental se conoce bajo el nombre de Mossad. En el último piso trabajaba su actual director, Ariel Yarel.
El hombre al que se lo llamaba “memune”, primero entre iguales en hebreo, escuchó la palabra y supo de inmediato quien la pronunciaba, un segundo después se aprestaba a tomar los recaudos necesarios.
Para los hebreos “Naka”, quiere decir “luz de día”. Para el Mossad equivalía a alerta máxima.
El continuador del camino que iniciara Ben Gurion tenía una deuda con el sacerdote argentino que se remontaba a los días en que Golda Meir, realizó una visita al Vaticano .La Santa Alianza evitó que se llevara a buen término un atentado contra la vida de la entonces Primer Ministro de Israel.
Tanto el judío como el católico eran aprendices del oficio, pero supieron salir airosos y sentaron las bases de una amistad que había sobrevivido a varios Papas y a varios primeros ministros.
Una hora después de haber contestado la llamada y según lo establecía el sistema que ambos jefes de espías habían diseñado, el número uno de la inteligencia israelí accedía a una casilla de correo electrónico y leía un largo mensaje que relataba un recorrido por varios ciudades realizado por un grupo de estudiantes universitarios.
Estaba amaneciendo cuando Ariel Yarel tuvo conocimiento de los hechos. No será una tarea fácil, pensó.
El servicio secreto del Papa estaba acorralado, no le era posible dar un paso sin que el ruso lo supiera. Los operativos caían como víctimas de una epidemia. La Santa Alianza, rebautizada como La Entidad por el Papa polaco, gozaba de un oculto prestigio del cual, como Yarel muy bien sabía, no podía disfrutar.
—Lo que no es sagrado, es secreto. — pronunció Yarel a manera de sentencia.



Rafael Ferrara se puso de pie y poco a poco el silencio fue ganando espacio, cual lava del Vesubio. El heredero del clan mafioso, que había conseguido a fuerza de astucia, dinero, muerte y fieles seguidores, llegar hasta el lugar que ocupaba. Sabía que cada palabra que pronunciara a continuación sería filtrada al extremo. Su auditorio era selecto por derecho adquirido. El Santo Padre no tendría una nueva oportunidad de ser escuchado. Tenía la certeza de que todos aquellos personajes que lo observaban con no poco curiosidad, no dudarían ni un instante en dejar el recinto si consideraban que lo que estaban oyendo se parecía mucho a una estupidez.
—Caballeros, permítanme una vez más darles la bienvenida a mi ciudad, a mi mundo. — comenzó diciendo en español Rafael.
Como si se tratara de algo premeditado el grupo de interlocutores inclinó a un tiempo la cabeza, a manera de saludo.
—Estimados amigos, — continuó el Papa Tranquilo—esta convocatoria, como muchos de ustedes saben de sobra, comenzó a gestarse hace ya más de veinte años. — hizo una pausa para que sus palabras fueran trasladadas por cada uno de los traductores que acompañaban a los jefes de jefes— Todos han viajado hasta aquí por una razón. Saben que soy un hombre que promete y cumple. Lo que todavía desconocen es el motivo de la reunión. —en esta ocasión el silencio del Papa fue más prolongado, casi teatral— mis amigos tengo un negocio fabuloso para ofrecerles…
—No pretenderá regresar a los tiempos de Sindona— el que lo interrumpiera era Michael Conti, de Nueva York.
Antes que el traductor pudiera articular palabra, Su Santidad respondió en el mismo idioma.
—No sería jamás tan estúpido. No me atrevería a insultar de ese modo su inteligencia y la de los demás con operaciones de lavado de dinero y menos que menos se me ocurriría involucrarlos en el financiamiento de golpes de Estado.
—Entonces, por favor, díganos de una vez qué es lo que pretende. — el yakuza no era un ser que regalara paciencia.
El Santo Padre sonrió, mostrando sus dotes de político experto, mientras abarcaba con un movimiento de sus brazos a todos los presentes.
—Mis amigos, ustedes son el mundo entero. — parecía sentirse a gusto con el inglés, ya que seguía utilizando esa lengua. —Cada una de sus organizaciones poseen tanto poder, que podrían sin dificultades apoderarse de todo lo que les diera la gana. Pero sin embargo, es poco lo que conocen sobre mi familia, más allá de la leyenda que la circunda.
Se produjo una nueva interrupción.
—Santo Padre, le ruego que no prolongue por más tiempo el suspenso. —quien hablaba era Jesús Domínguez, un católico devoto y un asesino prolijo, lo mismo que un cirujano— Para nosotros no ha sido cosa sencilla llegar hoy aquí. Somos personas bajo permanente vigilancia y no es bueno que nos alejemos de nuestros territorios.
Rafael Ferrara volvió a sonreír, ahora se parecía a un padre comprensivo con un hijo que no había hablado en forma apropiada.
—Lo sé. El ojo del amo…, es un excelente refrán y ha dado usted sin proponérselo, justo en el clavo. Lo que tengo para proponerles es algo nuevo algo que los hará poderosos, más poderosos de lo que puedan o hayan podido soñar. — tomó asiento— Por favor tengan paciencia y presten atención a lo que mi hermana Natalia, tiene para decirles.
La hermana menor de Rafael había entrado sin ser notada, su mayor virtud, por una puerta lateral. Cuando se enfrentó a los invitados, todos viejos conocidos, estos dejaron a un lado su ansiedad. Por tercera vez, el Papa sonrió.
Las tres horas siguientes les fueron muy instructivas a los líderes criminales. En ellas se enteraron que la hija de Vicente Ferrara había obtenido un doctorado en química en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina.
Supieron también que la sugestiva pelirroja, con la ayuda de los recursos y la privacidad que ofrecía el Vaticano había trabajado en varios proyectos a lo largo de los años, hasta desarrollar una poderosa droga que haría que la cocaína y la heroína fuesen igual de inofensivas que un helado de chocolate.
Natalia no ofreció detalles sobre la composición química del producto en el que llevaba varios años trabajando. Se limitó sólo a decir que tales compuestos eran conocidos como drogas de diseño o drogas de síntesis. Qué sentido podría haber tenido tratar de que ese grupo de hombres entendiera sus muchos desvelos analizando una hormona secretada por la médula de la glándula suprarrenal llamada adrenalina, cuyo compuesto puro se identifica como epinefrina. Qué podría haberles interesado a ese grupo de hombres, que no tenían otro motor más que el de aumentar el tamaño de sus fortificadas cajas de caudales, que Jokichi Takamine era el nombre del primer químico que había experimentado aislando de manera sintética la adrenalina y que de cuyos trabajos Natalia se había válido para caminar sobre seguro en su investigación. Qué podría haber hecho en la simple existencia de ese grupo de hombres que sólo se limitaban a desear algo en voz alta para que se hiciera realidad, conocer que la eritropoyetina es una hormona natural secretada por los riñones y que su versión sintética conocida como EPO se emplea para incrementar la capacidad de la sangre para transportar oxígeno. Qué les podría haber modificado su forma de pensar a ese grupo de hombres el haberse enterado que el nombre químico de lo que ellos llamaban éxtasis y que los periodistas de noticieros de televisión habían popularizado como la droga del amor, era metilendioximetanfetamina. Qué importancia podría haberle dado ese grupo de hombres que valoraban más un vehículo bien pulido con cristales a prueba de balas, que la vida humana, a la noticia de que el sabor débilmente ácido de la aspirina se debía a una de sus materias primas, el fenol, antes llamado ácido fenico.
La hermana menor del Papa explicó a su auditorio que la sustancia que había creado no tenía antecedentes en la historia de los estupefacientes. Lo más novedoso de todo el asunto es que se vendería de manera legal bajo la forma de una aspirina, el fármaco más utilizado en todo el planeta.
Los señores del crimen organizado ya no tenían dudas de lo acertado que había sido viajar al Vaticano y enfrentar los riesgos que dicha acción traía aparejada. Escuchaban como si se tratara de un grupo de estudiantes, todos enamorados de su maestra, ávidos de conocer hasta lo último y más insignificante que la mujer tenía para decir.
Mientras explicaba las bondades del poderoso alucinógeno, la artífice del proyecto, “Urbi et Orbi”, no dejaba de observar a Carlo. En un momento sus ojos se encontraron, el siciliano le sonrió con dulzura. Su gesto parecía decirle, “tranquila, lo estás haciendo a las mil maravillas”. Pero había algo que no encajaba, ella lo conocía como a su propio nombre y podía leerle la preocupación impresa en el rostro a pesar del esfuerzo que estaba haciendo por disimularla.
¿Qué sería lo que le molestaba? ¿Acaso no estaba saliendo todo como estaba previsto? ¿Sería, tal vez que Carlo le había ocultado algo por orden de su hermano? Se prometió averiguarlo.
—Para que el proyecto sea exitoso, cada familia deberá adquirir al menos una cadena de farmacias. Estamos en condiciones de proveerles replicas exactas de las principales marcas de aspirinas que se comercializan en cada uno de sus países.
Natalia concluyó su alegato, bebió un largo trago de agua mineral y acto seguido preguntó:
— ¿Alguna duda o comentario? — daba por descontado que ninguno de los presentes dejaría de sentirse interesado en participar.
— ¿Cómo se hará la distribución de los productos? — quiso saber Grigol ilianovich Gabashvili.
—Se llevará a cabo a través de las nunciaturas o de parroquias en las ciudades y pueblos pequeños. — respondió Carlo— Las cajas mostrarán los sellos del Vaticano. Nuestra gente las entregará donde ustedes lo indiquen.
El gregoriano atacó de nuevo.
— ¿Cuánto va a costarnos?
—Tres millones de euros por año, a cada familia. — contestó Rafael. —La cifra deberán cancelarla en un plazo no mayor a cinco días.
No se escuchó una sola queja.
Para todos y cada uno de los cuestionamientos que siguieron, hubo una respuesta clara y concreta. En algunas ocasiones respondía Natalia, en otras le tocaba el turno a Carlo Sabatini y las menos eran para el Papa Tranquilo.

—Estimados amigos, —dijo Rafael al promediar las cuatro horas de estar reunidos— lo que creemos es lo más atractivo del proyecto “Urbi et Orbi”, es la posibilidad que tendrá cada familia si así lo desea, de dejar de lado los actuales negocios de prostitución, pornografía y usura. Estos pueden quedar en manos de personas menos capacitadas que no tienen otra manera de ganarse el pan y que claro está, tendrán que pagar el justo tributo para poder continuar operando.
—No veo posible que podamos mantenernos con solamente vender aspirinas. —dijo con franco tono de ironía, en un dificultoso inglés, Yamaka Liu, el oyabun, del más temible y sanguinario clan yakuza de todo Japón.
—Usted no puede quejarse Yamaka, — dijo con gesto alegre el Papa— el sumo y el sokaiya no le reportan una ganancia lo que se podría decir escuálida.
Toda la concurrencia festejó la ocurrencia del Papa argentino.
El máximo jefe Yakuza, no tenía ni la menor intensión en cejar y lo demostró poniéndose de pie para volver a hablar.
—He sido invitado a este lugar para oír una propuesta, la cual debo reconocer no es del todo mala.
El pequeño hombre célebre por sus prácticas sexuales en forma grupal, se expresaba en su idioma y lo hacía a toda prisa, razón por la cual el traductor estaba en serias dificultades.
—Considero— continuó diciendo cada vez más rápido y más enojado— que a nadie debe importarle cuanto dinero obtengo con las apuestas clandestinas o con el soborno a las empresas. Ya que yo no estoy interesado en saber de qué manera cada uno de ustedes, — abarcó con los brazos abiertos a los presentes—obtienen los fondos para mantener a flote sus organizaciones…

El Santo Padre lo interrumpió para hablarle en su misma lengua.
—Estimado Yamaka, me disculpó si usted ha entendido que he querido faltarle el respeto. No ha sido esa mi intención.
—Por favor le ruego que tome asiento. — pidió Natalia— Por mi parte me disculpo con todos si no he sido lo suficientemente clara en mi exposición…
—Soy yo el que tengo que pedir perdón. El humor no es uno de los aspectos de mi persona que merezcan ser destacados. —el japonés recobró la compostura y como si nada hubiera pasado se sentó y adoptó otra vez el gesto de estudiante aplicado.
Natalia, prosiguió:
—Las farmacias que les aconsejamos que compren, como ustedes podrán verificarlo en muy corto tiempo, venderán las aspirinas Ferrara, más que ningún otro producto. Sin embargo, serán establecimientos funcionando en estricta legalidad y como tales devengarán los beneficios esperados de ese tipo de comercios.
Miguel Balbuena, el colombiano, levantó una mano para pedir la palabra.
—Lo escuchamos Miguel. — lo alentó, el Santo Padre.
—Disculpa, Natalia. Me gustaría saber si las aspirinas serán el único fruto de los laboratorios Ferrara.
—Por el momento sí, pero trabajo en algo relacionado con la histamina que tal vez funcione.
Balbuena quedó complacido no tanto con la respuesta a su interrogante, como con la sonrisa acaramelada que le dedicó la hija de Vicente Ferrara.
—Señores, espero que disfruten del palacio y que les haya resultado igual de productivo, que a nosotros, éste que será, quién lo duda, el primero de muchos encuentros. — Rafael levantó la copa de vino y dijo-Salud por todos ustedes.
Todos alzaron sus copas para brindar por el éxito de la operación



Estaba acostumbrada a que la silbaran con admiración. Era dueña de un cuerpo afrodisíaco, que se había forjado por medio de un rigor estricto, casi militar, de ejercicios acompañados por pocos, pero saludables alimentos. El agua es una de mis más grandes amigas alegaba como excusa para poseer esas piernas largas como torres. Era morena, una mulata de ojos verdes que recordaban a las hojas del laurel. En la sangre se le confundían la raza semita con la de los hijos del continente negro.
Sara Da Rocha, estaba sola. No tenía a nadie con quien compartir. Trabajaba mucho y ganaba aún mejor. Un accidente aéreo la convirtió en huérfana, cuatro años antes. No pensaba enamorarse por el momento, al menos no hasta haber ahorrado lo suficiente para regresar a la tierra de su madre. Su tierra prometida.
Acababa de cumplirse el primer año de la muerte de sus padres, cuando se le presentó las posibilidad, que no dejó pasar, de viajar a Israel. Había ganado una beca de estudios. Vivió y estudió en Tel Aviv, dos años. En el avión que la traía de regreso se juró que volvería para nunca partir. Pero, por ahora el momento no era el apropiado, en Brasil podía prestar un invalorable servicio a la patria de su corazón. Cuando pisó otra vez, el quinto país más grande del mundo, no sólo se había formado para ejercer como una kinesióloga experta, sino que además era una sayanim, una ayudante voluntaria del Mossad. En una palabra era judía.
Recorrió a pie las quince cuadras que separaban su departamento de la Avenida Rio Branco, en donde estaba emplazada la clínica de traumatología en la que había conseguido un puesto como fisioterapeuta.
De los muchos organismos de inteligencia con que contaba la República fundada en 1948, situada en la costa oriental del mar Mediterráneo, el Mossad era el que iba a la cabeza en cuanto a recursos tecnológicos. El Instituto cuenta con un centro de cómputos que nada tiene para envidiar al resto de los aparatos de espionaje que escudriñan cada rincón del globo. Sebastián Ross conocía este hecho, ya que el ahora Director, Ariel Yarel, le había aconsejado para montar un sitio muy parecido en las entrañas de la Ciudad Eterna.
Con los datos que los dos camaradas poseían sobre el antes espía de Andropov y tomando en consideración variables como el paso del tiempo, cirugías estéticas, perdida o cambio del color cabello, uso de anteojos y el haberse dejado crecer la barba. El más importante dentro del departamento de informática del Mossad, el doctor Ezer Herzl, descendiente directo de Theodor Herzl, fundador y principal teórico del sionismo, emprendió un trabajo de reconstrucción con no pocas frustraciones, pero al cabo de una semana de intenso ir y venir, estuvo en condiciones de entregar a Yarel un juego de seis identikits, con un margen de exactitud que rondaba el ochenta por ciento.
Sara Da Rocha, llevaba en su cartera uno de esos juegos, lo mismo pasaba con miles de agentes y sayanim en el resto del mundo. Era como una inmensa lotería y la esbelta morena, no pensó ni por un momento ser la dueña del número premiado. Tampoco se imaginó que entre los quince pacientes que debía atender en este, su primer día, figuraba alguien llamado Mathew Kronemberg.


Era algo de lo que no podía escapar, no había más remedio que tomarlo con calma y con el mejor humor posible. Era tedioso, doloroso y rutinario. Estos eran algunos de los calificativos con los que Mathew Kronemberg, adjetivaba su dolencia mientras esperaba sentado en la moderna y lujosa sala de espera de la clínica a la que asistía tres veces a la semana desde los últimos cinco años, en busca de un poco de alivio y recuperación parcial. Los pensamientos se detuvieron al escuchar su nombre.
La muchacha le sonreía con profesional buen humor. Era preciosa, una mulata de ojos verdes que recordaban a las hojas del laurel.
Sara volvió a mirarlo para salir de su asombro. Era él.


Sebastián Ross había sido seguido dentro de los túneles del Vaticano y lo fue también cuando estuvo fuera. La consigna que el perseguidor recibiera fue precisa.
—Debo saber, siempre en dónde está. —había dicho la persona enviada por Su Santidad, el Papa Rafael.
De lo que no se enteraría el Obispo de Roma, hasta que fuera demasiado tarde para hacer algo al respecto, era del pedido de auxilio efectuado por el jefe de sus espías a la inteligencia israelí.
El número uno de La Entidad, no salió para nada del departamento. Lo que necesitaba lo pedía por teléfono. De hecho se podía pasar el resto de sus días alimentándose de pizza y Coca Cola, esa combinación le fascinaba tanto o más que los bizcochos de grasa y el mate.
Los vigías en total eran seis, cumplían turnos de cuatro horas, no tenían la menor novedad para reportar. Se aburrían lo mismo que aquel que debe pasarse una larga noche bailando con su hermana. Se habían imaginado que seguirían el rastro del sacerdote a lo largo y ancho de la tierra. Al parecer no sería así.
Tantos años dedicados a mirar por encima del hombro habían dado excelentes frutos. Sebastián Ross detectó en el acto a los hombres que se apostaban a intervalos regulares frente al edificio. Eran aficionados. Convencido de que se trataba de gente de Krunoslav, aunque no de sus mejores discípulos, que duda cabía, decidió investigar. Se puso un piloto gris y eligió uno de los tantos paraguas que dormían en un jarrón de casi un metro de altura cerca de la puerta. Por primera vez agradeció la lluvia, un fenómeno climático que detestaba.
Ya estaba en la calle. Desplegó el paraguas. Caminó a su derecha. Como esperaba, el aficionado, le pisaba los talones. Llegó hasta la esquina, eligió otra vez su derecha, giró. Se pegó a la pared y esperó.
La sombra, sintió el aguijonazo en la pierna. Apoyó la rodilla opuesta, la izquierda en el suelo mojado y frío. Hicieron falta breves segundos para que cayera bajo los efectos del cloroformo.
Desde la llegada del Cardenal Ross a la cima de los servicios de información del Vaticano, Su Eminencia se había preocupado de observar para luego copiar de sus colegas, lo que pudiese serle de utilidad en el futuro. La C.I.A., había diseñado el singular artefacto que contaba con una especie de jeringa en la punta con una dosis de triclorometano.
Acomodó el cuerpo cada vez más mojado del cazador, cazado, contra la pared. No estaba armado. Le revisó los bolsillos. Encontró un puñado de euros, un paquete de Pall Mall y lo más extraño, un pasaporte argentino a nombre de Antonio Sforza.
—Dejá eso y paráte despacito.
El caño de una pistola automática, se apoyó en su cabeza. El que habló había nacido muy lejos de donde estaba. El espía de Rafael reconoció el acento y se desconcertó más aún. El pistolero era mendocino.
— ¡Eh! Yo no tengo nada que ver. Lo encontré tirado e intenté ayudarlo. — el sacerdote se expresaba en italiano.
—No te hagás el boludo, Eminencia, porque te vuelo la cabeza.
—Está bien, lo que vos digás. Quedáte tranquilo.
Ross se incorporó y el gélido caño del arma ahora se trasladó a sus costillas. El clérigo actuó guiado por un entrenamiento disciplinado.
Primero, descargó un mal intencionado pisotón sobre el agresor. Segundo, no esperó a que se recuperara y llevando la cabeza para atrás le hizo ver estrellas y derramar lágrimas al golpearlo con todas sus fuerzas en la nariz. Tercero, se apoderó del arma, que llevaba puesto un silenciador. En un abrir y cerrar de ojos, dio media vuelta. Disparó con seguridad. Como esperaba, acertó debajo de la rodilla derecha.
Por segunda vez agradeció la lluvia. Por ella casi no había gente en la calle.
—Decíme quién te manda, porque el otro tiro te lo pego en los huevos. Hablá.
Ahora eran dos los cuerpos recostados contra la pared.
El que todavía podía hablar, dijo:
—Andá a la reputa madre que te parió…— antes de terminar la frase ya se había arrepentido de pronunciarla. El dolor de la rodilla se multiplicó, para alojarse en la pierna izquierda peligrosamente cerca de los testículos.
—Pará. Pará, cabrón. —suplicaba el aprendiz de sicario que a pesar de todos sus esfuerzos no dejaba de ser casi un niño.
—Si no te querés desangrar. Empezá a hablar.
—Lleváme a un hospital. Que me vea un médico, por favor.
—Hablá y después vemos.
El herido tragó saliva y apretó más el pañuelo que sin éxito trataba de detener la sangre que emanaba de la segunda perforación.
—Nos mandaron a seguirte a toda hora…
Ross le impidió continuar.
— ¿Quién te mandó?
—Lleváme, te lo ruego.
—No es para tanto maricón. Seguí y no me jodás más. Si me convence lo que contás por ahí tenés suerte.
—La orden la dio, la señora Amelia.
Mientras más datos obtenía, menos entendía.
— ¿La señora, Amelia? — repitió— ¿Quién carajo es, la señora Amelia?
El muchacho, conciente de que la vida se le estaba filtrando por las heridas. Decidió no guardar fidelidad a nadie más e intentar salvarse.
—Es la mujer de Rafael Ferrara. La mujer del Papa.
Ross sintió que un fuego imparable le subía por el cuerpo e iba a alojarse en la cabeza. Creyó que esta parte de su anatomía explotaría sin remedio. Agarró al blasfemo por el cuello. Se lo apretó con la fuerza que da la furia.
— ¿Estás loco, pedazo de hijo de puta? ¿Qué mierda estás inventando? —le escupió a la cara el fiel servidor de varios Papas.
—Te juro por lo que más quieras que digo la verdad. Por favor, no doy más, lleváme a alguna parte.
Un líquido caliente se sumó a la lluvia que percutía las baldosas. Presa del miedo y la desesperación, el delator, se había orinado.
El hombre que dormía, ya no volvería a ver una salida de sol. La policía lo encontraría muerto, con una bala entre los ojos, varias horas más tarde.
El que había sorprendido al jesuita no corrió con mejor fortuna. A pesar de que cuando el cardenal lo alzó para llevarlo agarrado de la cintura y como pudo hasta el departamento que ocupaba, creyó lo contrario.
Al resguardo de un techo y viendo a Ross con un botiquín, el joven bajó la guardia. El sacerdote le quitó la ropa y le facilitó otra seca. Lavó las heridas, las curó de manera precaria y por sobre todo de forma muy provisoria.
—Con esto va a alcanzar, hasta que vayamos al hospital. — le dijo dejando de lado el anterior tono agresivo.
—Pronto van a venir a buscarnos. ¿Pensáste, qué va a pasar cuando no nos encuentren?
—Para eso falta más de una hora y en una cama de hospital ya no será, para vos, un problema.
—Estos tipos no se andan con vueltas. Si te tienen que bajar, te bajan y a otra cosa.
—No te preocupés, para eso primero me van a tener que agarrar.
Parecían ser dos amigos, uno con mucha y otro con poca experiencia, hablando de esto y aquello.
—Bueno, vomitá lo que sabés, de una vez. — ordenó Ross.
El sacerdote argentino escuchó la parte de la historia que el chico conocía. Supo que la persona a la que creía conocer, la cual era una guía para millones de católicos, era el primogénito de un poderoso criminal que había fundado un imperio en su propia tierra, en su Mendoza. El personaje se llamaba, Vicente Ferrara.
Los hechos restantes los sabría días después por medio de las artes crueles de Ariel Yarel y el implacable Mossad.
Tendrían que pasar siete días para que la policía alertada por un vecino que no podía soportar más el terrible perfume, diera con el cadáver de quién había amenazado la vida de Sebastián Ross. El cuerpo no tenía encima nada que lo identificara. Profundas quemaduras coronaban sus dedos y para cuando se supo, gracias a sus piezas dentarias, que se llamaba Salvador Campanello y que era argentino; quien le diera muerte caminaba por una atestada calle cerca de un serpentario del otro lado del mundo. Había dejado el departamento igual de limpio que un quirófano.
Paulo De Marco, el encargado del edificio, le habló a la policía sobre Carmelo Mondito, un viajante de comercio. Intentó ofrecer una buena descripción, no sirvió de nada.


Mathew Kronemberg preparaba el resumen de gastos de su más reciente trabajo, proteger a Xuxa, durante una gira por el país. Siempre era un verdadero placer trabajar con ella. Sobre el escritorio había varios diarios del país y del extranjero. Todos de una forma u otra le dedicaban algo de espacio a las muchas muertes que se estaban suscitando en todo el mundo, entre personas de diversas edades y de muy distintas clases sociales. Las autoridades de salud nadaban en un profundo mar de interrogantes. En la mayoría de los casos se trataba de personas sanas. El ruso había visto las noticias, mas le tenían sin cuidado. Ese no era uno de sus problemas. Sólo tenía interés en recibir una única información, el paradero de Sebastián Ross. Para mitigar la ansiedad que no conseguía dominar por más que ponía el cien por ciento de su voluntad en eso. Había optado por taparse de trabajo. Se encontrada enfrascado en la tarea de sumar cifras, cuando entró en la oficina, Bárbara, su secretaria.
—Disculpe, Mathew. — dijo Bárbara.
Kronenberg fomentaba entre sus empleados, a quienes llamaba colaboradores, el uso de los nombres de pila.
—No hay problema, Bárbara ¿Qué sucede?
—Acaba de llegar esto para usted, lo envían por correo aéreo. Está marcado como muy urgente. — Muy bien, Bárbara, ahora lo veo. Muchas gracias.
Lo muy urgente estaba dentro de un sobre de papel madera de treinta centímetros, por veinte. No tenía remitente. En el interior encontró fotografías de su hija, su yerno y sus nietos.
Los niños estaban de pie delante de unos dibujos gigantes de Mickey y el Pato Donald, se los veía muy divertidos. Su hija y su yerno aparecían sentados a una mesa, rodeados por una mujer y dos hombres. La mujer se ubicaba a la izquierda de María, la hija, la pistola que la apuntaba se veía con claridad, una Beretta, nueve milímetros.
Las imágenes estaban acompañadas por una hoja de papel en donde Kronemberg, leyó:
“Ahora empiezo a jugar yo, tovarich.”
A pie de página había una hora y un lugar.
El próspero empresario consultó el reloj. Tenía el tiempo justo para llegar. Dejó todo tal y como estaba, se puso a las apuradas el saco del traje color crema, que colgaba de un elegante perchero y tras decir lo primero que se le ocurrió a Bárbara, corrió hacia el ascensor que lo depositaría en la cochera del subsuelo, para desde allí correr a su auto, un Chrysler Neón último modelo, de color azul noche.
Llegó al lugar indicado cinco minutos antes del límite, las cuatro de la tarde.
El Instituto Butantä es la mayor atracción turística de la ciudad. El lugar es un serpentario, quienes lo vistan se familiarizan con los reptiles, sus venenos y también con el antídoto para las picaduras. Cuenta además con una sección dedicada a los arácnidos.
El ruso ubicó enseguida a quien venía a buscar. No estaba solo. Lo rodeaban varios hombres y mujeres que aparentaban estar interesados en las serpientes.
Ross también lo identificó. Fue a su encuentro con las manos en los bolsillos.
—Me gustaría decir que es un placer volver a verte. — dijo el argentino.
La cara de Kronenberg era idéntica a la de un jugador experto de poker, cuando habló.
—Creo justo advertirte, que si tocas a mi familia, no tendré piedad.
El Cardenal in pectore hizo una mueca que no quería más que demostrar cuanto despreciaba a gente como Kronemberg.
—Me cuesta creer, lo que estoy escuchando. — dijo— Has asesinado a la mitad de mi gente. Me exiges para detenerte que termine con la vida del hombre al que le he jurado eterna lealtad…
—Tu gente…, tu gente como los llamas, no me interesan. Lo único que me importa es verte muerto con una de mis balas entre los ojos. — mantuvo silencio por unos segundos— ¿Dónde está mi familia?
—Ellos están muy bien. No tenés de que preocuparte. Me gustaría saber algo.
—Y… ¿Qué es?
—Hacia falta todo esto. Hacia falta tanta muerte. Somos dos profesionales y sabemos muy bien como se juega el juego. No lo entiendo, ambos somos viejos y estamos cansados…
—Lo que he tenido que sufrir con esta pierna, —se tocó el estropeado miembro-por tu causa. No se puede poner en palabras. Todo lo que te he odiado y todo lo que lo hago ahora mismo, mucho menos.
—Mis hombres eran inocentes de cualquier cosa que yo haya hecho. No tenían que pagar por mí.
—Tampoco mi hija y los suyos, deben pagar por mí. Déjalos ir. Después podremos hablar de un asunto en el que entré, casi por casualidad.
—Las personas como nosotros, no creemos en casualidades y eso lo sabes bien Anatoly.
El argentino hizo una seña con la cabeza a dos hombres que caminaban cerca de la salida. Se fueron de inmediato.
Dos parejas rodearon a Kronemberg.
—En una hora tendrás noticias sobre tu hija y su familia. Nada les ha pasado y nada les va a pasar, te doy mi palabra. — anunció Sebastián Ross.
—Comprendo. Estoy en tus manos. Te sigo a donde digas.
Más de diez horas y diez litros de empetrolado café fue lo que se utilizó para que el jesuita argentino, se adueñara de toda la historia. Supo del encuentro entre el ruso y Natalia Ferrara, la hermana menor del Papa que llevaba largos años viviendo en el Vaticano, sin que él estuviera enterado. Supo del macabro plan que se pergeño para que la cabeza de la Entidad no metiera la nariz en donde no debía. Supo de la monumental operación que involucraba a las más relevantes familias del crimen organizado de la tierra. Supo que semejante empresa era dirigida ni más ni menos que por el propio vicario de cristo, por el hombre que se había calzado las sandalias de Pedro, El Papa Rafael.


El Santo Padre caminaba con las manos entrelazadas a la espalda. No era posible que el trabajo al que había consagrado hasta la más minúscula fibra de su persona por varias décadas, quedara en la nada como un barco que se abandona en una playa para ya nunca echarlo al mar.
Los jardines de la azotea del Palacio Apostólico le ayudaban a tranquilizarse, lo necesitaba como el aire.
Carlo subió corriendo, llevaba un diario doblado bajo el brazo.
— ¿A cuánto asciende la cifra? —la voz de Rafael era clara y firme.
—Un millón. Pero ese no es nuestro peor problema.
— ¿Qué puede ser peor?
—Kronemberg ha muerto. Dicen que se suicidó.
—Eso es imposible, absoluta y totalmente imposible.
—Apareció en la oficina. Lo encontró la secretaria. — a Carlo le costaba trabajo mantener el paso del Papa, que iba de un lado a otro dando vueltas como si paseara en calesita. — Dejó una carta para la hija. Todo sale publicado hoy, en O’ Globo y muchas publicaciones han levantado la noticia.
—Esto es obra de Ross. Tenemos que estar atentos. Seguro que a esta altura lo sabe todo. Es lo único que faltaba para terminar de joderme la vida.
Natalia llegaba en ese momento. Su hermano le regaló una mirada que destilaba en un instante toda la rabia que jamás había sentido por ella.
—Andá, Carlo. Dejános solos, por favor— pidió el Papa.
Al irse el cardenal rozó la mano de Natalia.
—Vos te estás dando cuenta que con estos tipos no podemos joder. — fueron las primeras palabras de Rafael Ferrara para su hermana menor.
—No entiendo que salió mal. Hice un millón de pruebas, eran perfectas.
—Perfectas, las pelotas. — el Papa estaba furioso.
— ¿Has mantenido algún contacto? — preguntó Natalia con su impasibilidad de siempre.
—Algún contacto. — la remedó Rafael— La gente en las nunciaturas está como loca, se los quieren comer crudos y lo peor que todos los pedidos están ya distribuidos.
— ¿Cuál es la cifra?
—Hasta hace cinco minutos, un millón.
— ¿Qué vamos a hacer?
—Yo no sé qué voy a hacer con vos, hermanita, te juro que no lo sé.
—Tenerme fe. Algo se me va a ocurrir.
—Más te vale, porque no sé hasta cuándo los voy a poder frenar.


La operación “Urbi et Orbi”, comenzó a correr antes de caminar. La perspectiva de ganar dinero era tan atrayente que las adquisiciones de cadenas de farmacia fueron hechas con la misma velocidad con que viaja la luz. Las ofertas hubieran podido comprar cadenas de lujosos hoteles de cinco estrellas y bienes por el estilo. Pero los intermediarios de rigurosa ropa oscura no buscaban hoteles y mucho menos aún bienes por el estilo. Buscaban farmacias.
Las cientos de cajas mostrando el escudo del Vaticano aterrizaron en todas y cada una de las nunciaturas de Rafael, así como en las parroquias de los pequeños pueblos. Se cargaron en camiones y su contenido pronto abarrotó las estanterías y como lo pronosticara Natalia, más pronto las abandonó.
El mundo que había creado Rafael Ferrara giraba sin pausa y los habitantes de tan paradisíaco planeta no tenían más que palabras de eterno agradecimiento para esa persona que había pensado en ellos para poblarlo. Pero como ha sucedido siempre desde el principio de los tiempos con los paraísos tarde o temprano se pierden.
Las tres horas que siguieron a la charla con Natalia, el Papa las dedicó a tratar de salvar los restos del naufragio. Fue algo agotador para el hombre de la sotana blanca. Odiaba las tele conferencias, pero el final salió airoso. Todavía era dueño del poder y no desperdiciaría la segunda oportunidad. Sólo tenía que encontrar algo que produjera mucho dinero, saldar las cuentas y continuar el camino.
Se retiró a sus habitaciones. Pidió que le sirvieran algo liviano para cenar y se dispuso a escuchar a Dexter Gordon un buen rato.


Sebastián Ross ajustó el silenciador en la Beretta, el arma preferida del Mossad. Caminó despacio. No se oía un solo ruido en todo el palacio, desde hacia cinco minutos regía el toque de queda. Los ayudantes de cámara dormían, era la oportunidad perfecta. Tal vez no haya otra, pensó Ross.
Llegó hasta el tercer piso. A pesar de tantos años de oficio no pudo evitar sentirse nervioso y un poco estúpido por haber caído en la trampa. Sólo veinte pasos lo separaban del objetivo, las habitaciones privadas de Rafael, cuando una opresión en la garganta le impidió seguir avanzando.


El espía argentino se había sentado en una silla con el respaldo para adelante, como lo hacia de niño imaginando que montaba un caballo; hasta que por fin un día, el petiso color canela, entró al callejón principal de la finca en donde vivía con sus abuelos.
Frente a él Mathew Kronemberg o Anatoly Serguéievich Krunoslav, ocupaba otra y no se preocupaba por los otros hombres y mujeres que lo rodeaban. Estaba concentrado de manera exclusiva en el relato que serviría para rescatar a su familia. No le cabían dudas de que el sacerdote era de esa clase de personas que no amenazaba. Ellos eran iguales y él mismo jamás lo hacía.
Cuando hubo terminado Ross le alcanzó un vaso con agua.
—Lo estoy oyendo y no puedo creerlo. — exclamó Ross agarrándose la cabeza con ambas manos.
—Es la verdad más absoluta. — dijo Kronemberg e intentó pararse, tenía las piernas adormecidas.
Los miembros del Mossad se movieron alertas. El sacerdote, hizo un gesto que quería decir que no había problemas.
— ¿Ellos tienen algo que ver con este tema de las muertes? — quiso saber Ross.
—No estoy seguro, pero es posible. Tal vez alguien cometió un error en las cantidades.
—Esto es algo horroroso.
—No deberías decir satánico. — dijo Kronenberg con el poco de humor que todavía le quedaba.
—Por qué no te vas bien a la mierda.
—Voy a donde quieras, pero antes quiero a mi familia a salvo.
—Ellos están muy bien. —le dijo.
—Yo cumplí. Espero lo mismo de tu parte.
El sacerdote buscó en su pantalón y sacó un teléfono celular que extendió al ruso.
—Llamá a María. Tranquilo todo está en orden.
—Cada vez entiendo menos.
—Llamála te digo.
Kronemberg hizo la llamada. Habló con María y ésta le contó que había tenido un día de lo más normal y sí, era cierto habían ido a comer hamburguesas con los chicos a Mickey y Donald, el flamante nuevo local de la prestigiosa cadena que ahora también estaba en San Pablo.
El feliz padre y abuelo se despidió de María prometiendo que se reunirían pronto y su hija le respondió:
—Te tomo la palabra. Te amo papá.
—También te amo. Saludos a Joao y a los muchachos.
—Un beso, hasta pronto.
María Kronemberg no tenía forma de saber que no volverían a reunirse, hasta que despidiera los restos mortales de su padre.



—Es muy tarde para que se encuentre aquí, Su Eminencia— dijo Carlo que conocía el verdadero rango eclesiástico de Ross.
—Sufro de insomnio-fue la respuesta del argentino, que intentaba zafarse sin éxito.
El Cardenal Sabatini lo empujó hasta aplastarle la cara contra la pared, al tiempo que se cercioraba si tenía otras armas encima.
—Ha venido muy bien pertrechado, Su Eminencia.
En la muñeca y el tobillo derecho Ross ocultaba dos afilados puñales. La larga sotana era una vestimenta útil para eso.
Para tranquilidad del jefe de La Entidad, el corpulento cómplice de Ferrara no se percató de las botas que un viejo talabartero también nacido en Lavalle, le obsequiara. Las finas botas de auténtico cuero negro tenían en su interior unas tiras del mismo material colocadas de manera por demás estratégicas, cuya finalidad era poder ocultar un revólver de pequeño calibre o alguna clase de daga de mango ancho que se trabara con las tiras de cuero. Sebastián Ross las usaba desde hacia muchas décadas y le habían salvado la vida muchas veces.
Carlo le torció el brazo para arriba y lo obligó a caminar en dirección a los aposentos papales.


Rafael Ferrara escuchaba la música a través de unos auriculares Sony, cuando se abrió la puerta y apareció Ross, seguido de Carlo.
—Eminencia ¡Qué grata sorpresa! — declaró mientras desenchufaba los audífonos dejando que el sonido fuera para todos— ¿Le agrada el jazz, Sebastián o es de los que prefieren el tango?
—Se pude decir que soy tanguero.
—Estaba seguro. Por nuestro Señor, que lo estaba. Dejános solos, Carlo. Muchas gracias.
—Como guste Su Santidad. — el primo de Rafael salió y cerró la puerta.
—No es maravilloso, como sigue representando su papel hasta el final. — reflexionó en voz alta el Santo Padre.
—El telón ha caído ya. Acaba de terminar el último acto. —dijo Ross.
—No lo crea, Eminencia. Aún no lo crea.
— ¿Qué se propone hacer llamar a la guardia?
—No, en absoluto. Puedo arreglármelas muy bien sin su ayuda.
—Usted ha destruido todo aquello por lo que he vivido y peleado, — sentenció el Cardenal In Pectore— Corrompió una institución con más de veinte siglos de historia, que…
El Papa Tranquilo no le permitió continuar.
—Por favor, Sebastián, — dijo levantando una mano para pedirle silencio-no esperara que crea un discurso como ese de una persona como usted. Le suplicó que se guarde toda esa retórica vacía.
Dicho esto comenzó a pasear por la habitación, apenas iluminada. Vestía una bata azul y zapatillas blancas de aspecto cómodo.
Dexter Gordon, desgranaba los acordes de Misty en un acrobático juego de arpegios y escalas quebradas. El pontífice, hijo de un mafioso, estaba disfrutando mucho de esa fantástica muestra de improvisación.
De haberlo querido, Ross podría haber puesto el punto final en la vida del hombre que le puso punto final a casi todos sus agentes.
—Quisiera preguntarle algunas cosas. — dijo el hombre que había llegado hasta allí con las peores intenciones.
—Lo que desee, Eminencia— le respondió el Papa.
— ¿Por qué consagrar la vida a una causa en la que no cree?
—Por el poder. — fue la respuesta.
La música cesó y ambos rivales guardaron silencio, como si se sintieran desprotegidos sin los sonidos a su alrededor. En algunos segundos un piano se coló en la habitación privada del Sumo Pontífice. El unísono de trompeta y saxo tenor auguró un blues nada triste.
—Es imposible aburrirse con esta música ¿No lo cree así, Sebastián?
El jefe de los espías del Vaticano no respondió. Permanecía muy quieto cerca de la puerta. Tenía la seguridad que del otro lado, Carlo esperaba. No le interesaban los comentarios de Ferrara. Aún restaba solucionar como saldría con vida de aquella trampa. Concluyó que lo más acertado sería hacer volver a Carlo. Éste era grande, pero por lo que había visto bastante torpe. No le resultaría difícil sacarlo del juego. Lo complicado vendría cuando tratara de llevarse con él, al Papa.
El sucesor de Juan Pablo II, seguía diciendo:
—Yo descubrí el jazz de casualidad, por unos discos que se olvidó en nuestra casa un amigo de…
— ¿Era necesario sacrificar a tanta buena gente? ¿No hubiese sido más sencillo pegarme un tiro? Después de todo no soy más que un viejo.
—Todo lo que se hizo, tenía que hacerse. — contestó con sinceridad el Papa.
La música se dejó de oír una vez más. Varios golpes en la puerta rompieron el silencio.
—Adelante. — invitó Rafael.
Carlo, entró.
—Disculpe, Su Santidad.-clavó los ojos en los de Ross. —Monseñor Fratelli, está aquí.
El padre Aldo Fratelli, era el confesor personal del Santo Padre y cada martes por la noche lo visitaba.
—Lo había olvidado por completo. Hacélo pasar, Carlo.
El siciliano no se movió. Parecía confundido.
—Que pase, que pase. No lo hagás esperar más. — se impacientó Rafael.

En el preciso momento en que Carlo giraba para cumplir la orden recibida. Sebastián Ross pudo sacar el puñal que tenía en la bota y esconderlo en una de las mangas de la sotana.

— Es un placer tenerlo aquí de nuevo, padre Fratelli. — anunció Rafael—¿Es posible qué ya sea, otra vez, martes?
—Así es. Si se encuentra ocupado…—dijo al tiempo que inclinaba la cabeza a modo de saludo en dirección al maestro de espías.
—No, para nada. Su Eminencia estaba a punto de irse.
A pesar de la tensión que flotaba en el recinto, Sebastián Ross no consiguió ocultar la leve sonrisa que siempre le afloraba al encontrarse con monseñor Fratelli. Su parecido con el personaje de Chesterton era notable, o al menos eso le gustaba pensar al jesuita. Le tenía una gran simpatía y lamentó que su vocación sacerdotal fuese tan férrea.
Como si hubiera podido leer la mente del espía, el Papa se movió, haciendo que el clon del padre Brown, monseñor Fratelli, quedase en medio de ambos.
La orquesta atacó un brioso acorde que tomó por sorpresa al confesor del Papa. Éste no dudó, abrió la puerta y se zambulló en el pasillo. El número uno de La Entidad tampoco tuvo dudas e intentó perseguirlo, pero se detuvo.
Carlo tenía atrapado al monseñor. Una afilada hoja, la misma que le quitara a Ross, pugnaba por abrirle la adiposa carne del cuello.
—No tema, monseñor.-lo tranquilizó el espía argentino—Nada le ocurrirá.

— ¿Qué sucede? ¿Por qué ha salido de esa forma, Su Santidad? —quiso saber el azorado padre Fratelli.
—Lo he descubierto y teme por su vida.
Carlo no hablaba, estaba alerta.
— ¿¡Descubierto!? ¿Qué cosa…Por el amor de Dios?
—La persona en la que usted, yo y todos en la ciudad y en el mundo confiamos, no es ni más ni menos que un vulgar asesino. Sé que le resultará difícil de creer, pero estoy diciendo la verdad. Se lo aseguro.
— ¿Es que acaso se ha vuelto loco?
—Me gustaría, pero por desgracia estoy tan cuerdo como el que más.
Carlo, quien ya había dado a su jefe el tiempo suficiente para que se pusiera a salvo, empujó con todas sus fuerzas al confesor del Papa. Fratelli para evitar caerse, tal vez por ese instinto de preservación que el ser humano trae en sus genes, buscó un punto de apoyo en el cuerpo del jesuita. Era lo que el cardenal Sabatini necesitaba para correr tan rápido como sus pies pudieran y perderse en el laberinto de escaleras con que cuenta el Palacio Apostólico.
Sebastián Ross, aceptó una nueva derrota e intentó tranquilizar a monseñor Fratelli. Cuando lo consiguió se trasladaron a su despacho, donde el sacerdote fue conociendo uno a uno los detalles; gracias a tener en sus propias manos cada una de las evidencias que el argentino había reunido sobre su compatriota.

—Esto es lo más increíble que he visto en mi vida. — dijo Fratelli.
—Lo entiendo porque a mi me costo creerlo, tanto como a usted.
— ¿Qué hacemos ahora?
—En principio despertar al Cardenal Secretario de Estado.


Rafael Ferrara tenía listo un plan de contingencia desde que supo que Kronemberg estaba muerto. Carlo le daría algo de tiempo. Recorrió con premura la distancia que lo separaba de “La Torre De los Vientos”. Natalia y Amelia dormían en la habitación contigua al laboratorio. Tardo menos de un minuto en activar el explosivo que se alojaba en uno de los rincones a la espera de este momento. Lo siguiente que hizo fue ir en busca de las mujeres. Las despertó y las anunció:
—Todo se acabó. Ya saben qué hacer.
La mujer que lo había amado toda la vida y Natalia se pusieron en movimiento como soldados respondiendo a años de entrenamiento.
Minutos más tarde Rafael Ferrara atravesaba la Puerta Angélica, una de las salidas del Vaticano, vistiendo la clásica sotana negra y el enorme sombrero que usan los sacerdotes en Roma. El guardia dormía en la garita de seguridad, con una novela policial entre las manos. A modo de despedida de la ciudad que lo había cobijado por tanto tiempo dijo en dirección al centinela:
—Te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
El que fuera hasta hoy, amo y señor de la ciudad más reservada de la tierra se confundió con la noche.

La cantidad de Sentex utilizada fue suficiente para que las ocho habitaciones que se elevaban en la parte más alta del más poderoso y pequeño Estado de la tierra, dejara de existir.
La revolución que siguió al estallido, el desconcierto, el miedo, los gritos, el llanto, las corridas y las incontables preguntas sin respuesta, posibilitaron que la mujer y la hermana de Rafael Ferrara, con su apariencia de monjas, transitaran sin interferencias el pasillo de ciento sesenta metros que va desde el Vaticano hasta el castillo de Sant’ Angelo, que se conoce como,”tierra de nadie”.



Mil millones de católicos en todo el mundo reciben la noticia por la radio, la televisión, los diarios y la Internet. El Papa Rafael acaba de morir. Siendo en Roma la una de la tarde comienza a escucharse el doblar de las campanas fúnebres, que suenan desde El Arco de las Campanas. No ha sucedido como en anteriores oportunidades, en donde los fieles conocen que la persona que posee las facultades de Cristo en la tierra agoniza y se vuelcan a la plaza para hacerle sentir su presencia. La noticia toma por sorpresa a todos, con excepción de los más allegados al Santo Padre, es por eso que la Plaza de San Pedro no muestra la clásica imagen de muchedumbre que los medios suelen esparcir por los cinco continentes en ocasiones como éstas.
Según lo relatan las últimas informaciones, el Obispo de Roma padecía un cáncer de estómago, detectado en el último año, al cual no pudo vencer. Se decía además que Rafael había pedido a su médico personal, el español Pedro Montalbán, y a su equipo de colaboradores, que no trascendiera la noticia de su estado de salud, sobre todo para evitar que los padres del Papa, muy ancianos, sufrieran tan duro golpe. De manera absolutamente extraoficial se hablaba de la instalación de una sofisticada unidad de tratamiento dentro de la Ciudad Secreta, se creía que el sitio elegido para montar dicho emprendimiento había sido lo que se conoce como “La Torre de los Vientos”.
Las exequias del Santo Padre se celebrarán durante nueve días consecutivos. Se oficiarán nueve misas y se le darán nueve absoluciones. Se espera la presencia de gran número de personalidades mundiales. Con posterioridad, entre el día onceavo y el vigésimo se reunirá un nuevo cónclave para elegir una vez más en menos de tres años a una nueva persona que tendrá la misión de regir los destinos de la Santa Madre Iglesia. Hasta que todos los Cardenales aptos para escoger un sucesor llegarán para participar del cónclave y el encuentro con llave haya terminado, el gobierno de la Santa Sede quedaría en las manos del Cardenal Camarlengo y de la Cámara Apostólica.



La Entidad había puesto en marcha una operación de las llamada cerrojo para dar con el paradero de Rafael Ferrara.
Los sobrevivientes del servicio secreto del Vaticano, tenían una sola misión en la vida, encontrar a Iscariote, como se había bautizado intramuros al otrora Santo Padre.
Quien lograra ubicar al objetivo, debía manejarse con suma cautela. No perderlo de vista e informar de inmediato a Sebastián Ross.

Benjamín Master, un norteamericano de treinta años y escaso cabello rubio, muy afecto a levantar pesas, pasear en bicicleta y comer golosinas. Llevaba ya tres meses en la Argentina.
Master recibía una asignación, que le hubiera permitido, de haberlo querido, alojarse en el hotel Hyatt de la ciudad. Había elegido hacerlo confortable, aunque modesto; que le aseguraba poder ahorrar la mitad del salario, aún viviendo como un jeque árabe.
Su conciencia sobre el ahorro había que buscarla en el pasado. Había nacido pobre. Hijo de un policía de la vieja escuela, que le enseño todo lo que tenía que saber para convertirse en un ciudadano honesto.
A los veinte años, un año después de que su padre fuera abatido en un tiroteo en Brooklin, el joven Master se disponía a continuar la tradición familiar. N o había sido, y qué duda cabía, el mejor en la academia, pero como siempre le decía el sargento Patterson, un irlandés pelirrojo, que no se reía ni ante el mejor chiste contado por Richard Prior.
—Hace más el que quiere, que el puede.
Ben como lo llamaban, cargó sobre la espalda con la leyenda que su padre había edificado a base de heroísmo y compañerismo. Fue destinado al precinto quince y no se le trató de manera especial. Era uno más. Lo que más anhelaba era convertirse en un buen policía. No tanto por él, sino por su madre, que lloró cuando lo vio vestido de uniforme.
No supo cómo y se encontró en una cama de hospital con dos balas en la pierna derecha. Le ponían fin a cinco años de servicio. Sus días de proteger y servir, no habían sido del todo malos, pero buscaba algo más para su vida.
La temporada en el hospital, le fue muy útil. Se podría decir que se trató de un rito de iniciación. En ese lugar de paredes pintadas de verde manzana y olor a hospital, porque no había ninguna otra manera de denominar el peculiar aroma que cualquiera que ha caminado los pasillos de sitios como ese conoce, adquirió el gusto por las pesas, la bicicleta y las golosinas.
El establecimiento se llamaba, “Centro Médico Alphonse Capriatti. Allí se cruzó con el que haría que su destino cambiara hasta límites impensados para el hijo de un policía de la ciudad de Nueva York. Era un muchacho alegre de un cabello negro casi azul como el que aparece en algunos personajes de las revistas de comics que devoraba por toneladas. Se llamaba Paul Cappriatti, había sido atropellado por un conductor que no se preocupó, por saber si ahí tirado en el asfalto estaba todavía vivo o había muerto. Se rehabilitaba, con prisa y sin pausa. Desde hacía varias semanas unas muletas lo acompañaban en su lento andar.
Paul, era hijo de Robert Capriatti, el propietario de la clínica y uno de los más importantes jefes de la mafia de la costa este de Estados Unidos.
Robert Capriatti era amado por todos. En la última década dejó de preocuparse por incrementar su fortuna. Otros, los que lo amaban, lo hacían por él.
A Don Capriatti le interesaba un solo asunto, destruir a la familia Ferrara, en especial al Papa Ferrara.


Ben Master estaba en Mendoza, cuando los católicos de todas partes comenzaron a llorar al Papa Tranquilo. Eso quería decir que las vacaciones habían terminado. Aunque parecía algo tan poco probable como razonable que Rafael hiciera contacto con los suyos, al menos por el momento; Master había tomado la precaución de pinchar el teléfono de la casa en El Challao. La escucha estaba bajo la supervisión de un experto que antes de ser reclutado para unirse a los Capriatti, Cobraba un salario tan exiguo como sus deseos de seguir trabajando, en la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Además un grupo conformado por siete hombres y cinco mujeres permanecían cerca de cada uno de los ocupantes de la casa que la abandonaban a cualquier hora de día o de noche.
El neoyorquino necesitaba que la suerte lo acompañase, por lo menos en una dosis mínima, de lo contrario no creía posible poder cumplir con éxito la tarea que le habían encomendado.
Terminó de tomar la segunda cerveza, le sonrió a la chica que lo atendía, una verdadera escultura y luego de agregar un peso al costo total, se alejó caminando por la peatonal Sarmiento en dirección a la plaza Independencia, la plaza mayor de la capital provincial.
En la recorrida por la plaza visitó algunos puestos que le ofrecían artesanías, no compró nada, sólo se ocupó de pasear. Fue con ese animo de andar sin apuro como suelen hacerlo lo que nada tienen para hacer más importante que andar sin apuro, que llegó hasta el Museo Municipal de Arte Moderno. Bajó los escasos peldaños de piedra que lo distanciaban de la entrada y se detuvo a contemplar los varios afiches que anunciaban eventos. Hubo uno en particular que le atrajo por encima del resto. Se trataba de un afiche de dimensiones bastante pretenciosas, en blanco y negro. Prometía un concierto de jazz para todos los domingos a las veinte horas.
El Sosías, leyó. No pudo evitar sentir curiosidad. ¿Qué había en esa música que cautivaba a tanta gente? La había oído hasta el hartazgo en las calles de su ciudad natal. Según decían se la consideraba la capital mundial del jazz. No le parecía nada extraordinario, aunque para ser honesto, debía reconocer que oír no era lo mismo que escuchar.
Por lo que había leído, sabía que Rafael Ferrara era loco por este estilo musical. Como no tenía nada que hacer más que estar atento por las dudas y ni siquiera estaba seguro que fuera a ocurrir algo. Se prometió volver el domingo para oír la propuesta y por primera vez escuchar jazz.



—Volví a ganar. — anunció eufórico Paul Capriatti— quien había aprendido a jugar al básquet como un profesional sentado en una silla de ruedas.
—Si sigo haciéndote caso, me vas a dejar en la ruina. — se lamentó Ben Master, dándole otro billete de veinte dólares.
—Eso no es problema. Estoy harto de decirte que con nosotros siempre vas a tener un empleo esperando.
—Es bueno saberlo…muy bueno. — exclamó casi como si pensara en voz alta.
Master lanzó la pelota hacia el tablero, pero ésta no llegó a destino y fue a estrellarse en la pared del gimnasio.
El inepto jugador de básquet, iba a tener una larga y dichosa vida. Se casaría con una mujer bella y alegre, que lo amaría con la misma voracidad hasta el fin. Que le daría tres hijos, Benjamín, Paul, al que siempre nombrarían Paulie y Robert. Sería un abuelo complaciente de sus siete nietos, cinco niñas y dos niños. Haría una carrera dentro de la familia Capriatti. Llegaría a ser, a pesar de no tener un centímetro cúbico de sangre italiana, el Consiglieri de la organización bajo el reinado de Paul Capriatti. Moriría en su casa, en su cama rodeado de familiares y amigos. En toda su existencia de más de ocho décadas se haría de una enorme bolsa de recuerdos, felices y no tanto, buenos y no tanto; pero los que en los días en que se sentaba en el jardín a ver jugar a los nietos o a leer alguna novela, lo visitaban más a menudo eran siempre los mismos dos. Esos mismos dos recuerdos que le poblaron la mente segundos antes de cerrar los ojos y aflojar la presión de la mano de Debby, su esposa, por última vez. El primero lo transportaba a las buenas épocas en las que se recuperaba en el hospital y conoció a Paul Capriatti, quien nunca logró hacerlo jugar un partido decente de básquet. El segundo tenía que ver con los días en los que visitó Argentina y todo lo que allí vivió.



—Le ruego que me disculpe, señorita. Estoy muy ocupado. — declaró Robert Capriatti.
—La propuesta que traigo le resultara interesante. Se lo aseguro, Don Capriatti.
—Señorita, déjeme decirle que siento sincero respeto y aprecio tanto por su padre como por su tío. He realizado negocios en el pasado con ellos y no tengo nada que decir en su contra…
Natalia escuchaba con la misma atención que antes lo había hecho con los profesores que la formaron.
Capriatti seguía argumentando:

—…Me han llegado algunos rumores de lo que el cardenal, su hermano, pretende hacer y déjeme decirle,-ésta era su muletilla preferida-me parece todo un sacrilegio.
Don Capriatti era un católico cuya práctica fervorosa le había valido ser recibido en dos oportunidades por Juan Pablo II, quien lo llamaba “Caro Amici”. Su contribución anual al óbolo de San Pedro, era millonaria.
El tono del mafioso, nacido en Palermo, Sicilia, se mantenía mesurado. Sus ojos en cambio escupían fuego.
—…Todos nosotros pretendemos poder. Estamos en esto por el poder. Para en el mundo existen ciertas cosas que no se tocan, son sagradas. La Santa Madre Iglesia es una de ellas y Su Santidad es Dios en la tierra.
La menor de los Ferrara no malgastó un solo minuto más de su tiempo. Tras despedirse de Don Capriatti, tachó su nombre de la lista. Algunas horas después se reunía con la segunda de las familias de Nueva York, cuya figura central era Michael Conti.



—El maldito lo ha conseguido. — gritaba fuera de si, Robert Capriatti—No voy a permitírselo, Señor. Te prometo que aunque esto me lleve el resto de mi vida, voy a impedir que logre su cometido.
Tan sentida profecía salía de la boca de una persona que se había vuelto más que millonario llevando adelante una versión mejorada de la recordada, “Asesinato Sociedad Anónima”.
El servicio que la familia Capriatti brindaba era costoso, pero un costo muy justo si se tenía en cuenta que la efectividad era en todos los casos del cien por cien y no quedaba ni un solo e insignificante rastro que la policía o alguno de esos detectives privados que creían saberlo todo pudieran seguir.
El asesinato era la principal fuente de ingresos, pero de ninguna manera la única. La organización Capriatti metía sus cubiertos en el plato de la piratería del asfalto, dedicada al saqueo de pieles, ropas finas, artículos para el hogar en toda su extensa gama y productos informáticos.
La prostitución, las apuestas y las drogas estaban bajo el halo de los Conti.
El mismo día que Don Capriatti se enteró que Rafael Ferrara era el nuevo Papa, su hijo, Paul, dejaba el hospital.
La primera impresión, la que contaba para él, que se formó del amigo que acompañaba a Paul, fue buena. El cambio drástico se suscitó al enterarse que se trataba de un policía. Lo que terminó de modificar aquella sensación de simpatía que experimentara en un comienzo, fue saber que su hijo, a quien hasta hoy, había considerado muy inteligente, cometió el error de hablar de los asuntos de la familia con un extraño.
—Confió en Ben, como confió en mi propio padre. — dijo Paul.
Benjamín Master se atrevió a intervenir en defensa de su amigo.
—Con todo respeto, Don Capriatti, — fueron sus primeras palabras. Sabía por Paul que no debía llamarlo señor. —quisiera que supiera que los días en el hospital se hacen largos y aburridos y los temas de conversación se acaban. Por eso comenzamos a hablar de nuestros pasados y en ellos se encuentran nuestras familias. Si usted me acepta, pronto sabrá que no ha tomado una decisión equivocada, se lo aseguro.
Robert Capriatti, tenía que reconocer que el muchacho conocía el respeto y además se expresaba con mucha corrección. Haciendo honor a la regla que lo llevara a ser quien era, se dejó guiar por la primera impresión. También tenía que ser justo con Paul, quien era sin dudas un hombre de respeto, que había obrado como se esperaba tanto en los tiempos de paz como cuando hubo guerra entre familias. Si los Capriatti eran una de las dos que habían sobrevivido; mucho tenía que ver Paul en eso.
Robert Capriatti tenía la seguridad de que su único hijo llegaría a ser mucho más amado y respetado de lo que lo había sido él. Se tragó con la ayuda de mucha saliva, sus temores sobre como un hijo de ingleses podría ser alguien cualificado y tres años más tarde, se felicitó por haberlo hecho y por haber accedido al pedido de Paul, para que Ben se hiciera cargo de comandar a la gente que viajaría a la Argentina.



Una vez que abandonara la ciudad en la que viviera dieciocho años, Rafael Ferrara, debía caminar cerca de mil cuatrocientos metros. Se movía sin ninguna prisa por la Via Aurelia y el punto final lo encontraría los alrededores de la Piazza Navona. Aunque todavía no se había tomado el tiempo para reflexionar, debido a la rapidez con que se desarrollaron los hechos que concluyeron con su fuga, sabía muy bien que extrañaría hasta el dolor corporal todo aquello que estaba, a cada paso, dejando más y más lejos. Como era lógico existía un plan por si las cosas se salían de carril, pero hubiera preferido no haber precisado servirse de él.
En el último contacto que había tenido con sus socios en todo el mundo, se decidió que, el Papa argentino, mantendría comunicación vía correo electrónico o tele conferencia cada tres días; el propósito era mantener a todos los jefes al corriente de lo que Rafael estaba haciendo para solucionar los problemas que habían empañado la exitosa Urbi et Orbi.
En caso de que esto no ocurriera, las familias tenían instrucciones rigurosas de hacer que las farmacias corrieran la misma suerte que la Torre de los Vientos, el método debía ser distinto, no se utilizarían explosivos plásticos, se recurriría al poder curativo del fuego y las compañías de seguros harían el resto.
Después de todo no tenían de que quejarse. La peor parte seguía siendo para Rafael Ferrara.
Pisaba los últimos cien metros de adoquines y por primera vez apuró el paso. Un minuto y ahí estaba, un Fiat Europa azul que antes había ostentado la patente SCV 197 y ahora lucía una chapa romana. Introdujo la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Se acomodó detrás del volante. Colocó la llave en el contacto y la hizo girar, el auto se sacudió un poco, tosió otro poco y por fin arrancó.
“Las ventajas de un buen plan, pensó, de un muy buen plan.”
Manejaba con cautela, respetando a raja tablas la velocidad permitida para transitar las calles estrechas y ondulantes, rodeadas de modernos edificios. Mientras contemplaba la enorme variedad de cafés, siempre llenos de gente; disfrutaba, gracias a un reproductor de discos compactos, de una magnifica versión de “My Romance”, interpretada por Bill Evans y sus invariablemente hábiles secuaces, al contrabajo y la batería.
En unos días más, ya sin tener que tomar ningún recaudo, estaría con Amelia. Tal vez y si la suerte los acompañaba, aún podrían disfrutar muchos años de buena vida juntos. A ella le hubiese encantado darle muchos hijos, pero resignó todo por seguirlo hasta el tercer piso del Palacio Apostólico. Había llegado el tiempo de saldar tan cuantiosa deuda. Confiaba que Natalia y Carlo tuvieran una chance para ser felices.
Una fila de vehículos detenidos, lo obligó a hacer lo mismo. A escasos cincuenta metros de donde se encontraba; un carabinero revisaba la documentación de un Volvo de color gris. Intentó retroceder. Era demasiado tarde, varios autos aumentaban la fila por detrás del Fiat. Pensó en abandonar el coche y continuar a pie, la mejor manera de moverse en la ciudad de las siete colinas; después de todo no lo separaba casi nada del destino final. Ya había tomado la decisión y abierto la puerta, cuando cuatro o cinco haces de luz que se escapaban de linternas, se desparramaron por doquier. Entonces supo que no era sólo un policía o dos, eran muchos más y los acompañaban perros que ladraban a coro. Parecía como si los animales, le estuvieran advirtiendo que corría peligro.
Sería posible que la explosión hubiera desencadenado éste despliegue. Sería posible que, en contra de todas sus estimaciones, la Ciudad Secreta no haya podido mantener lo acontecido puertas adentro. Sería posible que Ross, hubiera dado intervención a las autoridades; no eso era tan factible como que el Fiat se saliera de la fila, elevándose cual un helicóptero. Desistió de huir a pie, prefirió esperar. Algo se le ocurría, siempre era así. No se había pasado la vida persiguiendo un sueño para terminar en manos de un policía estúpido.



—Lo que me propone es ciencia ficción. — dijo el Secretario de Estado del Vaticano.
—Es la única manera de lograr atraparlo. — respondió Sebastián Ross.

El personaje más importante en la Santa Sede, después del Papa, estaba consternado. Había sido él, uno de los primeros amigos de Rafael Ferrara, cuando llegó al Vaticano. Quería al argentino y no podía creer que lo que se le decía fuera real. Sin duda las pruebas que había reunido la cabeza de La Entidad, no eran refutables.
—Déjeme ver, si he comprendido bien lo que pretende, Sebastián.
El Cardenal Ángelo Sodano, se puso de pie para dejar su lugar detrás del escritorio en el que trabajaba desde 1990. Comenzó a caminar, con las manos entrelazadas en la espalda, de la misma manera en que lo hacía su amigo, el Papa Rafael, cuando buscaba aclarar las ideas.
El lugar en donde transcurría muchas horas del día, era una sala amplia. Un exacto cubo de paredes que superaban los cinco metros de altura. En ellas podía verse mapas. A la derecha del que ingresaba a la estancia, estaba el continente africano, a la izquierda aparecían las Américas. Rodeando la puerta de entrada, en un rincón, estaba Italia y pegado se veía Europa. Del otro lado Asia. Enfrentando la majestad de la puerta de doble hoja por donde se accedía a la sala, un mapa ocupaba toda la pared y representaba un planisferio desplegado
Monseñor Ross y el Padre Fratelli, guardaban silencio y esperaban.
Después de dar varías vueltas, el Cardenal Secretario de Estado, volvió a acomodarse en el sillón que se ubicaba frente a los dos hombres que lo acompañaban. Apoyó los codos, sobre la noble madera bien lustrada y tras mirar muy fijo a los sacerdotes, pareció estar regresando desde donde había ido.
—Si, usted cree que debe hacerse. Tiene todo mi apoyo, Sebastián. — declaró.
—Muchas gracias, Eminencia. Le aseguro que está haciendo lo correcto.
—Tengo dudas, que sea del todo correcto poner entre velas en la Capilla Sextina a un muñeco, pero confió en que Dios nos acompañe y todo vaya bien.


Rafael Ferrara enfrentaba dos problemas. El primero no portaba ninguna documentación personal, aunque en la guantera encontró los papeles del auto. El segundo estaba desarmado.
Se inclinó por la hipótesis que parecía de todas la más razonable. Los perros estaban buscando drogas. Era muy poco probable que la presa fuera él.
Cinco minutos habían huido desde que se detuvo, para unirse a ésta serpiente metálica que amenazaba infectarlo con su veneno y terminar con todo en poco tiempo.
Iba a asumir el riesgo. Se bajaría y despreocupado caminaría hasta perder de vista los dientes del reptil y ya no poder oír los ladridos de los perros. Esperaba que Amelia y Natalia, hubieran llegado sin complicaciones hasta el punto de encuentro. Luego recordó a su primo, Carlo, ¿Lo habría capturado, Ross o quizás había podido escapar?
—Muy gentil, señor. En algunos instantes podrá reanudar la marcha. —informó cordial el policía, devolviendo la documentación del rodado al dueño de un Ford Escort blanco.
De pie al lado del Fiat, Rafael Ferrara sintió como la luz de la linterna le golpeaba la cara igual que un viento frío. Se bajó el ala del sombrero clerical y dio media vuelta dispuesto a caminar.
—Espere, padre. — le dijo la voz a su espalda.
El hijo de Vicente Ferrara, no acusó recibo.
El carabinero apuró el paso y consiguió dar alcance a la negra figura.
—Espere, Padre. — repitió.
No tenía sentido intentar correr. Se inmovilizó cuando la mano del policía se le asentó en el hombro. Tenía el gesto de quien es sorprendido y alejado de sus pensamientos.
— ¿Qué desea? — pronunció estas palabras con la cabeza algo inclinada hacia abajo. El gran sombrero y la negra noche se aliaron para ocultarle el rostro.
—Disculpe, Padre. Se trata de un control de rutina. Al verlo dejar el auto, intenté detenerlo para revisar sus documentos. — el joven agente, como siempre había sido amable y respetuoso.
“De rutina, un carajo; pensó el Papa argentino.”
Irguiendo apenas la cabeza, dijo en su más pulido italiano:
—No lo he escuchado, hijo. Ya no soy el que era. Los oídos me tienen a maltraer.
El muchacho sonrió para darle a entender que no había ningún problema.
Ferrara prosiguió.
—Decidí comprar algo para comer, ya que me pareció que la espera podría prolongarse ¿Ha sucedido algo grave?
—No, Padre, en absoluto. Vuelva a su auto que yo le llevare algo de comida y una Coca Cola o ¿Prefiere una cerveza?
La calle estaba en penumbras. El policía, encendió la linterna para guiar de regreso al sacerdote y fue ahí cuando la muerte lo besó en los labios.
—Pero, usted es…
Un golpe en el ojo derecho, lo aturdió. Luego le tocó el turno al rodillazo entre las piernas. El impacto que recibió en la nuca, más el golpe cargado de mala suerte, en la frente, al tocar el suelo, dieron por finalizado el asunto. No sé molestó en ocultar el cuerpo.
La Ciudad-Estado del Vaticano no era ajena al sabor de las bombas. En 1943 pilotos de la Luftwaffe cometieron un error en los cálculos, dejando caer cuatro artefactos sobre la estación del ferrocarril. En aquella trágica noche nadie murió. Más de sesenta años en el tiempo las bombas detonaron otra vez. Diez personas resultaron muertas a causa de los escombros que La Torre de los Vientos se encargó de repartir a los cuatro vientos.
El Vaticano como ningún otro Estado en el mundo sabe que el misterio protege, aísla y separa. Ese misterio que empieza en los hábitos y las sotanas que partan y segregan y termina en los ritos musitados con medias palabras. El catolicismo está asentado en el misterio y su cuartel general debe ser capaz de guardar hasta el más vano de los secretos.
Pasado el caos inicial. Se procedió a socorrer a los heridos y velar en absoluto hermetismo a los muertos.
El máximo miembro de la inteligencia vaticana, solicitó al Cardenal Camarlengo, Eduardo Martínez Somalo, que se reunieran los integrantes de la Cámara Apostólica. Sebastián Ross se presentó ante ellos, luciendo el ropaje de los príncipes de las Iglesia. No pronunció un solo sonido hasta que el Camarlengo puso en conocimiento de los presentes que Su Santidad, Juan Pablo II, había nombrado hacía muchos años ya al jefe de sus espías, Cardenal In Pectore.
El jesuita argentino inició el relato y se fue percatando como todos y cada uno de los rostros de aquellos hombres que le habían entregado la vida a un Dios en el que confiaban y al que amaban, se iban volviendo máscaras a causa de la incredulidad, primero y el enojo, después.
La reunión dejó como saldo la puesta marcha de la operación Iscariote, cuyo primer paso estuvo a cargo del vocero de la Santa Sede, Joaquín Navarro Vals, quien dejó muy satisfecha a la prensa mundial acreditada en el Vaticano, con su explicación de que las explosiones habían sido el fruto de una perdida de gas en el edificio llamado la Torre de los Vientos Por motivos que se estaban investigando, se produjo una chispa que había desencadenado la tragedia.



Rafael Ferrara se alejó de Roma, oculto en un féretro que viajaba con destino a la provincia de San Juan, en la República Argentina.
La cantidad de dinero que tuvo que abonar el recién fallecido Papa, fue gigante; pero el servicio que incluía anestesia total era toda una garantía.
La amante de Rafael, llegó a la ciudad cuyana, por las vías normales. Dos días después de haber atravesado la tierra de nadie.



El espía argentino permaneció en el despacho que ocupaba para dirigir el espionaje pontificio, en todo momento desde que se habían calmado las aguas luego de la explosión. Estaba perturbado como no recordaba haberlo estado jamás en el pasado. Por un lado se había puesto en acción la operación, “Exequias”, pero por el otro, no tenía por donde empezar. Competía con un oponente que le llevaba años de cuidada ventaja.
La primera idea que tuvo la fue descartando casi al mismo tiempo que se iba gestando. Consistía en atacar a los cómplices. Algo poco manejable que le llevaría mucho tiempo y lo más seguro era que Ferrara hubiese ideado un mecanismo para mantener a su gente al tanto de todo, en caso de que surgiese cualquier problema.
Como siempre hacía cuando delineaba una operación, tal vez por haberlo aprendido de su mentor, el Padre Pasquale Macchi, comenzó a garabatear sobre un anotador, algunas estrategias posibles. Una hora más tarde y después de haber consumido casi medio centenar de mates, el cesto destinado a los papeles inútiles no tenía capacidad para más material a base de celulosa, ni tampoco para más yerba lavada.
Al igual que Benjamín Master, Sebastián Ross necesitaba una importante dosis de buena fortuna.
Se oyeron tres golpes en la puerta.
—Pase. — dijo el argentino, mientras agitaba la calabaza cubriendo la abertura con la mano para así poder iniciar una nueva sesión de sus amargos.
Las dos hojas de la puerta se desplegaron para permitir pasar a dos miembros de la Guardia Suiza, entre ellos se ubicaba, Su Eminencia Carlo, Cardenal Sabatini.
—Lo encontramos, en La Floreria. — anunció el más alto de los soldados pertenecientes a la fuerza creada por el Cardenal Juliano Della Rovere.
—Buen trabajo, Cabo. Yo me haré cargo.
—Lo que ordene, Monseñor.
Los hombres giraron sobre los talones, dispuestos a retirarse.
— ¡Ah! Cabo…De esto ni una palabra.
—Pierda cuidado, Monseñor.
Sebastián Ross dejó la silla que ocupaba para ir hasta donde Carlo permanecía parado, quieto y esposado. Sin mediar palabra le asestó un golpe en el centro de la cara, que hizo que el siciliano se tambaleara.
—Ahora, estamos parejos.-dijo y le retiró las esposas.
—Si…, estamos parejos.-repitió Carlo cual eco.
—Le esperan tiempos difíciles, Eminencia. Muy difíciles. Quien le dice y con suerte muera en el proceso.
—No si puedo evitarlo. — la voz del secretario privado y pariente del último Obispo De Roma era firme y del todo segura.
Ross regresó a su sitio e invitó a tomar asiento al prisionero. Carlo aceptó con mucho gusto, le dolía todo el cuerpo, dos días en La Florería producían ese efecto.
—He pensado mucho en todo esto—declaró el jesuita-y mientras más lo pienso, más me enfurezco.
—Lo hecho, hecho está.
—En eso estamos de acuerdo. El asunto es qué hacemos de aquí en más.
Ross hizo una pausa para volver a llenar el mate con agua caliente.
—Gusta uno de mis amargos, Su Eminencia. —ofreció el espía.
La espumante infusión no era lo que más le gustaba. Carlo, como buen italiano prefería el café, pero tenía tanto hambre y sed que aceptó en el acto. Se llevó la bombilla a la boca y sorbió.
—No sé si le dije que lo tomo amargo y muy, muy caliente.
Carlo ya se había enterado tanto de una cosa como de la otra.
A pesar de todo Ross no reprimió una carcajada al contemplar los efectos producidos por el mate en la cara del siciliano.
—Confió, en que su estancia en La Florería, espacio interesante si los hay en ésta ciudad, le haya venido bien para reflexionar.-Comentó todavía con algo de risa, que no quería abandonarlo.
La Florería es el lugar dentro del Vaticano en donde se almacenan, aquellos objetos que no se utilizan. Allí se encuentra la cama en la que falleció el Papa PabloVI, rodeada de una variedad infinita de cosas obsoletas.
—No tengo nada para reflexionar, lo único que me queda por hacer es esperar. Conozco como nadie a mi primo. No crea que un hombre como él se rendirá sin pelear. Le aseguro que no piensa dejar de lado su idea.
—Hábleme, de las ideas del Santo…, de Ferrara.
— ¿A cambio de qué? — Carlo se seguía mostrando arrogante y seguro.
—Le parece…, su vida y la de todos los suyos, haya en la isla. Eminencia. —ofreció Ross.


La leyenda de Cosme Ferrara, formó parte de la vida de Carlo Sabatini desde que podía recordar. Cada año, el gran hombre les hacía el favor de visitar a los parientes sicilianos. La tradición fue respetada por los hijos y más tarde por los nietos.
No se sentía feliz de recibir, aquella gente. No significaban nada para él. Le decían que eran sus tíos, sus primos que debía quererlos y honrarlos. Nada de eso ocurrió, Carlo no esperaba con ansias y mucho menos aún disfrutaba de las visitas anuales. Tampoco lograba explicarse por qué razón, todos los trataban como a dioses que se hubieran dignado descender desde el Olimpo.
Lo mismo que una película que hubiese visto hasta poder repetir los diálogos, antes que éstos sean pronunciados por los actores; el niño, primero. El muchacho, después; debía soportar una y otra y otra vez las historias de un personaje valiente que había luchado en la Gran Guerra, Un hombre decidido que no dudó en dejar todo atrás para cruzar el océano y así ofrecer a su familia una vida mejor. Un ser que había comenzado con nada y no se había detenido hasta tenerlo todo.
En esos interminables almuerzos, muchas fueron las veces en que Carlo deseo que Alí Ben Kadar, quien era presentado siempre como la personificación misma del Príncipe de las Tinieblas, hubiese resultado vencedor en la contienda que le costó la vida.
Odiaba a esas personas, más de lo que odiaba usar anteojos o visitar al dentista.
Cuando cumplió dieciocho años, los poderosos parientes de la Argentina que habían integrado a todos al negocio familiar, viajaron para no perderse la celebración de una fecha tan importante para Carlito, como lo llamaban. El joven aborrecía tanto o más que a sus anteojos o al dentista, el diminutivo.
Los obsequios fueron muchos y a pesar de todo el empeño puesto para conseguir que le desagradaran, estaba fascinado. Había libros de todas clases, sin duda comprados en las fabulosas librerías de Roma; ropa que podía pesarse por toneladas; un tocadiscos acompañado por lo último de lo último en música, según le había comentado con su poco interesante y forzada risa, la tía Constanza y el broche de oro lo constituía una cámara fotográfica Kodak y varios rollos de película. Todos estos presentes le harían pasar horas largas placenteras y de mucho aprendizaje. Pero el regalo más espléndido fue descubrir a Natalia. En el tiempo en que no se vieron, la muchacha se había despedido de las trenzas y ahora se mostraba como una jovencita que sin ser bella, era muy atractiva, con su vestido azul que prometía deliciosas formas por descubrir.
Fue entonces cuando Carlo, cuya sangre hervía cual caldera que es exigida a su máxima potencia, se prometió que en un plazo muy corto estaría disfrutando de tales delicias. Hasta es posible que me enamore, se atrevió a fantasear el siciliano que llegaría a ser parte del Sacro Colegio Cardenalicio.
Para Natalia el descubrimiento de su primo de tez morena, tenía ya varios años. El día del cumpleaños lo sorprendió más de una vez estudiándola con ojos famélicos y un calor que nunca la había visitado, no le dejó un espacio en el cuerpo sin recorrer.
La familia que había viajado por pocos días se fue quedando y así el verano fue pasando.
La relación que había comenzado de forma tímida y lenta, pronto fue apasionada y como era de esperarse entre primos, siempre furtiva. Una tarde Carlo talló en el tronco de un olivo, las iniciales de los amantes, con un cuchillo que robara de la cocina.
—Te amo, cara mía. Y es para siempre, lo prometo. — en la voz de Carlo había convicción, a pesar de que estaba diciendo una mentira.
Natalia estaba tan feliz, que creyó no poder soportarlo.
—Yo también te amo…, te amo…, te amo. — repetía la muchacha como si se tratara de una letanía.



El tiempo se encargó de sumarle cumpleaños, hasta que una tarde; Rafael Ferrara; quien era ahora un Obispo de muy grave semblante, lo mandó a llamar para convertirlo en su ayudante personal. Sin que Carlo tuviera ninguna noticia y valiéndose de las funciones que le eran propias, lo había ordenado sacerdote, construyéndole una carrera eclesiástica de cartón. Para cuando pudo ver a su primo vistiendo el hábito morado característico de los de su rango, todo estaba dispuesto para que fuera nombrado Vicario Episcopal.
Se desempeñó como auxiliar de Monseñor Ferrara durante lo que se denominó: sínodo sobre la formación de sacerdotes. Las intervenciones del argentino, fueron de una elocuencia tal, que Su Santidad le solicitó que se hiciera cargo de redactar las conclusiones del informe que debía entregársele.
Finalizada la asamblea de Obispos, Rafael Ferrara, no regresó a dirigir la diócesis en la cual se había desempeñado con mucha eficacia los últimos cinco años. Permaneció en la ciudad, formando parte de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas, cuyo función es organizar las celebraciones religiosas impartidas por el Sumo Pontífice.
Carlo llevaba un año trabajando con Monseñor Ferrara, cuando Robert Capriatti, el poderoso padrino de Nueva York, visitó la Ciudad Secreta y lo reclutó; convirtiéndolo en su Caballo de Troya.
No fue otro más que Carlo Sabatini, quien hizo posible que Ben Master, llegara a la provincia de Mendoza, en busca de un rastro que le permitiera cazar al sucesor de Juan Pablo II.


El mundo saludaba con alegría a un nuevo Papa, un alemán de setenta y tres años, llamado Joseph Groer. Rafael y Amelia, seguían los hechos que se vivían en el Vaticano por televisión.
—Es un buen hombre. Le ira muy bien. — comentó Rafael como hablando consigo mismo.
—A vos no te fue del todo mal. —declaró la mujer a su lado.
—No me puedo quejar. En eso tenés razón.
—Creo que ya es tiempo de que nos pongamos en movimiento ¿No te parece?
—Sí, de nuevo tenés la razón. Seguro que ya no debe quedarles mucha más paciencia. — reflexionó mientras en el balcón que tantas veces pisó, aparecía un hombre que lucía la sotana blanca y saludaba a la ciudad y al mundo levantando ambos brazos y riendo con evidente felicidad, a pesar de la dura tarea que tenía por delante.
En San Juan la pareja había comprado una sencilla vivienda ubicada en el Barrio 25 de Mayo, en la calle Holanda al seiscientos setenta y siete. A pocos cuadras del Auditorio de la ciudad, uno de los edificios que gracias a su acústica y belleza, es sitio obligado para los turistas a los que les interesa la música. Cada quince días, la Orquesta Sinfónica dependiente de la Universidad Nacional de San Juan, ofrece un concierto.
El matrimonio Sampietro, como se hacían llamar, tuvo noticias de las veladas musicales que se ofrecían viernes por medio y en la primera oportunidad se encontraron subiendo los diez escalones que comunicaban con el salón en donde se desarrollaban tales eventos.
—A falta de jazz. — se lamentaba Rafael, que se había dejado crecer la barba entrecana y tupida y usaba unos gruesos lentes que no tenían más aumento que un trozo de plástico.
En los años en que Rafael ocupara el trono de Pedro, se preocupó de extraer cantidades mensuales de dinero. Las cuales depositó a nombre de Simón Sampietro, en una cuenta bancaria secreta, tan secreta que tan sólo Amelia y él mismo tenían conocimiento de ella; en la sucursal que posee en las islas caribeñas, la Banca Nazionale del Laboro. Con el capital acumulado más los intereses les sería posible tener un pasar de cinco estrellas por el resto de sus vidas. Pero para poder disfrutarlo era indispensable estar vivos. Eso no sucedería si Rafael no cumplía con la palabra empeñada.
— ¿Cómo les habrá ido a Carlo y a Natalia? Estoy, terriblemente preocupada. —dijo con mucha sinceridad, Amelia, que quería a Carlo y adoraba a su cuñada.
—Habrá que tener paciencia y seguir esperando. Ya aparecerán.
La pareja siguió mirando lo que mostraba la televisión, mientras tomaba café.


Después de separarse de Amelia, Natalia según lo planeado se registró en el hotel Fawlty Towers, un sitio limpió y barato, que ofrecía salón comedor, televisión y hasta un balcón con muchas plantas por diez euros la noche. Ofertó el doble por una habitación privada con teléfono. El hábito había desaparecido y una larga peluca hecha con cabello rubio natural, disimulaba su cobrizo y difícil de olvidar tono. Pagó una semana por adelantado. Los dos primeros días, no abandonó la habitación. Se distrajo mirando algunas películas viejas y habló mucho por teléfono. En la tercera mañana entró en una farmacia, una óptica y por último en un comercio que vendía artículos fotográficos e informáticos. Todas las compras las hizo en efectivo.
Gracias a la farmacia, el cabello se le volvió tan oscuro como el de su abuela. Gracias a la óptica tenía unos bonitos ojos verdes. Gracias a la moderna cámara digital, una SONY, de aspecto profesional que sacaba fotos tipo carnet, consiguió una nueva cara para los dos pasaportes que la acompañaban. Uno la identificaba como Soledad Escurra, madrileña. El otro le pertenecía a Michelina Fonseca, nacida en el oeste de la República Argentina. La computadora personal era una Hewlett-Packard de última generación, del tamaño de un libro grande y bastante delgado.



Era una de esas mañanas en las que el calor se soporta ayudado por la ropa liviana y algo fresco a mano para tomar. Rafael Ferrara contaba con todo, llevaba una camisa blanca muy fina y unos bermudas color caqui. El atuendo se completaba con una sandalias del estilo de los franciscanos. La cerveza esta inmejorable y el maní, pasaba la prueba con holgura.
Había elegido, de los tres cafés que se ubican en fila india frente a la plaza 25 de Mayo, el del medio. Intentaba despejar la mente de lo que lo estaba apretando como prensa de carpintero, cumplir con el compromiso que había adquirido con las Familias. Debía presentar una excelente propuesta o de lo contrario toda su vida no habría tenido sentido.
Cuando sobrevino la catástrofe disuadió a los jefes para que aceptarán una compensación de cuatro millones de euros por los perjuicios ocasionados y se comprometió a encontrar una manera de continuar con la asociación que había dado comienzo en Castelgandolfo.
Acababa de comprar la nueva novela de Ian McEwan. Ésta lo atrapó de inmediato, haciendo que al menos por algunas horas dejara de preocuparse.
Cerca de las dos de la tarde, seis vasos de cerveza se amontonaban sobre la mesa. El lugar estaba repleto y los mozos a pesar de moverse como si fueran pulpos, no daban abasto.
Cerró el libro, agradeciendo el buen momento que el autor de “Amor perdurable”, le había hecho pasar, otra vez. Sin proponérselo el novelista británico le estaba señalando el camino que le permitiría salir de la trampa. Ahora, podía ver mucho más claro. La solución no estaba en seguir los pasos que habían caminado su padre y su tío.
Todavía no alcanzaba a comprender qué había salido mal. Natalia era una profesional de primera línea, que había dedicado mucho tiempo y esfuerzo, para fabricar una droga que no pudiera ser olfateada por los perros y que mostrara el semblante de una noble aspirina.
Lo que la historia dejaba claro era, que hasta los planes mejor elaborados pueden fracasar. Sentando en ese café, a miles de kilómetros de donde estuvo tan cerca de tener todo por lo que había estudiado y hasta asesinado, decidió dejar de lado el mundo de los narcóticos; la familia tenía gente ocupada en el tema y no les iba para nada mal. Él, que se propuso y lo había logrado, sentarse en el trono de Pedro, pretendía trazar un rumbo nuevo.
Los clanes del mundo, por un precio justo, le habían renovado el voto de confianza.
En los días en que vivían, y así lo planteaba McEwan con mucha eficacia, la amenaza tenía la cara del terrorismo y de la inseguridad urbana. De uno y otro lado se hacía necesario tener poder de fuego. Unos para atacar, los otros para defenderse.
Pagó la cuenta, adosando una estrafalaria propina. No podía darse el lujo de estar cien por ciento seguro, pero sí, de creer que tal vez había dado con la punta del ovillo, le restaba tan sólo desenrollarlo despacio, para que no se enredara.
Le hizo señas a un taxi. Se subió al lado del conductor.
—Holanda 677, por favor. — indicó Rafael Ferrara.
El hombre tras el volante puso la primera y aceleró.
El teléfono celular, dejó oír la música de la serie de televisión, “Misión imposible”.

Carlo dijo todo lo que Ross quería saber y Anatoly Sergéievich Krunoslav, no había sabido responderle. Le habló de toda la historia desde el comienzo, de Natalia y del hijo que ambos tenían y también entero al jesuita de la desgracia en la que había caído Rafael Ferrara,.a causa de manos aún desconocidas.
Para cuando Amelia y su esposo se aprestaban a firmar el contrato de compra-venta que los convertía en los flamantes propietarios de una vivienda en la capital sanjuanina, Carlo Sabatini había dejado de ser uno de los Príncipes de la Iglesia, no obstante permanecía en el Vaticano a la espera de que Natalia lo contactara. Esa espera se prolongaría por dos meses, pero Carlo no dudaba en que se comunicaría. No podía dejar de hacerlo, después de todo tenían una vida y además estaba Rocco, su hijo de dieciocho años.
Rocco Sabatini, había heredado los ojos y la nariz de Carlo y el cabello, la boca, así como la mirada y el temperamento eran los de su madre, a la que amaba como a nadie en todo el mundo.
El muchacho había tenido una existencia, que se podía catalogar sin temor a equivocarse como muy interesante. Los días se le habían ido acumulando un poco en Erice, en Sicilia, otro poco, en la Argentina, con sus abuelos en Mendoza y el resto en el Vaticano. Como todo miembro del clan Ferrara estaba enterado de la verdad hasta en todos los aspectos.
Ahora, solo en una de las tantas habitaciones del Palacio Apostólico, con la Guardia Suiza, rígida frente a la puerta, que se abría en el momento en que le traían los alimentos y nada más, Carlo, recordó a su hijo, recordó a Natalia y entonces lloró.
Lloró para dejar escapar un dolor que lo acompañaba desde que era un niño y había descubierto un sentimiento, al que mucho después pudo ponerle el título de resentimiento. Lloró por no haber sido capaz de darse cuenta que le había tocado lo que ha unos pocos, una buena familia que lo quería y le ofrecía un lugar de privilegio y por sobre todas las cosas, lloró por no haber conseguido enamorarse de Natalia.
Con la tranquilidad que le proporcionó el llanto, pudo pensar con más calma y no le quedó otra salida que reconocer que había sido un idiota. Lo había tenido todo y lo había dejado escapar como si fuese agua entre los dedos. De no haber sido tan ambicioso, habría podido huir siguiendo a Rafael y hoy no sería un miserable traidor, pero de nada le valía lamentarse, el daño estaba hecho y no podía volver el tiempo atrás.
Tarde o temprano su primo llegaría a la verdad y entonces todo habría terminado para él. La única esperanza que quedaba era Rocco, quizás en honor al profundo amor que se tenían tío y sobrino, el gestor de la operación Urbi et Orbi, mostrara una pizca de piedad.
Carlo esperaba como el que espera cada semana para ganar la lotería, pero en el fondo sabe que no tiene posibilidad. En el fondo, Carlo Sabatini, sabe de sobra que Rafael Ferrara no conoce la piedad.
No pensó en intentar huir, puesto que era algo irreal, tanto como caminar sobre el agua. La opción más razonable, era permanecer cerca del jefe de los espías. Colaborar para que pudiera alcanzar el triunfo y después esperar que le tuviera piedad. En el fondo, Carlo Sabatini, sabe de sobra que Sebastián Ross no conoce la piedad.

El sargento de guardia, abrió la puerta.
—Pase, Hermana. — dijo.
La monja entró llevando una bandeja que Contenía ravioles con salsa portuguesa y un suculento trozo de estofado. Había además un recipiente de vidrio con queso parmesano.
—Espero que le agrade, Su Eminencia.
La mujer no conocía los últimos acontecimientos y para ella, seguía siendo un Cardenal, un miembro de la Curia romana.
—Seguro que así será, hermana. Muchas gracias.
—Enseguida regresaré con el vino. No me atreví a traerlo sobre la bandeja. — se disculpó la religiosa.
—No sé preocupe, no tengo apuro.
No se había ausentado ni cinco minutos, cuando la monja volvió a cruzar la puerta de la habitación en donde, según sabía descansaba el Cardenal Sabatini, quién había recibido un terrible golpe durante la explosión, que le había fracturado ambas piernas. Dejó la jarra con vino tinto, deseo que la salud de Su Eminencia se restableciera pronto, como lo hacía en cada una de las ocasiones en que traía o retiraba la comida y salió.
El teléfono celular sonó, sobre la mesa de luz. Antes de responder, Carlo llamó al centinela.
—Busque a Monseñor Ross. — dijo.
El guardia pareció dudar en dejar su puesto.
—Ahora. —lo conminó Carlo— No voy a ir a ninguna parte. — le señaló las piernas enyesadas.
El guardia obedeció. El celular seguía sonando.
Habían pasado dos meses desde que las campanas fúnebres por el Papa Rafael, se dejarán oír desde el Vaticano hacía todo la ciudad y al mundo entero.
Con el primer sonido que se escapó desde el Arco de las Campanas, la operación “Exequias”, dio inicio.
El Cardenal Chambelán, ciñéndose a lo que le ordenaron, entró en las habitaciones del Sumo Pontífice, comprobó en compañía de un médico que había muerto y procedió a quitar del cuarto dedo de una mano derecha que no encontró, un anillo que no estaba. Los Cardenales presentaron sus respetos a una cama vacía y en seguida las habitaciones fueron cerradas y selladas. Los príncipes acompañaron a un muñeco de los que se muestran en las vidrieras de los comercios de ropa, que vestía todo el atuendo pontificio, hasta la Capilla Sextina. La Guardia Suiza trasladó un ataúd repleto de piedras, hasta la Basílica de San Pedro. La capilla ardiente se llevó a cabo con el féretro cerrado, según lo difundieron todos los medios, esa era la última voluntad del Santo Padre. Los fieles desfilaron durante tres días para despedir al Papa Tranquilo. A los pies del féretro se colocó un cilindro metálico, el que debía contener el certificado de defunción, vacío. Las tres bolsa de terciopelo rojo que se suponía tenían que guardar monedas de oro, plata y cobre; una por cada año de su pontificado, se encontraban tan huecas como el cilindro. El Chambelán selló el ataúd, bajo la vigilancia de la Guardia Suiza. El féretro fue bajado a la cripta de San pedro y depositado en el nicho construido para el Papa fallecido.
Dos semanas más tarde el cónclave se reunió y al anochecer del primer día, Roma contaba con un nuevo obispo



Natalia apagó el televisor del quinto hotel en el que se alojara desde que había empezado a escapar. Al fin todo estaba listo para partir. En dos días, estaría otra vez besando y abrazando a Rocco.
El timbre del teléfono quebró la calma de la habitación.
—Pronto. — dijo
—El taxi la espera. — anunció el conserje.
—Voy en un minuto. Gracias.
Revisó el cuarto para comprobar que no olvidaba nada. Se sentó por última vez en la cama, con el celular en mano y con el pulgar oprimió rápido los botones.
El tono de llamada apareció más de diez veces.
—Por fin, amor. — fueron las primeras palabras de Carlo.
— ¿En dónde estás? ¿Cómo estás?
—No te preocupes, todo salió muy bien. Estoy en Erice.
—Me alegro, te extraño y espero que podamos vernos muy pronto.
— ¿Todavía estás en Roma?
—Sí, pero no por mucho. Estoy a punto de salir para el aeropuerto. Me voy a Mendoza. — no había terminado de decirlo y ya estaba arrepentida.
—Por favor, mantenme al tanto de todo y da un gran abrazo a Rocco, por mí.
—Seguro que lo hago, hasta pronto. Cuidáte mucho.
—Te amo, Natalia.
La mujer ya no estaba para escucharlo.
En el trayecto hasta el Aeropuerto Internacional Leonardo Da Vinci, no se sintió lo tranquila y feliz que debería estar. Algo no andaba bien. Carlo jamás se refería a su pueblo como Erice, siempre lo llamaba casa. Si todo estuviese en orden tendría que haberle dicho estoy en casa.
Una vez en el aeropuerto, buscó el mostrador de LAN, presentó el pasaje y el pasaporte español. Entonces fue cuando los vio. Se habían movido más rápido que la luz, pero no eran todo lo profesionales que pretendían ser. No hay que olvidar, pensó la hija de Vicente Ferrara, que los mejores han muerto.
—Su vuelo tiene diez minutos de retraso. — le informó el empleado en un pasable español.
—De todos modos no tengo prisa. — respondió Natalia acompañando el acento castizo con una sonrisa.
Dejó el mostrador y se dirigió a un quiosco de diarios y revistas. Los cuatro miembros del S.P., no la perdieron de vista. Compró un número de Cosmopolitan y una novela de bolsillo de Italo Calvino. Se ubicó en la sala de espera, desde donde podía observar casi todo el lugar.
Mirando la espalda de una mujer gorda, cargada de bolsos y paquetes, estaba uno de los agentes del contra espionaje vaticano.
— ¿Qué vuelos están a punto de partir? — preguntó cuando estuvo frente al empleado de la aerolínea chilena.
—Tenemos dos, caballero. Uno sale en escasos cinco minutos, con destino al Distrito Federal de la ciudad de Méjico y otro parte en una hora con rumbo a Lisboa.
Utilizando documentación falsa, obtuvo dos lugares en primera clase para el vuelo a Méjico.
La fila había crecido, mientras el sacerdote realizaba los trámites para conseguir pasaje. A dos personas del final, estaba otro agente.

—Lisboa. — dijo el primero al pasar al lado del segundo.
En el aeropuerto había muchos policías, aunque ninguno parecía estar interesado en ella. La pantalla le indicó que podía dirigirse a la zona de embarque.
—Todo está en orden, que tenga buen viaje. — le dijo la empleada de la aerolínea que recibía a los pasajeros.
Natalia caminaba por el túnel de embarque, con el alivio del que a completado un examen y sabe que lo ha hecho bien. El final del pasillo estaba cerca.
—Espere, señora. Por Favor, espere.
La voz a su espalda la paralizó. Los S.P., debían haber dado aviso a la policía del aeropuerto, inventando alguna historia. En ese campo, sí eran profesionales.
Giró despacio, esperando lo peor. Pensó en su hijo y en las ganas que tenía de abrazarlo. La empleada corría en su dirección. Dos hombres con trajes negros y maletines la secundaban. No podían ser otros que la INTERPOL. Estoy perdida, casi pronunció.
—Se le ha caído esto. — dijo la muchacha, aún sin aliento, y le extendió la revista que había comprado.
Los personajes de riguroso negro, pasaron junto a ellas, sin mirarlas si quiera. Pidieron permiso y continuaron el camino hacia la aeronave.
—Un millón de gracias, querida. No sé en dónde tengo la cabeza. — comentó la hermana de Rafael Ferrara.
—No se preocupe y feliz vuelo.

Lo que había sido una leve sospecha. Ya era una realidad tangible. Natalia ferrara, llegaría a Mendoza de un momento a otro y con algo de suerte, también su hermano. Benjamín Master, abandonó el locutorio en donde había chequeado su casilla de correo electrónico, lamentando con todo su ser el mandato que acaba de leer; debía conformarse con un triste rol de observador, después de todo el trabajo que tanto su gente como él mismo habían realizado, sólo podrían mirar y esperar.
Estaba cayendo la tarde y se había prometido escuchar la banda de jazz ¿Cómo se llamaba? ¡Ah! De repente lo recordó, era un dúo y se hacía llamar, “El Sosías”. Subío al Peugeot 307, azul metalizado, que había alquilado y dirigió el vehículo hacia la Plaza Independencia. Eran las siete de la tarde; todavía tenía bastante tiempo.



—Estoy en el D.F. — contaba Natalia a su hermano, que viajaba con rumbo a su casa— En dos horas hay un vuelo, que llega a Ezeiza a las cuatro de la tarde, hora argentina.
— ¿Está todo bien?-preguntó Rafael Ferrara.
—No, nada bien. Creo que Carlo está en problemas. Además el primo Pío ha viajado conmigo.
— ¿Ross?
—Y quién si no.
—No te preocupés. Yo me hago cargo.
— ¿Qué debo hacer?
—En principio, no vayás a casa. Pregunta en el hotel Hyatt por la Tía Michelena. El domingo a la tarde, nos encontramos en la Plaza frente al Nacional ¿Te acordás del Cornelio Moyano?
—Sí, nos vemos ahí. Besos para Amelia
La comunicación término.
—Está bien, me quedo por acá nomás. — dijo Ferrara. — ¿Qué le debo?
—Tres pesos, con veinticinco.
El pasajero entregó un par de billetes de dos pesos.
—Guarde el cambió.
—Muy amable, señor.
Estaba en la entrada del Auditorio. Se entretuvo mirando a un grupo de chicos que bajaban las escaleras cargando estuches de instrumentos musicales.
—Buenas. — lo saludó un muchacho, que llevaba un largo estuche negro.
—Qué hacés, Martín. ¿Y cómo va esa música?
—Tirando…, tirando nomás. Nos vemos, Don Sampietro.
—Chau Martín y no le aflojés al trombón.
Siguió con la vista a los chicos y chicas que se alejaban. Los conocía a todos, eran miembros de la Orquesta Filarmónica Juvenil. No pudo dejar de pensar, que si las cosas hubiesen sido de otra manera, le hubiera gustado estudiar el clarinete.
Llegó hasta el negocio de la esquina, un quiosco al que en los últimos días le habían anexado fotocopiadora. Deslizó varias monedas de cincuenta centavos por la ranura del teléfono público. Marcó un número que sabía de memoria. La persona que buscaba lo atendió casi de inmediato, era Jesús Domínguez, la cabeza de la mayor familia del crimen del país azteca.
Rafael Ferrara contó lo sucedido y solicitó apoyo para Natalia, estaba seguro que Domínguez no le lo negaría.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, los hombres del S.P. eran individualizados, gracias a una señal de Natalia, nunca abandonaron el aeropuerto.


El jet privado Hawker 731, aterrizó en el Aeropuerto Internacional Francisco Gabrielli. Nadie esperaba por sus ocupantes. Los trámites se completaron con prontitud. Las ventajas de la inmunidad diplomática.
Carlo Sabatini y Sebastián Ross, quien no había pisado su provincia natal en más de treinta años, se alojaron en un piso franco propiedad de La entidad, en la calle Gutierrez, frente a la Plaza Chile. El apoyo, de ser necesario, sería prestado por agentes que estaban en la ciudad, trabajando en el Arzobispado. Desde el primero al último, estaban muy alertas y a la espera de la señal convenida para ponerse en movimiento.
Cuando Sebastián Cardenal Ross, lo dejó solo y encerrado, para ir en busca de alimentos y algunos otros productos para vivir un tiempo, Carlo estableció contacto con la Familia Capriatti. Estaba tranquilo, por que de alguna forma había alertado a Natalia, la que sabía podría volcar la balanza a su favor.
Eran las seis de la tarde del domingo. Hacía mucho calor y decidió darse una ducha. No había mucho más para hacer.


Benjamín Master, miraba el afiche en blanco y negro, y sonreía. Le pareció que ese nombre era muy acertado, ya que los que aparecían en la imagen tenían un gran parecido. Entró en el museo, saludó al guardia de seguridad que se sentaba detrás de un mostrador semicircular y bajó las escaleras.
Se encontró con un lugar fresco y muy agradable. A la izquierda de los escalones, esperaba un piano se media cola, a su lado un atril, de los que utilizan los músicos para acomodar las partituras; metálico y pintado de negro, que se enfrentaba con un banco bajo de madera, que lucía un tapizado de tela marrón, que hace ya mucho, mucho tiempo había sido nuevo.
Ubicadas de forma paralela, al piano, el atril y el banco; se veían varias hileras de sillas plásticas de color verde, para el público. Todavía no había mucha gente, con excepción de las dos señoras que estaban en la primera fila.
Master recorrió la muestra. Era de un fotógrafo. Se trataba de una serie de desnudos femeninos, titulada, “Curvas Peligrosas”, el artista firmaba: SG.
Cinco minutos antes de las veinte, fue a buscar un lugar en la última fila. Fue ahí cuando la suerte, que tanto había invocado, le tendió la mano.
Natalia ferrara, muy morocha, pero Natalia al fin, bajaba los escalones y se sentaba cerca del piano.
El enviado de los Capriatti, dejó la silla y con calma salió a la superficie. Una vez sobre la plaza, se encamino hacía el teléfono público, que estaba a un lado de la escalera de ingreso. Entre quince y veinte minutos después, ordenaba:
—Entren en parejas. Ubíquense bastante separados y esperen.

La segunda llamada fue respondida por Paul Capriatti, quien se contactó con Carlo y éste desvió la información a Ross.


—Quedáte tranquilo y dáme todo, por que te boleteo, viejito.
—Viejito, las pelotas.
Rafael Ferrara se volvió para poder abrazar a su sobrino del alma.
— ¿Qué hacés y tu vieja?
—Ya está adentro del museo. Hoy actúa un dúo de jazz, dicen que son muy buenos. Mamá me pidió que los esperara.
El muchacho abrazó a Amelia.
—Cada vez estás más grande. Debés tener un montón de novias ¿No?
—No tantas como me gustaría, te lo aseguro. En realidad hablando en serio, ninguna. Para que te voy a mentir.
—Tené paciencia, ya aparecerá, la mujer de tus sueños.-dijo y abraza a su mujer.
—Eso espero, eso espero, tío.
Rafael Ferrara estaba inmensamente feliz de reencontrarse con su sobrino y con Natalia. La propuesta le pareció muy original y atractiva. En un momento durante el espectáculo, el saxofonista interpreta una suerte de preludio, para acompañar el recorrido de su hermano que sombrero en mano, solicita una colaboración de la gente. Cuando el pianista estuvo al lado de Ferrara, éste dejó caer en el sombrero un billete crujiente de cincuenta pesos.
Al concluir el show, se acercó para saludar a los músicos y cruzar algunas palabras con ellos. Conversaron sobre estilos, temas y recordaron algunos grandes como Miles Davis y su versión de “Someday My Prince Will Come”. Antes de irse compró los dos discos compactos de los hermanos mellizos. Estaba de verdad encantado.
—Atrás de los discos, tiene nuestra dirección de correo, por si quiere hacernos algún comentario. — ofreció el pianista.
—Como no, con mucho gusto.
Cuando Ferrara subía las escaleras con rumbo a la salida, el saxofonista que ya estaba inmerso en limpiar su instrumento, comentó:
—Oiga, nadie le ha dicho nunca que sin la barba y los anteojos, se parecería mucho al Rafael, el Papa.
—Sí, quedáte tranquilo, que me lo han dicho y no una sino varias veces. —contestó como si estuviese harto de la confusión.
Amelia, Rocco y Natalia, lo esperaban en la plaza, cerca de la fuente. Eran pacientes. Sabían que cuando de jazz se trataba había que serlo. Con la alegría de volver a estar juntos, no se percataron de todos los ojos que los acechaban.
—No debemos hacer nada más que observar y seguir el rastro. — dijo Ben Master a su gente.
Rafael se reunió con su familia. Se había hecho de noche. Una típica noche de verano mendocina.
—Los invito a cenar, tengo novedades. — anunció.
—Genial ¿A dónde vamos? — declaró Rocco repletó de entusiasmo.
— ¿Qué tal una buena parrillada completa? — propuso Rafael.
—Excelente. —le respondieron a coro.

Caminaron unas tres cuadras por la Avenida Sarmiento hasta encontrar una mesa vacía en uno de los tantos restauran con parrilla que hay en esa zona. A pesar del calor, prefirieron cenar adentro, en el salón. La comida dio comienzo con unas entrañas increíbles, acompañadas por chorizos, morcillas y ensalada mixta de lechuga, tomate y cebolla. Aparte Rocco y su tío pidieron una ensalada rusa con mucha mayonesa, los enloquecía. Tomaron vino y comieron mucho pan.
Comieron, charlaron, recordaron y rieron. Una hora mas tarde, luego de las mollejas, los chinchulines y unas deliciosas brochetas de riñón, con pimientos y cebolla; le tocó el turno a los postres. Todos disfrutaron de copas heladas, menos Rafael que optó por el queso con dulce.
Nadie se podría haber imaginado, que ese hombre que se mostraba todo lo contento y feliz que alguien puede estar en una cena familiar, soportaba una enorme carga. La pesada carga que suele acompañar a todo personaje poderoso.
—Por favor, sigan charlando como si nada. — pidió Rafael fijando la vista en la entrada del local.
— ¿Pasa algo, amor? — se preocupó Amelia.
—Sí, que pasa. Rocco paráte y anda para el baño. No salgás por nada del mundo. Escuchés lo que escuchés.
—Lo que vos digás, tío. — obedeció el muchacho.
Natalia sentada frente a Rafael y de espaldas a la entrada, no soportó más y giró para ver que pasaba.
—Santo Dios. — exclamó por poco en un grito y se tapó la boca con una mano.
Sebastián Ross y Carlo eran acompañados hasta una mesa para dos a pocos metros de la que ellos ocupaban. El espía argentino, que dirigiera el Russicum, inclinó la cabeza a modo de saludo, con un aire de triunfo que le llenaba el rostro.
—Sin hacer el menor quilombo, se paran y se mandan a mudar. — ordenó Rafael a las mujeres.
— ¿Estás loco? —Amelia no pudo disimular el miedo que la había apresado.
—Esto es asunto mío. Se paran y se van, les dije, carajo.
—Creo que eso va a ser lo mejor. — comentó Natalia, apoyando una mano sobre el hombro de su cuñada-Salgamos, todo va a salir bien.
—Pero, como…
—Ya me oíste. — la frase no contemplaba el derecho a replica.
—Cuidá a Rocco, por favor. —pidió Natalia.
—Andá tranquila.
Mientras iban hacia la calle. Natalia miró a Carlo. El siciliano levantó las cejas, como queriéndole pedir disculpas y quedó desconcertado por el frío que encontró en los ojos de la mujer. La menor de los Ferrara tenía el rostro lo mismo que la piedra, cuando llegó a la vereda.
Master y su grupo habían seguido los acontecimientos desde los autos, estacionados frente y cerca del restauran. Al ver aparecer a Natalia, junto a su cuñada, el hombre que manejaba el Peugeot azul metálico con Master a su derecha, quiso intervenir.
—No. — lo detuvo, Master.
El hombre no se movió.



—Mi querido Carlo, Su Eminencia. Déjenme decirles que es un placer enorme, encontrarlos aquí. — ironizó Rafael, al tiempo que acercaba una silla.
—Si me disculpan, caballeros, tengo que ir al baño. Es algo de suma urgencia. — declaró Carlo.
Ross no se preocupó, el lugar estaba rodeado.
Cuando los compatriotas quedaron a solas, se observaron como dos púgiles a punto de hacer chocar los guantes.
— ¿Ha venido a llevarme, Eminencia? — Preguntó, sólo por romper el silencio Rafael.
— Te equivocás. He venido a matarte, pedazo de hijo de puta.
— No entiendo por qué razón le habla así a un amigo. Por que eso fuimos en algún tiempo…
— Mí amigo no eras vos. Se trataba de otro hombre, uno a quien creí conocer y al que respetaba y por eso obedecía. Vos me das asco y te juro que te está no zafás.
— Como guste, Eminencia. Pero creo justo advertirle que tengo planes y usted, ya me ha molestado bastante.
— Te lo repito, te está no zafás, así que despedite.
— Espero que esté equivocado. Créame cuando le digo; que sinceramente, así lo espero.
Carlo volvió del baño y al sentarse, por accidente dejó caer un tenedor, se agachó para recogerlo.
— Yo me encargo, primo. Te puedes ir tranquilo. — anunció Carlo.
— Sabía que Rocco no me podía fallar, carajo; lo sabía. — dijo exaltado Rafael— Hasta pronto, Eminencia y muy buen provecho.
— Por qué no le decís a tu Santo Padre, que afuera lo está esperando la gente de Don Capriatti. — dijo Ross sin importarle el arma que lo encañonaba bajo la mesa.
Aquellas palabras fueron para Rafael Ferrara, lo mismo que un golpe en medio del estomago.
— De qué hablás, cabrón. — dijo levantando la voz y dejando de lado su irónica postura.
— Preguntále a tu primito de que hablo. Que te lo cuente él.
— ¡¿Me vendíste?! ¡ A mí, a quien te dio de comer toda la vida!
— Perdonáme, fui un idiota. No quería ser un segundón para siempre. Quería progresar, quería ganar, aunque fuera por una vez.-Carlo se mostraba sincero por primera vez en tantos años.
— Te juro que te voy a hacer pagar. Te lo juro. — Rafael escupía odio con cada sílaba.
— Señores por favor, tranquilos. Por favor los invito a mirar en el fondo del salón.-dijo Sebastián Ross.
Rocco venía hacia ellos con cara de disculpas. Dos hombres lo escoltaban.
— Pagá y vamos. — ordenó Ross, mirando a Rafael.
Ya en la calle, el responsable de los servicios secretos del Vaticano, fue al encuentro de Ben Master. Al verlo venir, éste se bajo del auto. Cruzaron dos o tres frases y acto seguido Master indicó con un gesto a los conductores de los otros dos vehículos que se retiraban. Saludó con un firme apretón de manos al argentino, subió al auto y todo terminó. No tenía nada más por hacer allí.

Unos minutos pasaron hasta que apareció una camioneta Ford Transit, negra y sin ventanas. Uno de las personas que acompañaba a Rocco, abrió la puerta trasera, un segundo después gritó de dolor y cayó al suelo.
— Cubránse. — aulló Ross, corriendo a rescatar al agente herido.
Aprovechando el instante de confusión, Carlo se abalanzó sobre el segundo guardián de su hijo, lo obligó a perder el equilibrio y después lo golpeó en la cara repetidas veces, hasta que estuvo seguro de que sangraba y no se levantaría.
— Corré Rocco. Corré, hijo. — dijo, todavía sobre el operativo de La Entidad.
Rocco se dio a la carrera y Rafael lo siguió sin dudar.
— Es mío. — alertó Ross y se fue tras la presa.
Carlo trataba de ponerse de pie, cuando un intenso dolor le quemó el hombro derecho, por un acto reflejo, llevó la mano izquierda a la zona afectada y descubrió que sangraba.



Rocco corrió por unas cuatro o cinco cuadras, luego se detuvo, nadie lo seguía. Volvió sobre sus pasos caminando con mucha calma.
Rafael Ferrara alcanzó rápido la calle Chile, se internó en la plaza y la atravesó, yendo hacia la calle Rivadavia. En la puerta de la Escuela normal, había un ómnibus con un gran número cinco pintando en el frente, levanto los brazos para que el chofer lo esperara y un segundo más tarde estaba sobre el rodado. Su perseguidor sin una gota de aire en todo el cuerpo, se atravesó frente al largo vehículo de color verde, obligándolo a detenerse de golpe. Subió.
— ¿Qué hace, está loco? — lo increpó el conductor.
— Disculpe, estoy atrasado. No podía esperar el otro.



— Que suerte que sos vos. — se relajó Carlo.
— Sí; es toda una suerte. — dijo Natalia y le disparó por sobre la rodilla izquierda.



Natalia se sentía plena. No cabían dudas de que su trabajo estaba siendo reconocido y la prueba no era otra más que los muchos millones que las Familias acumulaban gracias a su talento. Pronto la producción estaría en manos de terceros y ella podría regresar a sus pasiones, la investigación y la creación de sustancias. Una sola cosa empañaba el excelente momento que atravesaba. Carlo no estaba bien, algo le preocupaba. Lo había percibido por primera vez, durante la reunión en Castelgandolfo. Tenía que saber qué era lo que lo tenía así. Estaban cada vez más lejanos y eso era algo que no podía soportar. Se prometió estar alerta, hasta dar con la causa del conflicto.
Como lo había hecho durante todo el proceso que culminó con la obtención de la aspirina Ferrara, cada noche entraba en el laboratorio, descolgaba el guardapolvo que la esperaba con ansias detrás de la puerta y luego de abrocharlo, la primera regla a la que debe ceñirse un científico, se confundía entre tubos de ensayos, vasos de precipitación, probetas, embudos de decantación y mecheros. Se preparaba para dar inicio a la faena cuando se percató de un hecho del todo inusual. La puerta que comunicaba el laboratorio con la habitación que solían utilizar Rafael y Amelia para sus momentos, estaba abierta. En los años que llevaba viviendo en la Ciudad Secreta, había luchado mucho por ganarle a la curiosidad que sentía por saber cómo era ese rincón del mundo de su hermano, pero era una mujer de ciencia, se dedicaba a investigar y la posibilidad de conocer más allá de las posibilidades le atraía como ninguna otra cosa en el universo.
Dudó, hasta que su espíritu escudriñador venció a la prudencia. La habitación era ni más ni menos la que se puede encontrar en cualquier hotel cinco estrellas de las grandes capitales. Una gran cama gobernaba la estancia. A los pies de está se ubicaba una suerte de banco en donde se acomodaba la ropa. Las mesas de luz hacían juego con el lecho. En cada una se erguía un velador, sencillo, pero de muy buen gusto. Sin duda una elección de Amelia, adivinó Natalia. También había un televisor y un reproductor de películas digitales y claro está un fabuloso centro musical y muchos discos de jazz. En otra sala más pequeña estaba un baño, que contaba con una moderna bañadera de hidromasajes, y con todo lo que se suponía que debía haber en un espacio como ese. Al lado del baño Natalia encontró la gran sorpresa. Una habitación que daba la impresión de haber sido montada por personal de la C.I.A. Pudo ver una sofisticada computadora. Una impresora, un scanner y sobre la pared una pantalla de plasma de dimensiones impensadas. Miraba todo eso como lo debe haber hecho Alí Baba al entrar en la cueva de los cuarenta ladrones, cuando algo le hizo dar un salto.
Desde alguna parte llegaba la música de la serie de televisión, “Misión Imposible”. El teléfono celular, tan pequeño y sofisticado, que daba la impresión de haber sido en realidad un producto escapado del exitoso programa, estaba dentro del cajón de una de las mesas de luz, la de la izquierda. Natalia lo sostuvo por un momento esperando que dejara de sonar, como no lo hizo respiro hondo y oprimió el botón para dar inició a la comunicación.
— Hable. — dijo
— Le estamos llamando de la Banca Nazionale del Laboro, para confirmar sus últimas transacciones.-anunció la voz de una mujer al parecer joven, con un bonito tono centro americano.
— En este momento, el señor no se encuentra. Habla su secretaría privada.-arriesgó Natalia, aguijoneada ya por una sospecha que no quería aceptar.
— Por favor señorita, si es usted tan amable comuníquele al señor Sampietro, que es necesario que nos envié la contraseña de seguridad. Es un procedimiento que él conoce y sin el cual nos vemos imposibilitados de acreditar los fondos.
— No estoy informada de cuando regresará el señor Sampietro y como se habrá podido dar cuenta, ha dejado olvidado su teléfono celular. Hasta cuándo tiene tiempo de realizar la confirmación.
— Debe hacerla antes de veinticuatro horas, señorita.
— Muy bien. No sé preocupe que yo le informaré, en cuanto llegue.
— Ha sido muy amable, señorita. Buenos días.
— Buenos días. — repitió Natalia.
Dejó en donde estaba el teléfono

— ¿Qué hacés acá? — preguntó Amelia
— Disculpáme. Ví que la puerta estaba abierta y la curiosidad pudo más.
— Vos ya sabés lo que siempre dice Rafael sobre la curiosidad.
— ¡Eh! Che. Ni que fuera el enemigo.
— Te ruego que salgas, por favor.
Pasaron varios días y la menor de los hermanos Ferrara no consiguió averiguar nada sobre, lo que suponía sería una cuenta bancaria secreta. Entonces la segunda parte de lo que la llevaría a cambiar su forma de vida se le puso adelante como un cartel luminoso en una ruta que promete el placer de un cigarrillo rubio.
En el Vaticano trabajaban un total de doscientas personas laicas y sin problemas Natalia se movía entre ellos. Llevaba y traía carpetas de un lado a otro y si en alguna ocasión se le consultaba sobre algo, aducía trabajar en un departamento totalmente opuesto. Todo esto lo hacía sin un por qué. Tan solo le servía para no estar todo el tiempo enclaustrada en la Torre de los Vientos.
Por ese laberinto de pasillos, puertas y escaleras andaba cuando le pareció ver a una persona que ya había visto, pero no recordaba con exactitud a dónde. Solo por esa curiosidad que formaba parte de su sangre, lo mismo que el plasma y los glóbulos rojos y blancos, comenzó a seguirlo. La sorpresa no fue pequeña al verlo encontrarse con Carlo. En el momento en que las dos diestras se cruzaron, ella supo quien era. Se llamaba Giulliano DeSica y era uno de los más antiguos capitanes de la Familia Capriatti.
Creyó que iba a vomitar y antes que nadie pudiera preguntarle que le estaba pasando, dio media vuelta y corrió todo lo rápido que pudo hasta estar a resguardo en las habitaciones de la torre.
¿Qué tenía para conversar Carlo con uno de los emisarios del peor enemigo de Rafael? ¿Por qué su hermano había montado tan celosamente una oficina a la que no tenía acceso? ¿sería posible que Carlo estuviera cumpliendo un encargo de Rafael para atrapar a Capriatti? ¿Qué otros asuntos le estarían ocultando?


Era miércoles, quince minutos después del mediodía. Si no lo hacía ahora no lo haría nunca. Tenía que reconocer que era una bendición que Amelia durmiera como si estuviera en trance. Las llaves que le había robado la noche anterior, eran muchas, más de diez. No pudo evitar ponerse celosa. Su cuñada tenía acceso a más de diez puertas que ella desconocía. Probó una y nada, dos y nada, tres y nada. No fue hasta la séptima que la llave giró dentro de la cerradura. Está vez cerró desde adentro. Fue derecho hacía la computadora. La encendió y en unos instantes la pantalla le solicitó una contraseña. Intentó Santo Padre, fue denegada. La segunda clave fue Santidad.
— La tercera es la vencida. — dijo en voz alta y tecleó:
SAMPIETRO
El monitor se oscureció y después apareció una frase.
HOLA SIMÓN.
Natalia se rió ante una prueba más del humor inteligente que siempre manejaba Rafael. Simón Sampietro, no era otro que Pedro, el pescador.
Los Evangelios nos dicen que el principal discípulo de Jesucristo y según la tradición primer Obispo de Roma y primer Papa. Nació con el nombre de Simón. El nombre Pedro, que en griego significa piedra, hace referencia a que Cristo eligió a Simón para ser la piedra fundamental de su Iglesia.
En los archivos la mujer encontró detallados informes en relación con cada una de las familias del mundo y la operación, Urbi et orbi. Supo que los pagos de cada organización superaban con creces las cifras que ella manejaba. También encontró una dirección de un sitio web y una serie de números. Sin dudas se trataba de la clave.
Ingresó a la pagina y de inmediato marcó los dígitos, ocho en total. Lo que vio y lo que leyó la llevó a cambiar la formula básica de su producto y los siguientes embarques que salieron de la Ciudad Amurallada estaban envenenados.


Jesús Domínguez la miraba con verdadero amor en los ojos. No perdía las esperanzas de conquistarla. Tenía todavía una hora más para disfrutar de su compañía. Estaban en uno de los bares dentro del aeropuerto de la capital mejicana. Tomaban cerveza acompañada por papas fritas, aceitunas y maní.
— Quédate tranquila. Mis hombres ya se hicieron cargo de tu problema.
— Te agradezco mucho. — le dijo Natalia y le acarició las manos que tenía sobre la mesa-Necesito pedirte un favor.
— Lo que quieras.
— Estoy precisando un arma. Una que no sea detectada, para embarcar.
— ¡Un arma! ¿Para qué quieres un arma? Y de esas características.
— No puedo contestarte esa pregunta ahora. Pero pronto vas a saber de mi y te prometo que vamos a hacer grandes cosas juntos.
Cuando la hermana de Rafael Ferrara llegó a Mendoza. Abordó el primer taxi de la fila que esperaba captar pasajeros a la salida del aeropuerto. La mujer que lo conducía, una jovencita de cara ovalada y cabello castaño claro que usaba muy corto, con unos anteojos de sol pasados de moda. Esperó que Natalia acomodara la valija, no demasiado grande en el asiento de atrás y se ubicara, al lado del equipaje Ya en la puerta del Park Hyatt Mendoza, le entregó un bolso pequeño, de un material que de lejos parecía cuero negro, que contenía una pistola Taurus de 6.35 milímetros y un silenciador de fabricación casera, especialmente adaptado para el arma.
— Jesús le desea suerte. — fue lo único que dijo la mujer.
— Por favor, dígale que le quedo muy agradecida y que tendrá noticias pronto.
Natalia Ferrara entro al lujoso hotel de cinco estrellas que mira a la Plaza Independencia y se registró a nombre de Michelena Fonseca, una mendocina que volvía a casa luego de muchos años de estar lejos.


— Para ¿Qué hacés?
— Yo te amaba. — le dijo— Pero parece que nunca entendiste nada y lo peor es que a mi lado, lo hubieras tenido todo.
— Te desconozco, mi amor ¿Qué fue lo que pasó?
— Me traicionaste. Paráte imbecil y ojo con lo que hacés por que te mato aquí nomás.
Carlo caminó seguido por Natalia. A los pocos pasos lanzó un grito desde el fondo del alma. Se había tropezado con un cuerpo.
Amelia yacía con un cuchillo en el medio del pecho. La hermana de Rafael, lo había robado del hotel.
El silenciador repitió su eficacia y Carlo murió.



El colectivo era seguido de cerca por la camioneta negra. Sus ocupantes habían recibido expresas órdenes de no intervenir. El ómnibus había casi completado el ochenta por ciento de su recorrido, estaba prácticamente desierto. Los enemigos se miraban, se median y permanecían atentos para dar primero el siguiente paso. El vehículo llegó a la esquina de San Martín y Corrientes. Giró a la derecha y comenzó a transitar la calle Corrientes en dirección a la costanera.
Cuando sólo restaban dos cuadras para alcanzar el zanjón, lo que los mendocinos llaman canal, Cacique Guaymallén, bajó una señora con un bebé en brazos y dejó en el rodado tan sólo a Ferrara, Ross y el conductor. Debido al incesante calor, el hombre a cargo del volante abrió ambas puertas del colectivo.
Al llegar a Corrientes y la Costanera, la luz roja obligó al conductor a pisar el freno. Ferrara no dudó y saltó del vehículo por la puerta trasera. Sebastián Ross lo siguió.
— Este tipo o está loco o es medio boludo. — declaró el chofer, sabiendo que no había nadie para escucharlo.
Los dos hombres corrían por la orilla del zanjón que separa los departamentos de Capital y Guaymallén. Todavía del lado de Capital.
— Paráte ahí, porque te quemo. — gritó Ross.
Ferrara se dio por vencido. No estaba armado y ya había visto a los Monjes Negros.
— Está bien, ganaste…, ganaste.
— Caminá para acá, muy despacio.
Ross indicó con un gesto, que la camioneta no debía moverse.
— ¿Y ahora, qué? — preguntó Ferrara.
— Contestáme unas preguntas.
— Las que quieras.
— ¿Por qué lo hiciste?
— Ya te lo había dicho antes. Por la guita, por el puto poder.
Ross perdió la calma.
— Sos el peor de los hijos de puta. Te cagaste en el mundo entero. Nos traicionaste a todos.
— No entiendo por qué estás tan furioso. Vos y yo no somos del todo distintos.
El jesuita había bajado el arma. Desde lejos parecían dos viejos amigos, que se habían encontrado de casualidad y que tenían mucho para charlar.
Ferrara agregó:
— Puedo ser todo lo que vos quieras. Pero me tenés que reconocer que no me fue del todo mal en estos años.
— Según como se lo mire. — le siguió el juego Ross.
— La charla se empieza a poner linda. Pero me deben estar buscando y además se me acaba el tiempo.
— Que no te busquen más. El tiempo ya se acabó.
El disparo lo hizo arrodillarse sobre el cemento. Le sangraba la pierna derecha.
— Este es por mi gente. — disparó otra vez y el proyectil impactó en el lado derecho del pecho. — Está es por mi y por todo en lo que he creído desde siempre.
El tercer trozo de plomo le abrió un cráter rojo en medio de la frente. El cuerpo del Papa Tranquilo cayó hacia atrás despojado de vida.
El espía se aproximó y al comprobar que Ferrara conservaba en su dedo el anillo del pescador, se agachó junto al cuerpo y arrancó el símbolo del poder que la Iglesia de Roma le otorga a un hombre desde hace tantos siglos. Lo dejó en el suelo y luego de contemplarlo por unos segundos lo aplastó con la culata de la Beretta.
Todo había terminado. La Ford Transit negra se adelantó. Los cuatro hombres bajaron y pusieron manos a la obra. Estaban encargados de la limpieza. Ross y sus operativos no intercambiaron palabra.
El cuerpo inerte fue arrojado dentro del furgón. Las vainas se recogieron y la sangre se lavó del cemento.
El equipo de limpieza, había actuado con la precisión que le era habitual. El que parecía ser el líder, miró a Sebastián Ross y después pronunció la tradicional frase de su unidad:
— La vida sigue.
— Sí, la vida sigue. — dijo el argentino.
Ross se guardó el deformado metal en el bolsillo externo del saco y comenzó a caminar. Se detuvo algunos pasos más adelante, debajo de un farol que derramaba una luz muy fuerte, después de una breve meditación, encendió un cigarrillo. Acababa de decidir que volvía a fumar. La furgoneta pasó a su lado. Creyó ver en el auto que la siguió unos segundos más tarde a una mujer morocha, muy morocha. Le pareció que el conductor era un hombre pelirrojo. Pero no, no podía ser, se dijo y siguió fumando.