viernes, 27 de febrero de 2009

EL OFICIO DE APRENDER A ESCRIBIR


Una realidad recorre el ambiente: cada vez hay más gente que escribe cuentos y novelas. El taller reemplazó de algún modo a los bares de los años ’60. “Escritores-maestros” y “alumnos” aportan claves.

No sería exagerado afirmar que Buenos Aires acaba de añadir otro atributo a su genealogía cultural. “La más europea de las ciudades latinoamericanas” es “la capital de los talleres literarios”, un fenómeno que en estos últimos años está creciendo sin parar y que probablemente se haya adoptado de la tradición norteamericana. Pueden ser un espacio de preparación o de orientación para ese puñado cada vez más numeroso de jóvenes, y no tanto, que desea escribir y publicar. Si en los ’60, los bares y las revistas literarias eran los lugares de aprendizaje donde se debatía apasionadamente entre pares, los talleres llegaron, a principios de los ’80, para suplantar esa experiencia. Página/12 convocó a Hebe Uhart, Guillermo Saccomanno, Alicia Steimberg y Liliana Heker para debatir sobre el rol que cumplen los talleres en la formación de un escritor. ¿Por qué cada vez hay más gente que escribe, más incluso de la que se pueda imaginar? Saccomanno cree que a partir de la crisis de 2001, la literatura demostró que tiene una mayor posibilidad de expresar el malestar social. Heker señala que la escritura es democrática, pero la literatura no. Y en una línea similar, Uhart opina que al ser la palabra una herramienta de uso común, parece más fácil dedicarse a escribir que a la pintura, que requiere conocer la técnica. Steimberg se anima a decir que casi todas las personas alfabetas tienen la fantasía de ser escritores.

La escritura como religión

Saccomanno conoce el chiste que circula en el ambiente literario: “¿Querés ganar el premio Clarín?… Anotate en el taller de Saccomanno…”. Angela Pradelli, con El lugar del padre, en 2004, y Claudia Piñeiro, con Las viudas de los jueves, el año pasado, ganaron las últimas dos ediciones de este concurso, y ambas son alumnas de Saccomanno. “Mi taller no te propone ganar premios”, objeta el escritor. “Desnudemos el sistema: el libro es parte de un negocio. Si Julio Cortázar hoy se presentara a la editorial Sudamericana con Bestiario, lo más probable es que no se lo publicaran.” El autor de El pibe sostiene que a veces las editoriales chicas como Beatriz Viterbo, Interzona o Santiago Arcos son más interesantes para un autor que recién empieza a publicar porque lo cuidan y lo protegen. “La literatura argentina tiene hoy una potencia en términos de diversidad de poéticas que compiten entre sí que no tienen otras literaturas como la española, que está de culo blando –compara Saccomanno–. En la Argentina, a partir de la crisis de 2001, la literatura demostró que tiene una mayor posibilidad de expresar el malestar social.”

“Ningún escritor sale de un taller –afirma Saccomanno–. Angela Pradelli, que para mí es uno de los ejemplos más formidables que tengo, ya había ganado un premio en Casa de las Américas y había editado un libro de cuentos cuando llegó a mi taller.” Para Saccomanno, el taller no forma, pero orienta. “A mí lo que me importa es que cada uno encuentre su propia voz, no que salgan todos con una voz parecida a la mía”, advierte el escritor, que hace diez años que se dedica a coordinar talleres. “A los que se quejan porque soy muy duro y riguroso, les digo: vayan al taller de Abelardo Castillo. Para mí es un lugar de trabajo, no es un espacio de terapia de grupo ni de halago fácil. Esto es un oficio, y creo, como decía Kafka, que la escritura es una religión.” El escritor señala que es erróneo trazar un antagonismo entre los talleres literarios y la carrera de letras. “A muchos de los chicos de mi taller les digo que vayan a las clases de Panessi, de Link, de Viñas. Me opongo a crear esa antinomia en un país en donde todo está dividido y conviene sumar y no restar.”

Las vision recortadas

¿De dónde viene la idea de los talleres literarios? Hebe Uhart traza una hipótesis: “Supongo que surge de observar la tradición norteamericana en la que grandes escritores, como Carson McCullers, han sido miembros de distintos talleres. Hay manuscritos de McCullers que están marcados con las observaciones que le había hecho su profesor de taller”, revela Uhart, que empezó a coordinar su primer taller en el famoso Bancadero, fundado por Alfredo Moffatt, en 1982. “Después de esa experiencia, podés coordinar cualquier cosa porque había gente muy fronteriza”, bromea la autora de Guiando la hiedra y Camilo asciende. Uhart no cree que los talleres sean un espacio de formación de escritores. “El coordinador de un taller impone una tónica y no todos compatibilizan con esa forma. El taller es una de las tantas motivaciones que puede tener alguien que está empezando a escribir”, opina la escritora, que tiene un puñado de grandes maestros que suele dar en sus talleres, como Chéjov, los norteamericanos Erskine Caldwell (“por la manera en que compone los personajes”), Mary McCarthy y Scott Fitzgerald, el escocés Saki,

los argentinos Daniel Moyano e Isidoro Blaisten, el uruguayo Felisberto Hernández, el peruano Alfredo Bryce Echenique y el guatemalteco Augusto Monterroso, entre otros.

En cuanto al fenómeno, Uhart añade: “Hay mucha más gente que escribe de la que uno pueda pensar. Al ser la palabra una herramienta de uso común, parece más fácil escribir que dedicarse a la pintura, que requiere conocer la técnica. En una ciudad tan grande, con un conurbano tan grande, hay un prejuicio de que los escritores y los lectores son pocos. Son visiones recortadas que separan la escritura de la lectura”.

Del bar a los talleres

Liliana Heker cuenta cómo fue su formación, su aprendizaje y el de varios de los narradores de los ’60: “En esa época hubiéramos considerado al taller literario una mala palabra porque nos parecía ridículo que un escritor se considerara con autoridad para decirle a otro cómo se escribía –confiesa la autora de Zona de clivaje–. Había muchos grupos de escritores jóvenes, mucha discusión y pasión y así íbamos aprendiendo el oficio. Además, había gran cantidad de revistas literarias y editoriales chicas; un escritor joven tenía diversos caminos alternativos para publicar y esto sin duda aceleraba en nosotros ciertos procesos. Pero esta ebullición desapareció de manera feroz y violenta durante la dictadura. La discusión que se daba en general en los bares dejó de existir. Los talleres vinieron a suplantar esa experiencia y se quedaron porque cuando se terminó la dictadura no se recuperó esa experiencia anterior”. Heker empezó en 1978, cuando la llamaron del teatro IFT para que se encargara de un taller de narrativa. Por sus talleres pasaron, entre otros, Silvia Schujer (“que escribió uno de los primeros cuentos que escuché sobre desaparecidos”, puntualiza la escritora), Raúl Brasca, Guillermo Martínez, Ricardo Mariño y Pablo Ramos (ver aparte), entre otros.

Heker señala que “hay que trabajar mucho para encontrar ese tono, esa música, ese efecto que se quiere dar. Un escritor aprende su oficio y se puede transmitir el propio saber para que el otro lo procese a su manera y pueda hacer su aprendizaje”. La escritora aclara que le interesa que los que asisten a su taller estén dispuestos a encarar la literatura como un trabajo. ¿Qué implica esta decisión? “Bancarse las críticas, aunque sean realmente duras, y sobre todo que tenga pasión por la lectura y por la escritura. No me importa que escriba bien, porque nadie empieza haciendo bien nada de lo que hace.” Los talleres crecen como hongos y Heker reconoce que le sorprende que haya tanta gente interesada en escribir. “En un concurso pueden llegar hasta más de 1000 cuentos y es increíble que haya mil personas que escriban cuentos. Debe tener que ver con la necesidad de la gente de expresarse, aunque pocas veces esté relacionado con una elección fuerte de trabajar en la literatura y de construir una obra”, explica. “Si hay un concurso de composiciones musicales, no van a recibir tanto material porque hay poca gente que tiene acceso a un saber musical. Pero para escribir lo único que se requiere es no ser analfabeto, y creo que cualquier persona se siente con ese saber y piensa que puede escribir un cuento. En realidad la escritura es democrática, pero la literatura no.” Heker menciona a varios maestros argentinos del género cuento como Castillo, Isidoro Blaisten y Juan José Saer. Sin embargo, Heker observa que hay influencias que son peligrosas. “Borges construye cuentos como los dioses, pero su influencia puede ser nefasta porque una cosa es aprender de Borges y otra es copiarlo. Hay influencias que si no se las asimila bien, pueden derivar en la mera copia.” Si cada escritor va eligiendo su propia familia de maestros, Heker no duda en señalar tres pilares, que nunca faltan en sus talleres: Maupassant, Chéjov y Poe. Con fama de dura a la hora de señalar lo que falla en un texto, Heker concede que existe un malentendido bastante generalizado. “Hay gente que viene a leer sus textos para lucirse; creen que han escrito algo genial. Esa gente suele no volver a la clase siguiente de mi crítica.”

Un poco de locura

Alicia Steimberg plantea que el taller acompaña el proceso de hacerse escritor por un tiempo bastante corto. “Un escritor se forma, principalmente, leyendo, pero obviamente tiene que haber otros ingredientes, porque un magnífico lector no tiene por qué ser escritor”, sugiere la autora de La loca 101. “No podría decir que todas las personas alfabetas quieran ser escritores, pero me animaría a decir que casi todas. Pero si vos querés ser médica, no vas a probar cómo te sale agarrar un bisturí y abrirle la panza a alguien, ¿no? Puede ser una locura, pero también hay un poco de locura en el hecho de dedicarse a escribir”, subraya la escritora. “El error de la gente es pensar que se descubre a un escritor yendo a un taller literario.” Steimberg, que lleva ya 20 años dando talleres, precisa que detecta mucha ansiedad en quienes comienzan un taller. “Es muy frecuente que alguien que no ha estado trabajando mayormente o que ni siquiera escribió un ensayo de cuento, al mes pregunte: ‘¿estoy mejor?’”, revela la escritora. “Estuve veinte años trabajando antes de publicar mi primer libro, Músicos y relojeros. Tenía 38 cuando salió, pero desde los 18 escribía con intención literaria, aunque no sé si era literatura aquello que escribía porque nunca se lo mostré a nadie”, recuerda. “En cierto momento tuve un gran estímulo, mi segundo marido, que me encontró ya en una situación en que tenía que publicar porque había pasado demasiado tiempo. El me dijo que probara con los concursos y mandé Músicos y relojeros a dos concursos al mismo tiempo, cosa que no se debe hacer, pero resultó bien.” Como quedó finalista del Seix Barral y el listado se publicó en los diarios argentinos, la llamaron para ver el original, les interesó y se lo publicaron. Steimberg reivindica la práctica de la reescritura como el mejor ejercicio de taller literario. “Borges pensaba que lo único que podemos hacer es reescribir. El decía algo parecido al Eclesiastés: ‘Todo está ya escrito, todo sucedió ya’.”

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