lunes, 9 de abril de 2012
Departamento H (Cuento fantástico)
La muchacha, morocha y bonita, no había visto nunca al hombre que venía a buscar. Sólo sabía que sería la persona que llevara un diario doblado debajo del brazo izquierdo. Consultó su reloj. Había llegado con tiempo de sobra. Entró y pidió un café con leche con dos medialunas. Un minuto antes de la hora fijada se abrió la puerta. Un minuto después volvió a abrirse. En las dos ocasiones fue para dar paso a hombres que llevaban un diario doblado debajo del brazo izquierdo. La muchacha tenía la misión de llevarlo con ella hasta el departamento H. Le gustaba la idea de saber que gracias a ella y su trabajo muchas personas podrían vivir mucha mejor sus vidas. Fue por ser fiel a esa idea que decidió desobedecer el último consejo que le diera su madre antes de morir.
—No uses tus poderes. Te pondrás en peligro.
La muchacha se puso de pie. Dejó un par de billetes sobre la mesa y caminó en dirección a uno de los hombres que tomaba un submarino en la barra. Cuando estuvo a escasos centímetros de él, fingió un tropiezo y para intentar no caerse se apoyó en su hombro.
— ¡Uy! Discúlpeme — exclamó la muchacha.
— Todo bien — respondió el hombre, exhibiendo una paternal sonrisa.
Una vez en la calle de dedicó a esperar. El segundo hombre era a quien había venido a buscar.
Al fin salió, pensó la muchacha. Con el correr de los días sabría que era un hombre habituado a soportar el dolor y además sabría que tenía la manera de eludir sus poderes, pero eso no la detendría porque, a pesar de todo, ella se sabía capaz de modificar el destino.
Lo vio hacer señas a un taxi para que se detuviera y lo escuchó insultar cuando el vehículo pasó a su lado ignorándolo.
— Está tremendo para conseguir un taxi a estas horas — comentó la muchacha, quien se había puesto al lado del hombre.
Este le dedicó una mirada escrutadora de pies a cabeza y sin duda alguna aprobó la exploración.
— ¿Usted también necesita un taxi? — quiso saber el hombre.
— Sí. Hace rato que esperó y para colmo de males tengo que llegar a la otra punta de la ciudad antes de una hora — terminó la frase con una sonrisa amable.
— Entiendo, entiendo. Si le parece podemos compartir uno, cuando logremos que pare.
La muchacha volvió a sonreír.
— ¡Uff! No sabe el favor que me haría.
Diez minutos después ambos ocupaban el asiento trasero de una Partner. La muchacha siempre cordial y hablando hasta por los codos comentó que tenía que hacer una parada previa para retirar varias cajas pesadas del departamento de una amiga para llevarlas hasta su trabajo. El hombre no tenía intenciones de modificar sus planes y dudó unos instantes antes de ofrecerse a ayudarla, pero luego decidió hacerlo. Entraron en un edificio antiguo cuyo ascensor era de esos que tienen dos puertas de rejas corredizas. La muchacha ingresó primero y al hacerlo fue rozada por el hombre; lo que vio la horrorizó.
— Está bien, señorita — se interesó el hombre.
— Debe ser que estoy un poco cansada y además este frio me pone mal.
— En cambio a mí, me encanta el invierno.
La muchacha recordó la imagen que acababa de ver, el hombre a su lado detrás de alguien que arrodillado esperaba una bala en la cabeza. A su alrededor nieve y más nieve por todos lados.
Subieron los siete pisos. Caminaron por un pasillo angosto con paredes que mostraban unas añejas manchas de humedad y llegaron hasta una puerta de madera bastante estropeada identificada con una gran letra H.
—La verdad no tengo palabras para agradecerle — declaró la muchacha después de hacer girar dos veces la llave en la cerradura.
— No se haga problema, hoy por ti, mañana por mí como dice el dicho.
La muchacha abrió. El lugar estaba vacío y en penumbras. Después de comprobar que no había electricidad el hombre fue hasta una de las ventanas y la abrió de par en par para dejar que la luz entre.
— Las cajas están en la habitación del fondo, por este pasillo — anunció la muchacha.
— Allá vamos, entonces — respondió el hombre ajeno a lo que estaba a punto de sucederle.
Una vez dentro, el hombre alzó la que parecía ser la más pesada de todas las cajas.
— Las más chicas están en un armario detrás de la puerta. De esas me encargo yo — comentó la muchacha volviendo a valerse de su amplia sonrisa.
— Me parece muy bien — respondió el hombre también sonriente y quizás hasta imaginando cómo pensaba cobrarse el favor.
— ¡Que extraño! —dijo la muchacha avanzando cautelosamente— ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
— ¡Dios mío! — dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
—No uses tus poderes. Te pondrás en peligro.
La muchacha se puso de pie. Dejó un par de billetes sobre la mesa y caminó en dirección a uno de los hombres que tomaba un submarino en la barra. Cuando estuvo a escasos centímetros de él, fingió un tropiezo y para intentar no caerse se apoyó en su hombro.
— ¡Uy! Discúlpeme — exclamó la muchacha.
— Todo bien — respondió el hombre, exhibiendo una paternal sonrisa.
Una vez en la calle de dedicó a esperar. El segundo hombre era a quien había venido a buscar.
Al fin salió, pensó la muchacha. Con el correr de los días sabría que era un hombre habituado a soportar el dolor y además sabría que tenía la manera de eludir sus poderes, pero eso no la detendría porque, a pesar de todo, ella se sabía capaz de modificar el destino.
Lo vio hacer señas a un taxi para que se detuviera y lo escuchó insultar cuando el vehículo pasó a su lado ignorándolo.
— Está tremendo para conseguir un taxi a estas horas — comentó la muchacha, quien se había puesto al lado del hombre.
Este le dedicó una mirada escrutadora de pies a cabeza y sin duda alguna aprobó la exploración.
— ¿Usted también necesita un taxi? — quiso saber el hombre.
— Sí. Hace rato que esperó y para colmo de males tengo que llegar a la otra punta de la ciudad antes de una hora — terminó la frase con una sonrisa amable.
— Entiendo, entiendo. Si le parece podemos compartir uno, cuando logremos que pare.
La muchacha volvió a sonreír.
— ¡Uff! No sabe el favor que me haría.
Diez minutos después ambos ocupaban el asiento trasero de una Partner. La muchacha siempre cordial y hablando hasta por los codos comentó que tenía que hacer una parada previa para retirar varias cajas pesadas del departamento de una amiga para llevarlas hasta su trabajo. El hombre no tenía intenciones de modificar sus planes y dudó unos instantes antes de ofrecerse a ayudarla, pero luego decidió hacerlo. Entraron en un edificio antiguo cuyo ascensor era de esos que tienen dos puertas de rejas corredizas. La muchacha ingresó primero y al hacerlo fue rozada por el hombre; lo que vio la horrorizó.
— Está bien, señorita — se interesó el hombre.
— Debe ser que estoy un poco cansada y además este frio me pone mal.
— En cambio a mí, me encanta el invierno.
La muchacha recordó la imagen que acababa de ver, el hombre a su lado detrás de alguien que arrodillado esperaba una bala en la cabeza. A su alrededor nieve y más nieve por todos lados.
Subieron los siete pisos. Caminaron por un pasillo angosto con paredes que mostraban unas añejas manchas de humedad y llegaron hasta una puerta de madera bastante estropeada identificada con una gran letra H.
—La verdad no tengo palabras para agradecerle — declaró la muchacha después de hacer girar dos veces la llave en la cerradura.
— No se haga problema, hoy por ti, mañana por mí como dice el dicho.
La muchacha abrió. El lugar estaba vacío y en penumbras. Después de comprobar que no había electricidad el hombre fue hasta una de las ventanas y la abrió de par en par para dejar que la luz entre.
— Las cajas están en la habitación del fondo, por este pasillo — anunció la muchacha.
— Allá vamos, entonces — respondió el hombre ajeno a lo que estaba a punto de sucederle.
Una vez dentro, el hombre alzó la que parecía ser la más pesada de todas las cajas.
— Las más chicas están en un armario detrás de la puerta. De esas me encargo yo — comentó la muchacha volviendo a valerse de su amplia sonrisa.
— Me parece muy bien — respondió el hombre también sonriente y quizás hasta imaginando cómo pensaba cobrarse el favor.
— ¡Que extraño! —dijo la muchacha avanzando cautelosamente— ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
— ¡Dios mío! — dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
—A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
miércoles, 22 de febrero de 2012
Viernes...
Un viernes de enero, de esos viernes de enero que no golpeaba el calor con la fuerza tenaz con la que puede esperarse para un viernes de enero, quedaron de acuerdo para encontrarse.
Iban a verse cara a cara por primera vez. Iban a dejar de ser extraños conocidos y contando con la ayuda de la fortuna, esa diosa poco convencional y todo su sequito, tal vez pudiesen comenzar a caminar el sendero de la amistad y tal vez ese camino los llevaría mucho más lejos de donde pudieran haberlo hecho sus propios pies.
Pero como a veces sucede en las historias que hemos escuchado desde niños relatadas por todo tipo de personas las cosas no siempre ocurren como fueron planeadas y en esta, nuestra historia, así sucedió.
Sería bueno recordarles impacientes lectores que los días en los cuales se enmarca el relato que intento contarles son días en donde la tecnología les ha permitido a las personas conocer casi todo de miles de otras personas sin ni siquiera haberse cruzado jamás en una verada o haberse rozado un hombro en el colectivo repleto que se aborda para volver a casa todos los mediodías.
Así la pareja que pensaba reunirse y con algo de suerte y viento a favor transformarse en amigos ya había establecido lo que llamaremos el contacto a través de mensajes escritos utilizando los teléfonos celulares; que si bien y esto es más que justo decirlo, no tenían el encanto de la correspondencia mantenía en las épocas en que el papel y la tinta se usaban para llevar la vida de un ser hasta los ojos de otro que esperaba con vehemencia saber sobre quien remitía; eran un medio eficaz para satisfacer las primeras curiosidades mutuas de los protagonistas de nuestra historia.
La hora en la que debía comenzar la cuenta atrás se pactó para pasadas las diez de la noche. Él, nuestro protagonista, a quién llamaremos H, ya que no estamos del todo seguros, curiosos lectores, de poder hacer público su nombre; decidió dar el primer paso activando los mecanismos del futuro encuentro con un mensaje idéntico a los que ya hemos mencionado antes en esta sucesión de hechos. Ella, nuestra protagonista, será conocida por ustedes como G, por los idénticos motivos de falta de seguridad sobre si nos está permitido o vedado develar su nombre, respondió diciendo que viajaba hacia su casa y que ni bien pusiera un pie en ella le daría noticias. Algún tiempo después así lo hizo, desconociendo que la que se había hecho famosa por ser la más caprichosa de aquellas deidades que moraban en el Olimpo movería su mano derecha para que a raíz de este pequeño gesto suene el teléfono en casa de R. La conversación que mantuvo lo alejó por largos minutos de la posibilidad de responder el mensaje de G y cuando al fin pudo hacerlo, no obtuvo respuesta. La alternativa que eligió luego de maldecir a la diosa que mueve los hilos de eso que los hombres de hoy llaman suerte, fue sentarse a esperar.
Fue así como esperó, esperó y esperó sin saber qué otra cosa le estaba permitido hacer más que esperar. Antes de darse por vencido probó con escribir un nuevo mensaje. Este le fue muy pronto respondido y gracias a su lectura supo que G también esperó, esperó y esperó y en este esperar se durmió.
Los desencuentros que para pasar el rato había propiciado la diosa encargada de guiar los destinos del mundo hicieron que ese viernes de enero, de esos viernes de enero que no golpeaba el calor con la fuerza tenaz con la que puede esperarse para un viernes de enero, G y H no lograsen encontrarse, pero no se desanimen angustiados lectores, porque al parecer un martes de estos puede suceder.
Iban a verse cara a cara por primera vez. Iban a dejar de ser extraños conocidos y contando con la ayuda de la fortuna, esa diosa poco convencional y todo su sequito, tal vez pudiesen comenzar a caminar el sendero de la amistad y tal vez ese camino los llevaría mucho más lejos de donde pudieran haberlo hecho sus propios pies.
Pero como a veces sucede en las historias que hemos escuchado desde niños relatadas por todo tipo de personas las cosas no siempre ocurren como fueron planeadas y en esta, nuestra historia, así sucedió.
Sería bueno recordarles impacientes lectores que los días en los cuales se enmarca el relato que intento contarles son días en donde la tecnología les ha permitido a las personas conocer casi todo de miles de otras personas sin ni siquiera haberse cruzado jamás en una verada o haberse rozado un hombro en el colectivo repleto que se aborda para volver a casa todos los mediodías.
Así la pareja que pensaba reunirse y con algo de suerte y viento a favor transformarse en amigos ya había establecido lo que llamaremos el contacto a través de mensajes escritos utilizando los teléfonos celulares; que si bien y esto es más que justo decirlo, no tenían el encanto de la correspondencia mantenía en las épocas en que el papel y la tinta se usaban para llevar la vida de un ser hasta los ojos de otro que esperaba con vehemencia saber sobre quien remitía; eran un medio eficaz para satisfacer las primeras curiosidades mutuas de los protagonistas de nuestra historia.
La hora en la que debía comenzar la cuenta atrás se pactó para pasadas las diez de la noche. Él, nuestro protagonista, a quién llamaremos H, ya que no estamos del todo seguros, curiosos lectores, de poder hacer público su nombre; decidió dar el primer paso activando los mecanismos del futuro encuentro con un mensaje idéntico a los que ya hemos mencionado antes en esta sucesión de hechos. Ella, nuestra protagonista, será conocida por ustedes como G, por los idénticos motivos de falta de seguridad sobre si nos está permitido o vedado develar su nombre, respondió diciendo que viajaba hacia su casa y que ni bien pusiera un pie en ella le daría noticias. Algún tiempo después así lo hizo, desconociendo que la que se había hecho famosa por ser la más caprichosa de aquellas deidades que moraban en el Olimpo movería su mano derecha para que a raíz de este pequeño gesto suene el teléfono en casa de R. La conversación que mantuvo lo alejó por largos minutos de la posibilidad de responder el mensaje de G y cuando al fin pudo hacerlo, no obtuvo respuesta. La alternativa que eligió luego de maldecir a la diosa que mueve los hilos de eso que los hombres de hoy llaman suerte, fue sentarse a esperar.
Fue así como esperó, esperó y esperó sin saber qué otra cosa le estaba permitido hacer más que esperar. Antes de darse por vencido probó con escribir un nuevo mensaje. Este le fue muy pronto respondido y gracias a su lectura supo que G también esperó, esperó y esperó y en este esperar se durmió.
Los desencuentros que para pasar el rato había propiciado la diosa encargada de guiar los destinos del mundo hicieron que ese viernes de enero, de esos viernes de enero que no golpeaba el calor con la fuerza tenaz con la que puede esperarse para un viernes de enero, G y H no lograsen encontrarse, pero no se desanimen angustiados lectores, porque al parecer un martes de estos puede suceder.
jueves, 9 de febrero de 2012
ASÍ, CASI SIN QUERER...
Se miró por quinta vez en el espejo. Sin duda era él quien estaba en aquel reflejo pálido. Revolvió el cabello con su mano izquierda, acomodó los anteojos con un leve toque hacia arriba y tras dar media vuelta apagó la luz y recorrió los diez o doce pasos que lo separaban de la puerta que daba al pasillo que daba a la calle.
Era un hombre que como tantos otros no necesitaba mucho para sentirse bien. La vida lo puso a prueba más veces de las que estaba dispuesto a reconocer, pero siempre pudo, supo o quiso salir adelante. Levantar la cabeza, secarse las lágrimas y volver a ofrecer la cara al viento y a las oportunidades que estaban ahí; nada más era cuestión de estirar una mano para poder asirlas con la fuerza de una tormenta que ruge.
Así, casi sin querer, había sabido de ella y casi, sin querer, la invito a saber de él. Le contó sobre todo lo que amaba y le dijo que jamás, jamás bailaba. Supo que su nombre era María y supo que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Así, casi sin querer, fueron pasando los días, ella trabajaba y soñaba con las vacaciones que no llegaban y no llegaban. Él vacacionaba y esperaba cada mañana para escribirle un “hola” o cualquier otra frase con pretensiones de ser ingeniosa, divertida o con algún otro ingrediente que hiciese que ella, la que se llamaba María, se sintiera sorprendida y así, casi sin querer, no podría hacer otra cosa más que responder y entonces, él también respondería, siempre pensando que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Las vacaciones de ella al fin la visitaron y el trabajo de él volvió a buscarlo para ponerlo de regreso en ese mundo repleto de alaridos metálicos en el que había elegido vivir.
Un tiempo después todo estuvo dispuesto para que él develara su intriga de saber cómo era ella cuando se reía. Antes de salir, se miró por quinta vez en el espejo. Sin duda era él quien estaba en aquel reflejo pálido. Revolvió el cabello con su mano izquierda, acomodó los anteojos con un leve toque hacia arriba y tras dar media vuelta apagó la luz y recorrió los diez o doce pasos que lo separaban de la puerta que daba al pasillo que daba a la calle.
Rodolfo Tornello.
Era un hombre que como tantos otros no necesitaba mucho para sentirse bien. La vida lo puso a prueba más veces de las que estaba dispuesto a reconocer, pero siempre pudo, supo o quiso salir adelante. Levantar la cabeza, secarse las lágrimas y volver a ofrecer la cara al viento y a las oportunidades que estaban ahí; nada más era cuestión de estirar una mano para poder asirlas con la fuerza de una tormenta que ruge.
Así, casi sin querer, había sabido de ella y casi, sin querer, la invito a saber de él. Le contó sobre todo lo que amaba y le dijo que jamás, jamás bailaba. Supo que su nombre era María y supo que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Así, casi sin querer, fueron pasando los días, ella trabajaba y soñaba con las vacaciones que no llegaban y no llegaban. Él vacacionaba y esperaba cada mañana para escribirle un “hola” o cualquier otra frase con pretensiones de ser ingeniosa, divertida o con algún otro ingrediente que hiciese que ella, la que se llamaba María, se sintiera sorprendida y así, casi sin querer, no podría hacer otra cosa más que responder y entonces, él también respondería, siempre pensando que le gustaría saber cómo era cuando se reía.
Las vacaciones de ella al fin la visitaron y el trabajo de él volvió a buscarlo para ponerlo de regreso en ese mundo repleto de alaridos metálicos en el que había elegido vivir.
Un tiempo después todo estuvo dispuesto para que él develara su intriga de saber cómo era ella cuando se reía. Antes de salir, se miró por quinta vez en el espejo. Sin duda era él quien estaba en aquel reflejo pálido. Revolvió el cabello con su mano izquierda, acomodó los anteojos con un leve toque hacia arriba y tras dar media vuelta apagó la luz y recorrió los diez o doce pasos que lo separaban de la puerta que daba al pasillo que daba a la calle.
Rodolfo Tornello.
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