sábado, 25 de septiembre de 2010

UN POCO MÁS DE SEIS. (Cuento)

Puso el revólver encima del escritorio y lo vació. Sentado, meditativo, fingiendo empeño estuvo haciendo caer el percutor hasta que empezó a declinar la sosegada tarde de invierno. A su alrededor todo era silencio endurecido que lamían perros, gatos y las bocinas lejanas. Volvió a poner las balas en su lugar y esperó.
En una época, más de tres décadas atrás, había sido un hombre bueno, pero todo eso terminó cuando se apagaron los ojos de Marta. Terminó cuando sintió que sus manos se teñían del rojo que había dado vida a la única mujer que había amado.
La tarde, una tarde tan o más sosegada que ésta, en la que volvió del cementerio, su vida giró para no volver jamás al punto en el que se encontraba. Abrió la puerta y fue cuando lo comprendió todo. Sólo entonces comprendió que ella ya no estaría allí para sonreírle con su gesto de sueño todavía pegado en la piel de cada mañana. Que los ojos verdes más bellos que jamás nadie haya podido disfrutar no volverían a mirarlo de esa extraña y tan especial manera. Las lágrimas se escapaban sin contención durante varios días con todas sus noches. El dolor que sentía era intenso y parecía que no iba a abandonarlo a pesar de los litros y litros de whisky que ingería para ahogarlo. No fueron pocas las veces en que estuvo a punto de acabar con todo hasta que decidió hacer algo al respecto.
Era imposible que Manuel Vergara pudiera ni siquiera suponer que los actos que tuvieron comienzo un caluroso 4 de febrero iban a convertirlo en una leyenda. Cómo podía imaginar un hombre que se ganaba la vida vendiendo diarios y revistas, que era servicial y alegre por demás; cuyo anhelo más preciado había sido formar una gran familia, que por acallar los gritos de venganza que aullaban en su interior se vería lanzado hacía un mundo en el que no se sintió, como él imaginaba, un ser fuera de foco sino que se movió como alguien que conocía el terreno que pisaba a cada paso que daba. No fue un asunto difícil convertir en billetes todos los bienes que poseía. Se fue del barrio y se instaló en un monoambiente que miraba al turbio río. Por aquellos días comenzó una costumbre que lo mantendría con vida hasta mucho más allá de los ochenta, se renombró Aldo Arraga, en honor al nombre que figuraba en el documento que había tomado de la billetera de un anciano que ya había olvidado el significado de la palabra precavido. Colocar su cara en lugar de la del viejo fue de lo más sencillo. Con el correr de los años su colección de documentos de identidad y pasaportes robados se acrecentó hasta ocupar varios cajones de un viejo aparador. El mismo que la policía destrozó al dar con él.
Haberse trazado un objetivo hizo que el diariero descubriera que poseía cualidades que no hubiera soñado. Entre ellas la que más útil le resultó fue su total impiedad. Dos años después de haber quedado solo regresó al cementerio, no llevaba flores, ya no creía en esos rituales.
—No voy a quedarme mucho rato.—dijo mirando hacía la lápida en donde estaba tallado el nombre de la que fuera su esposa— Nada más vine a decirte que podés descansar en paz. —
Luego de pronunciar éstas palabras dio media vuelta y nunca se lo volvió a ver por allí.



Una mañana, mientras caminaba a la orilla del río, un auto que llevaba los vidrios oscuros se le puso a la par. La ventanilla del acompañante descendió para dejar ver la cara de un muchacho joven que de niño había tenido viruela. Se identificó como empleado del hombre al que por más de un mes había estado buscando, deambulando por el puerto y haciendo preguntas, ofreciéndose para trabajar.
Quince días después de aquel suceso, los diarios, las radios y los noticieros de televisión hacían saber a la población que el poderoso empresario metalúrgico Luis Saccardi había muerto en su casa de Punta del Este. Lo que no se decía era que el dedo que se apoyó sobre el sensible gatillo del Zastava M-76 a más de trescientos metros de distancia, provenía de la mano izquierda de un hombre triste que una vez amó a una mujer de bellos ojos verdes llamada Marta.
Los encargos que involucraban armas de fuego y absoluta discreción se sucedían con la regularidad con la que una ficha de domino golpea a su compañera para crear un raro efecto de cascada. Nunca dejaba una huella y pocas personas lo habían visto de cerca. Perfeccionó un sistema que consistía en publicar un anuncio clasificado en el Diario El Nacional de los Domingos. El texto debía solicitar información sobre un hermano extraviado y contar con un número telefónico de contacto. Una vez que este se realizaba, si el cliente aceptaba la tarifa, el que una vez respondiera al nombre de Manuel Vergara se ponía en marcha. Cuando su tarea se había completado, el dinero era depositado en una cuenta bancaria del banco Galicia, a nombre de Juan Pérez. Hubo empleadores que no vieron la necesidad de realizar la transacción una vez que quien les incomodaba, como una piedra dentro del calzado, había dejado de hacerlo. El antiguo vendedor de revistas de chismes los encontró y se ocupó por que fuera su cara lo último que pudieran ver.
El prestigio del asesino creció de tal modo que su nuevo oficio lo llevó por el mundo. Michel Vieux, un gordo y avaro empresario de Marsella, con aires de jefe de jefes, pensó que era una excelente idea no pagar los honorarios que adeudaba por un trabajo bien hecho. Tuvo la fortuna de vivir hasta que la Sureté lo encontró. Michel Vieux habló sin descanso, lo contó todo a cambio de ser incluido en un plan de protección para testigos. El arma de alquiler más buscada tenía ahora un rostro y un nombre. Tendrían que pasar muchos inviernos para que lo ubicaran en el mismo lugar en donde todo había dado inicio. Un sitio repleto de recuerdos y silencio que lamían perros y gatos acompañados por bocinas lejanas.
Manuel Vergara oyó las frenadas de los autos y contó cada una de las pisadas que había escaleras arriba. Cuando la puerta se vino en picada los esperó y les escupió las balas con absoluta certeza, pero ellos, los de la Interpol, eran un poco más de seis.
 Rodolfo Tornello

jueves, 23 de septiembre de 2010

OTRA HISTORIA DE AMOR... (Cuento)

Mil naves avanzaban con la proa mirando a la guerra. En ellas viajaban cientos de miles de hombres valientes. Muchos desconocían que, a partir de las hazañas que protagonizarían en los diez años que tendrían por delante, iban a quedar en la historia para la eternidad, que sus nombres se recordarían por siglos y siglos en el futuro, un futuro repleto de máquinas que no podían ni siquiera llegar a imaginar, su condición de héroes.
Primero vino el desembarco, después fue el tiempo se sitiar la ciudad. Allí, de a poco, los hombres fueron viendo morir frente a ellos a otros hombres durante nueve años.
Después vinieron días y días con sus noches en los que no ocurrió demasiado, o al menos nada de importancia que merezca ser incluido en este relato.
La década fuera de los hogares comenzó a hacerse sentir en el cuerpo de los guerreros, pero más que nada en sus corazones. Uno de ellos, el hijo de un rey que iba a morir gracias a que una flecha enemiga le atravesara el talón, decidió alejarse de la batalla debido a la discusión que mantuviera con el rey de la ciudad situada en la llanura de la Argólida, en el noreste del Peloponeso. Las tropas se alteraron; cada uno de los soldados, excepto uno al que llamaban Oileox, un muchacho alto y delgado como una vara, con el cabello ondulado y rebelde, tan negro como la misma noche. Él no necesitaba ningún semidios que le infundiese confianza. Él había venido a buscar algo más que honor. Él había subido a una de las mil naves que avanzaban por amor.
Cuando el hijo mayor del rey de la ciudad asediada luchó hasta morir con el comandante de los Mirmidones, el revuelo fue de tal magnitud que nadie notó al joven de aspecto tímido que se coló detrás de los muros de la ciudad, que sería incendiada para dar fin a la lucha por un puñado de hombres a las ordenes de otro rey, un rey que pasaría mil peripecias para conseguir ver de nuevo su reino y disfrutar del amor de su reina, pero esa, esa es otra historia…
No era la primera vez que Oileox había recorrido ese trayecto. Un año después del desembarco, valiéndose de los servicios de los Ojeadores, un clan que vendía sus artes en el mundo del espionaje tanto a uno como a otro bando, le hizo llegar a Telmanida, su amada, una carta en la que le hacía saber que estaba allí y que había venido por ella, para llevarla lejos de la esclavitud en la que vivía como criada de la reina.
Los jóvenes se habían conocido en una fiesta que reunió a todos los reyes de la península. Oileox, hijo de Oilemox, el famoso cocinero real, fue el encargado de servir los platos. Y apenas posó la vista en la mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas, supo que nada ni nadie lo mantendría alejado de esa mujer.
Al llegar a los aposentos de la reina, encontró a Telmanida sentada bordando. Supo que su majestad había tenido que ausentarse un momento, pero que volvería en cualquier instante. Oileox la abrazó, la besó y le explicó su plan.


Es el año 2007, en una calle céntrica de alguna de las grandes ciudades de la península las personas caminan. Caminan para ir al trabajo, caminan para ir a la escuela, caminan para hacer compras y algunas solamente caminan por caminar. Entre los miembros de este último grupo está Silvia, una mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas. Tenía el pasatiempo de mirar a la gente por la calle o cuando viajaba en el colectivo. Disfrutaba imaginando cómo serían sus vidas y siempre terminaba preguntándose si acaso se sentirían tan solos y tan tristes como ella.
Desde chica Silvia había experimentado la sensación de sentirse fuera de lugar en todos los lugares.

—Mira que sos rara vos. — le decían de manera alternada una vez su padre, una vez su madre, y de tanto en tanto alguno de sus hermanos o primos.
Buscaba algo, pero le era imposible descubrir de qué se trataba ese algo. No era para nada una persona rara. Era una persona triste. Triste por no poder dar con ese algo que buscaba. Se detuvo a ver una vidriera, en realidad muy poco interesa por las prendas que vestían los maniquíes con toda la intención de convencerla para que las comprara; fue entonces cuando sus ojos se posaron en la figura que se reflejaba en el cristal: era un hombre, más o menos de su misma edad, corpulento y con aspecto de buena gente. Para sorpresa de Silvia los ojos de él también habían encontrado los suyos. Dio media vuelta y sin pensarlo demasiado lo saludó con un “Hola” resuelto, que le fue respondido de inmediato.
Ninguno de los dos supo muy bien cómo ocurrió pero desde ese momento no volvieron a separarse, fueron tan unidos como los dedos de la mano. Sentían conocerse desde siempre. La vejez los encontró juntos y rodeados de familia. Su hijo los colmó de alegría casándose con una mujer que dio a luz a una niña preciosa, la cual con el paso de los años de los años se transformó en una mujer cuyo cabello recordaba al fuego y cuyos ojos parecían las almendras más tiernas. De la abuela, la nieta no heredó el nombre, pues sus padres la llamaron Telmanida, pero sí ese gusto por mirar a la gente por la calle o cuando viaja en colectivo. La niña tampoco había heredado el carácter melancólico de su abuela; al contrario, era alegre y muy charlatana. En su larga vida, repleta de aventuras, que se prolongó casi por un siglo, se hizo de muchos y muy buenos amigos. El único amor que conoció fue el que le brindó sin restricciones un muchacho alto y delgado como una vara, con el cabello ondulado y rebelde, tan negro como la misma noche, hijo de un cocinero que tuvo que convertirse en soldado a la fuerza cuando en el 2038, en la ciudad situada en la llanura de la Argólida, en el noreste del Peloponeso, se produjo un conflicto armado debido a la escasez de agua.

© Rodolfo Tornello.